En las dos primeras partes que de la serie que con este artículo se cierra hemos analizado el origen de la soberanía tanto en su fundamento abstracto como en su título concreto. La soberanía se funda en la naturaleza humana por la que el hombre está dirigido a vivir en comunidad, y por tanto al bien común que a ésta pertenece. Como la vinculación a esos fines necesarios le crea un deber moral, está obligado a obedecer a quien está en la posición de dirigir al conjunto hacia su bien común determinando las normas de actuación que a éste pertenecen.
Ahora bien, ¿significa esto que tan pronto como una persona ha logrado tomar para sí ese poder supremo de la comunidad política, todos los miembros de ésta quedan incondicionalmente sometidos a sus órdenes? La obediencia al soberano es un precepto de la ley natural; ¿qué ocurre, entonces, si el soberano manda hacer lo inmoral, es decir, lo contrario a la ley natural? Además, el poder soberano es vinculante en virtud del bien común; ¿qué ocurre si ordena, en casos concretos o sistemáticamente, lo contrario al bien común? La respuesta sencilla a esto sería que en esos casos simplemente hay que desobedecer. Ahora bien, si cada individuo en conciencia obedece cuando está de acuerdo y desobedece cuando está en desacuerdo, ¿no es cierto que, en el fondo, sólo se obedece a sí mismo? Nos encontramos, entonces, con que seguiría sin existir una obediencia común, y que por tanto la sociedad es imposible. A estas interrogantes intentaremos contestar en este artículo.
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
Según hemos visto en los anteriores artículos, la ley positiva se distingue de la natural en la medida en que es puesta a través de una decisión, en vez de seguirse directamente de la naturaleza misma de las cosas. Sin embargo, no se relacionan como dos sistemas independientes, sino que la ley natural es la ley de los actos humanos en general, de lo que es bueno y malo, de tal modo que la ley positiva es, más bien, una especificación contingente de la ley natural por decisión soberana. El poder político es no sólo un dominio físico sino también un poder moral, o, para ser más exactos, un poder moral que se alcanza mediante el poder físico, y precisamente porque en virtud de la ley natural todos quedan obligados respecto a esas decisiones soberanas es que podemos llamarlas genuinamente ley. Una decisión del soberano de tal naturaleza que por ley natural no deba obedecerse, o incluso que deba desobedecerse, no es, por tanto, ley en el sentido que nos ocupa, antes bien apariencia de ley. Así, de la idea que hemos desarrollado en estos artículos de que la soberanía es, ante todo, un poder moral, se sigue que la cuestión de los límites del poder político es, antes que una cuestión de separación de poderes, leyes intangibles o sutiles mecanismos de control constitucional, una cuestión moral: la cuestión de cuándo, cómo y hasta qué punto deben los súbditos obedecer al poder político. Esto no obsta, claro está, a que el poder trate de imponer decisiones que no tienen en sí mismas fuerza obligatoria; pero entonces nos hallamos no tanto ante una cuestión política o de derecho sino ante una cuestión de hecho: si, supuesto que se puede o incluso se debe desobedecer tal decisión de quien detenta la fuerza, querrá y podrá de todos modos lograr que le obedezcan por la fuerza y el miedo.
A esto podría objetársele, sin embargo, lo dicho más arriba: si la obediencia o desobediencia al soberano es, en última instancia, una decisión de la conciencia individual, ¿no nos hallamos con que cada uno debe obedecerse tan solo a sí mismo, y, por tanto, que no existe verdadera soberanía? A esto hay que contestar, en primer lugar, que el poder soberano mantiene genuino poder vinculante sobre las conciencias: supuesto como mínimo que no vaya contra la ley natural, sus decisiones son uno de los hechos sobre los que debe fundarse la conciencia individual para discernir el curso a seguir, y no puede, rectamente formada, ir contra éstas. Las acciones humanas siempre serán, por naturaleza, individuales en su sentido más puro y primario, aunque pueda haber en un sentido secundario acciones colectivas de diversas unidades morales. Sin embargo, eso no significa que la conciencia sea soberana, porque ésta decide sujeta a unas fuentes que le vienen impuestas: la ley divina o natural, y la ley positiva en cuanto cobra fuerza de aquellas.
En segundo lugar, sin embargo, hay que contestar también que la ley positiva puede guardar fuerza obligatoria parcialmente incluso cuando no cumple plenamente su función de determinación contingente de la ley natural en atención al bien común. Y es que la ley positiva puede oponerse a la ley natural de diversas maneras: para empezar, puede prescribir acciones directamente contrarias a la ley natural. Según vimos en un artículo anterior, la ley natural consiste en las reglas de acción que vinculan con necesidad al hombre hacia sus fines naturales que constituyen su bien propio, y por ley natural debe obedecer a la ley positiva en cuanto el bien común de la sociedad le es un bien propio. Es un absurdo, por tanto, pretender que el hombre pueda tener alguna obligación contra la ley natural, cuando todas sus obligaciones, y particularmente las pertenecientes a la vida en sociedad, se derivan de la ley natural. Antes bien, si se le trata de imperar un acto que vaya directamente contra sus fines de naturaleza, es decir, un acto intrínsecamente malo, debe desobedecer, o, más bien, debe obedecer a la ley natural, que no es otra cosa que la ley de Dios. Hay, sin embargo, un segundo modo en el que la ley positiva puede contradecir a la natural. Puede ser que impere actos que no van directamente contra algunos de los otros bienes de la naturaleza humana, pero, sin embargo, no están dirigidos al bien común, que es la razón de fondo que hace obligatoria la ley positiva. Entonces nos encontramos con que no obliga intrínsecamente por ley natural en conciencia, pues no se da el motivo que le da a la ley su fuerza moral obligatoria, pero tampoco se está en conciencia obligado a hacer lo contrario. En ese caso, puede ser que haya que obedecer a la ley porque indirectamente lo exige el bien común. Aunque esa orden en sí misma no pertenezca al bien común, obedecer al soberano en general sí que pertenece al bien común; aún más, es su presupuesto necesario. Puede ser, por tanto, que haya que obedecer a la ley injusta en sí misma por respeto a la autoridad, pues la desobediencia abierta y sistemática a los mandatos del soberano cuando son malos puede fácilmente llevar a la desobediencia también cuando son buenos, y con ello a la disolución de la sociedad. Así, vistos en general los principios según los cuales es obligatoria la ley, conviene ahora ver en particular todos los modos en los que la ley positiva puede estar en oposición a su naturaleza propia, y su obligatoriedad para los súbditos en cada caso.
DIVISIÓN DE LA LEY INJUSTA
Para analizar la casuística de la obediencia o desobediencia a la ley injusta, deben en primer lugar exponerse los modos en que la ley puede ser injusta. Puede ser injusta, en primer lugar, por razones intrínsecas o extrínsecas. Las razones intrínsecas, referidas a su contenido, pueden ser, según lo expuesto más arriba, que impera lo intrínsecamente malo, es decir, que va contra la ley natural, o que impera algo que, no siendo intrínsecamente malo, no está dirigido al bien común, con lo que no está apoyado en el fundamento de la ley natural que hace vinculante a la ley positiva. Santo Tomás lo formuló distinguiendo entre leyes que van contra el bien divino o contra el bien humano. A su vez, las leyes contrarias al bien común pueden ir contra éste directamente, porque están dirigidas a otro fin, o indirectamente, porque, aunque su fin mismo es necesario para el bien común, los medios no están dispuestos según el criterio de la necesidad en pro del bien común sino con una desproporción innecesaria. Las leyes que no se dirigen al bien común pueden subdividirse, a su vez, según que lo dañen directamente, o, no dañándolo, estén dirigidos a un bien privado en vez de al bien común. A todo ello se le puede añadir lo que es un problema no de contenido de la ley, sino de falta de contenido, es decir, la ausencia de la ley necesaria. Por último, las razones extrínsecas por las que una ley puede ser injusta pueden ser su origen, si la promulga una persona distinta del soberano o sus magistrados, y por tanto no legitimada para dar leyes; o, siendo el soberano mismo quien la promulga, el modo en que lo hace, contradiciendo otras normas que constituyen el fundamento del orden político.
LA LEY QUE IMPERA EL ACTO INMORAL
El primer caso y más claro de las leyes injustas por su contenido es aquella que no se puede obedecer, por ser inmoral. Ofrece la solución más sencilla, pues esta ley se debe desobedecer en todo caso. Ahora bien, supuesto eso, aún caben hacer algunas distinciones de interés. En primer lugar, si se dirige a una gran parte de los súbditos o a unos pocos. En segundo lugar, si es un hecho aislado o parte del comportamiento sistemático del soberano. En tercer lugar, las consecuencias de la desobediencia. Es mucho más grave si se dirige a la generalidad de los súbditos o una gran parte de ellos, pues eso supone no sólo que el soberano sea malo, sino que aspira a corromper a sus súbditos, y no se puede en esa sociedad siquiera vivir privadamente como un hombre honesto. Esto conecta con el punto de las consecuencias, que vienen a reflejar el interés que tiene el soberano en lograr tales resultados; si la desobediencia tiene efectos graves (la muerte, en los peores casos), significa que los bienes humanos más preciados están en peligro si se hace lo que se debe, con lo que en esa sociedad no están asegurados ni el bien común, ni el bien moral, ni aun el bien privado más básico. Finalmente, los hechos anteriores adquieren su máxima gravedad si no es un hecho aislado sino parte de un comportamiento sistemático, lo cual es especialmente común cuando el Estado está fundado sobre una ideología perversa, como sean el comunismo o el progresismo. Esta especie de ley injusta, que siempre se debe desobedecer, puede no resultar tan dañina si se dirige a unos pocos de modo puntual, o a muchos si la desobediencia no resulta demasiado gravosa; pero cuando se da sistemáticamente sobre la generalidad de los súbditos y recurriendo a los más duros medios de persecución, nos hallamos ante una tiranía de tal grado que su derrocamiento por todos los medios posibles es una obligación inmediata para todos los miembros de la sociedad.
LA LEY CONTRARIA AL BIEN COMÚN
Decimos que es directamente contraria al bien común cuando tiene su daño como resultado natural y directo, es decir, el menoscabo de la unidad pacífica, el orden y el reparto de las cosas necesarias para la vida en sociedad. El poder legal de imperar prohibiendo, castigando u ordenando se justifica en la medida en que ese acto de poder soberano se dirige hacia el bien común. Cuando van contra éste, por tanto, carecen totalmente del fundamento que les da obligatoriedad en conciencia. Entran en consideración, sin embargo, los otros motivos por los que pueden tener fuerza moral las normas: habrá que obedecer cuando el daño al bien común que surge de la obediencia es menor al que surge de la desobediencia, en la medida en que eso puede ser motivo de desorden general. También puede resultar obligatorio obedecer en la medida en que el daño personal por la desobediencia sea sensiblemente mayor al daño general que procura al bien común, particularmente si ese daño personal impediría cumplir con otros deberes importantes, como sean los de provisión de la familia. Si el daño al bien común es notable, la resistencia es obligada en caso de que resulte en un provecho sensible del bien común, incluso si es con grave daño personal, e incluso si resulta en perjuicio de otras obligaciones. Si el daño es notable pero no resultan provechos sensibles de la desobediencia personal fuera del mismo testimonio público contra la ley inicua, es loable desobedecerla, pero no debido, y conviene no hacerlo en caso de que impida el cumplimiento otras obligaciones personales. Semejantes consideraciones suscitan las leyes que, no dañando directamente el bien común, no están dirigidas a él. En realidad, toda ley no dirigida al bien común (sea que resulte inútil o se dirija a intereses privados) lo daña, en la medida en que, restringiendo sin justificación la libertad de los súbditos, dificulta su vida y perjudica su respeto a las autoridades que la promulga, y con ello el respeto a sus leyes, malas y buenas. Por tanto, estas leyes deben desobedecerse salvo perjuicio personal sensible, o salvo que el daño que causa la desobediencia pública al honor y estima de la autoridad sean más dañinos para el bien común que beneficioso es el hecho mismo del testimonio público contra la ley absurda o fraudulenta. Por lo que respecta a las leyes indirectamente contrarias al bien común, estas son las que disponen los medios para el bien común de forma desproporcionada. La restricción de la libertad de los súbditos mediante castigos, prohibiciones y mandatos se justifica por la necesidad pública. Ahora bien, dado que es esa necesidad la que justifica la obediencia, nadie está obligado a padecer una norma fuera de lo estrictamente necesario, es decir, que cada súbdito lo debe sufrir lo menos intensamente posible. Aquella norma dirigida a un fin necesario en abstracto, pero que dispone para ello en concreto una carga innecesariamente alta a alguno o algunos súbditos, no obliga a éstos en conciencia. Como ejemplo, es razonablemente necesario que la autoridad pública posea medios económicos, y que cobre tributos para ello; pero si en vez de disponerlos de forma proporcional grava a algunos de sus súbditos la totalidad de sus rentas, les daña a éstos sin necesidad, en comparación con todos los demás. En estos casos, la ley no vincula en conciencia en aquello que sus cargas tengan de desproporcionado. Si la desobediencia resulta en daño sensiblemente mayor al bien común que al personal, puede ser exigible el sacrificar el interés privado por el público. Puede también resultar necesaria en virtud del daño personal que pueda resultar por el castigo a la desobediencia; pero en este caso no obliga más de lo que obliga un ladrón o un chantajista. Dado que en este caso lo que está en juego es primariamente el bien privado, se puede renunciar a él libremente, pero en cualquier caso la evasión no es condenable, antes bien loable. Para todos los casos analizados, además, hay que tener en cuenta que se ha tratado bajo el supuesto de que nos hallamos ante un soberano en principio legítimo, y no ante un usurpador o gran tirano; en estos casos, puede llegar al extremo de que el respeto a la autoridad no pertenezca al bien común, antes bien sea necesario disolver con urgencia todo rastro de respeto para derrocar su régimen. En tal supuesto, se sostienen las consideraciones anteriores, con la particularidad de que el escándalo público de la desobediencia es un aliciente antes que un argumento contra ésta.
LA AUSENCIA DE LA LEY NECESARIA
Este es un caso particular que no consiste en sentido estricto en una ley injusta pero que he visto necesario comentar. El caso más típico de una ley necesaria que el soberano se resiste a promulgar es la ley penal castigando algún mal grave y dañino para el bien común y los derechos de los súbditos o una parte de ellos. También cabe que sea necesaria con urgencia una prohibición o mandato para el bien común, y no se realice. En cualquiera de estos casos, no cabe hablar propiamente de “desobediencia”, porque no hay una ley que obedecer o desobedecer sino una ley que debería existir y no existe porque el legislador se resiste a ello. La voluntad es naturalmente incoercible y no se puede suplir la voluntad soberana sin constituirse uno mismo en soberano, con lo que, en este caso, lo que debe tratarse son los casos en que es lícita la rebelión abierta para constituir una nueva autoridad que sí que promulgue la ley en cuestión, o mover al soberano a dar su brazo a torcer y aprobarla. En cualquier caso, todo ello sólo entra en consideración supuesto que se hayan agotado todos los medios oficiales y no oficiales para solicitar esa ley, y haya sido rechazado de tal manera que resulte patente la voluntad firme en contrario. Supuesto lo anterior, será lícita la rebelión si la ley necesaria pertenece al núcleo esencial del bien común de tal manera que el daño de la rebelión, la posible guerra civil, el cambio de régimen, etc. sea notablemente menor a la perpetuación del estado anterior. Resulta fácil ver que eso es realmente difícil y sólo cabe en casos extremos. También cabe el golpe de Estado, una operación en principio más “limpia”, así como la rebelión no dirigida a constituir una autoridad propia sino a vencer la voluntad del gobernante, revolviéndose contra él hasta que apruebe las medidas en cuestión. En todos estos casos, nos encontramos ante acciones graves que requerirán de las más serias razones para estar justificadas, pero no cabe excluirse absolutamente. Por ejemplo, es una acción apropiada ante la despenalización del aborto (y ya no digamos ante su elevación a la categoría de derecho fundamental), que quita la vida a los más indefensos, corrompe moralmente a la sociedad y destruye todo el orden natural de la sexualidad y la familia.
LA LEY INJUSTA POR SU ORIGEN O LEY REBELDE
Analizadas ya las leyes injustas por razones intrínsecas o su contenido, queda analizar los motivos extrínsecos que pueden hacer injusta una ley. El caso más claro es el de aquel que promulga una ley e intenta aplicarla siendo persona privada, es decir, sin derecho alguno a ello. Expuestas en anteriores artículos las circunstancias que justifican el poder soberano, nos encontramos que cuando intentan ejercerse los poderes propios de la autoridad sin legitimación para ello se realiza una injusticia contra los pretendidos súbditos a los que se fuerza sin derecho. Además, habiendo ya un soberano, se atenta también contra él, en cuanto se le usurpa un poder que sólo a él le pertenece sobre ese territorio. Caben varias posibilidades: en primer lugar, el particular que trata de tomar la soberanía sobre todo o parte del territorio, constituyéndose en autoridad suprema sobre éste, tradicionalmente llamado usurpador. En segundo lugar, cabe que no un particular, sino una persona u órgano con poderes legislativos otorgados por el soberano, los traspase tratando de aprobar leyes que van más allá de dicha delegación. En ninguno de los dos casos existe en principio obligación en conciencia de obedecer tal ley. Si la promulga un usurpador que trata de constituirse en autoridad, nos hallamos ante el supuesto de la guerra civil, en el que la obligación de todos los súbditos consiste en reunirse bajo el soberano, resistiendo al usurpador por todos los medios. No existiendo posibilidad en el corto plazo de plantar resistencia armada o moverse al territorio controlado por el soberano, es lícito transigir con la autoridad ilegítima en todas aquellas órdenes que no estén directamente dirigidas contra el legítimo gobernante; pero a las que contra él se dirijan se las debe desobedecer aun con el máximo daño personal. Si nos hallamos ante una autoridad pública que supera sus poderes delegados, el daño al bien común en la obediencia a esta ley dependerá de la gravedad de la materia y la voluntad de esta autoridad sediciosa de ir hasta las últimas consecuencias en su desobediencia, como sean la rebelión y la guerra civil. Si no es una materia grave o el resultado previsible es que la cuestión se resuelva eventualmente entre la propia autoridad y el soberano, es lícito el obedecer la ley hasta que se restaure la plena autoridad soberana, pues el súbdito debe en principio tomar por buenas las órdenes de sus autoridades inmediatas, y esta es, mientras no degenere, una cuestión entre magistrados, respecto a la que no tiene obligación de posicionarse el ciudadano común.
LA LEY CONTRARIA A LOS FUNDAMENTOS DEL ORDEN POLÍTICO, O ANTICONSTITUCIONAL, O DESPÓTICA
En último lugar, debe analizarse el caso límite del Derecho político, y al que toda esta serie viene encaminada. Según todo lo visto, el soberano tiene autoridad definitiva en la ordenación perteneciente al bien común sobre todos los súbditos. Además, en un artículo anterior hemos rechazado la idea de leyes intangibles superiores al soberano. La norma no existe por sí misma, sino que es promulgada por alguien, con lo que siempre ha de haber, en una misma comunidad política, una sola autoridad última sobre todas las normas. Además, toda ley positiva está por naturaleza dirigida al bien común, del que el soberano es protector; no tiene ningún sentido poner una ley que resulte superior e intangible para ese soberano aun en el caso en que sea necesario cambiarla o suspenderla por el bien común. ¿Cómo puede entonces librarse la sociedad del abandono ante un poder despótico, capaz en todo momento de cambiar todas las leyes? Porque el soberano, aunque sea superior por naturaleza a todas las leyes positivas, está sometido necesariamente a la ley natural, pues su propio poder proviene de ésta, y la ley natural impone que en todo debe el soberano proveer al bien común. Ahora bien, hay leyes que constituyen el fundamento mismo del orden político de una comunidad, y estas leyes no pueden en principio modificarse sin perjuicio del bien común. Por tanto, no en virtud de la fuerza de tales leyes positivas en cuanto leyes positivas, sino en virtud de la ley natural que le prohíbe actuar contra el bien común, el soberano no puede violar tales leyes. Estas leyes son las que, más que una libre determinación del soberano, constituyen el modo de su actuación como presupuesto necesario para el ejercicio de sus poderes. No hay ningún acto de proclamación que pueda por sí mismo constituir tales normas como fundamentos del orden político, porque en toda promulgación la autoridad que promulga queda por encima de la norma promulgada (incluso si declara lo contrario), sino que éstas se constituyen como tales a través de su observancia efectiva por soberano y súbditos con conciencia de su vinculación en provecho del bien común; es decir, que no son fundamentales por ningún acto constituyente, sino porque se hacen verdaderamente tales de hecho a través de su observancia como fundamentales. Estas características las cumplen máximamente las leyes consuetudinarias, de tal modo que la más genuina Constitución es la tradicional y no escrita.
Nos encontramos, pues, que la sociedad, por un lado, necesita, por el bien común, que las leyes que a éste pertenecen sean determinadas de forma definitiva por una sola y única persona; pero, por el otro lado, que nada puede haber más contrario al bien común que el que una persona, por su libérrima voluntad, pueda abolir las leyes más antiguas, venerables, arraigadas y saludables sin alegar más motivo que el que así le ha placido. Y este dilema se soluciona constatando que el soberano sólo está sometido a la ley divina y natural, en la medida en que todas las leyes positivas provienen de su autoridad, pero esta misma ley natural le prescribe a su vez que no puede cambiar las leyes positivas en perjuicio del bien común. Así, el soberano, en términos absolutos, tiene poder para cambiar todas las leyes, pero en la medida en que la ley natural le ata al bien común, no puede cambiar, incluso si el nuevo contenido no es malo en abstracto, las leyes fundamentales de la sociedad, en cuanto cambios de tal magnitud no pueden jamás proveer al bien común en circunstancias normales.
Supuesto que el soberano actúe en violación de estas normas que constituyen el fundamento del orden político, caben varias consideraciones. En principio, debe desobedecerse. Sin embargo, por ser el soberano mismo el que lleva a cabo la violación, se plantean dificultades particulares. En primer lugar, debe enfrentarse la cuestión a través de los propios medios que provee el orden político. A través de la elevación de la cuestión a un tribunal supremo o cualquier otro medio previsto, habrá que resistir pacíficamente con los propios medios que da la legalidad, en su caso. Si no los hay o resultan inútiles, sólo quedan lo que tradicionalmente se han llamado límites orgánicos, que son las diversas autoridades infrasoberanas con discreción y medios para actuar en su ámbito propio, de acuerdo con el principio de subsidiariedad; estos cuerpos sociales autárquicos son lo que Juan Vázquez de Mella llamaba “soberanía social”. En la medida en que tengan medios de existencia y actividad propia y consciencia viva de sus derechos y libertades, tienen también capacidad de resistencia, que debe consistir, en primer lugar, en el castizo se obedece pero no se cumple, es decir, ignorar el mandato nulo por sí mismo; en casos extremos, en la rebelión abierta. Finalmente, queda la desobediencia en conciencia de los súbditos individuales como última instancia, medio necesario pero que difícilmente tendrá éxito desvinculado de tales cuerpos. Además, en las sociedades católicas, está la autoridad de la Iglesia y en última instancia del Romano Pontífice. Aunque puede actuar hasta por la deposición, en particular cuando la tiranía daña directamente el bien divino, este es un medio extremo al que en raras circunstancias acudirá. Antes bien, la Iglesia sobre todo actúa, en una sociedad católica, permeando las conciencias del soberano y los súbditos respecto de sus derechos y obligaciones más graves, y dando fuerza y manteniendo la autonomía de todo el cuerpo social; es decir, no como última instancia, sino reforzando cada una de las instancias naturales de control político mediante la creación en ésta de un espíritu cristiano.
Lo planteado no se trata de normas supremas ni constituciones intangibles, con los problemas que éstas presentan y que ya se han analizado, sino que estas leyes fundamentales no son ni absolutamente supremas ni intangibles, sino que tienen su fuerza por ley natural en virtud del bien común. La ley natural es suprema, e impone el bien común, y éste se realiza por el soberano a través de las leyes fundamentales como medios normalmente indisponibles y a través del resto de leyes positivas como medios normalmente disponibles. Esto nos lleva, finalmente, a la situación límite de la vida social, en la que esas mismas reglas, indisponibles en circunstancias normales, se excepcionan porque lo exige su misma razón de ser, el bien común.
LA DICTADURA
La dictadura es la situación excepcional en la que el pleno de los poderes de la soberanía se ejerce desatado de sus límites habituales, sin más límite que la ley natural, para salvar la sociedad. En su sentido clásico y propiamente hablando no se identifica ni con el poder político unipersonal (puede haber dictadura asamblearia), ni con el poder despótico, ni con la tiranía; lo que son usos típicos en la actualidad.
La legitimidad hipotética de la dictadura se muestra de forma manifiesta por la naturaleza misma de la ley positiva. Toda ley positiva es una disposición contingente en orden al bien común; no puede, por tanto, tener fuerza incondicional, sino que en toda ley positiva, tenga el rango que tenga, se encuentra la cláusula, explícita o implícita, de suspensión en caso de necesidad absoluta. El bien común es el objeto de la sociedad y la razón de ser de las leyes, de modo que, en la norma y en la excepción, es uno mismo el criterio que rige: la necesidad en pro del bien común que da fuerza a la ley fundamental aun contra la voluntad del soberano en situación de normalidad, y que da fuerza a la voluntad del soberano aun contra la ley fundamental en estado de excepción.
Ahora bien, como el soberano es el intérprete máximo del bien común y el encargado de disponer los medios necesarios para alcanzarlo, es manifiesto que en la situación excepcional en la que resulta necesario suspender la fuerza de las leyes para salvar la sociedad misma y el núcleo de su bien común, ha de ser él el encargado de tomar esa decisión radical. En esto mismo se muestra la soberanía, pues en todo otro momento su poder supremo se encuentra limitado de hecho, en cuanto la necesidad le vincula a una serie de modos de su ejercicio. No es un poder supremo en su ejercicio habitual, lo cual es absurdo e imposible y contrario a toda experiencia histórica, sino supremo virtualmente en la medida en que la función de mandar todo lo necesario en pro del bien común está potencialmente desvinculada de toda ley positiva en las más graves circunstancias de necesidad pública.
¿Cuáles pueden ser esas circunstancias? No pueden ser sino las amenazas inmediatas capaces no sólo de dañar, sino de destruir el bien común de la sociedad, que en última instancia se corresponde a la existencia de la sociedad misma, pues el bien y el ser son intercambiables. Cualquier sociedad bien constituida debe poder enfrentar dentro de su orden propio las amenazas a los diversos elementos que, coordinados, configuran ese orden. Pero cuando lo que está en peligro no son diversos componentes del organismo social, sino ese orden en sí mismo en su totalidad, se vuelve urgente y aun obligada moralmente la destrucción de la amenaza por los medios más rápidos, eficaces y expeditivos posibles, que por necesidad irán más allá de los poderes normales de la autoridad pública. No pueden bastar los poderes ordinarios, porque no se tratan de los peligros ordinarios, para los que esos poderes se han hecho. Aún más: lo verdaderamente preocupante sería que basten los poderes ordinarios para hacer frente a tales amenazas extraordinarias, pues eso supondría que éstos están expandidos mucho más allá de su necesidad natural. Y resulta manifiesto que tampoco pueden la sociedad ni el soberano conformarse con la destrucción, pues todo ser tiende por derecho natural a su propia subsistencia, y nada sería más absurdo que sacrificar la vida misma con tal de no dejar de lado los medios habituales de esa vida, pues éstos existen para aquella.
Y si las “circunstancias extraordinarias” son aquellas capaces de destruir la sociedad misma, ¿qué es lo que supondría eso, en concreto? Son las amenazas inmediatas dirigidas con fuerza letal contra los elementos esenciales que componen la Constitución del pueblo. No las constituciones de las asambleas, que vienen y van, y son papel mojado la mayoría de las veces, sino la Constitución interna, el modo de ser histórico y político de un pueblo que constituye su vida común, esté o no reflejado en un documento formal. Desde el punto de vista de las causas aristotélicas estos componentes esenciales son, para empezar, la integridad étnica y territorial, la causa material, que es la concreta familia de familias que vive en común dominando una porción de la Tierra a lo largo de la historia como comunidad de estirpes. Como causa formal, las instituciones y leyes fundamentales que constituyen el presupuesto necesario de esa vida en común en sociedad humana, es decir, las reglas por las que esa materia se organiza en vida social. Como causa final, el orden sagrado a través del que esa vida común logra una proyección trascendente hacia el fin último de la vida humana; la religión común, natural en todas las sociedades, y cuyo papel sólo la verdadera religión puede cumplir adecuadamente. Por último, se puede entender la soberanía misma como causa eficiente que causa la existencia de toda la sustancia del cuerpo social, manteniéndolo unido a través de la fuerza necesaria para la posesión del espacio.
El estado de excepción de la dictadura, por tanto, se encuentra dentro de la naturaleza misma del deber político, que se encuadra a su vez dentro de todas las obligaciones de la ley natural. La ley natural sigue plenamente vigente y es, en esa medida, un límite que no puede ser traspasado, pero uno de los bienes más fundamentales de la ley natural humana, el bien común de la sociedad, se alcanza en ese momento por medios distintos a los habituales. Los derechos e intereses legítimos del orden privado, cuya preservación es parte del bien común, quedan totalmente supeditados a la necesidad política inmediata, pues la sociedad misma está en peligro, el contexto en el que esos derechos se dan y se protegen. Asimismo, las reglas del proceder público que articulan el ejercicio de la autoridad de tal modo que se asegura la estabilidad de la existencia quedan suspendidas, pues en ese momento está en peligro la misma vida social para cuya preservación existen esos modos tradicionales de procedimiento.
Por último, resulta evidente por su propia naturaleza que el soberano es la autoridad última encargada de interpretar por sí misma la existencia de esa situación y ejecutar todas las medidas necesarias para salir de ella. El soberano es el encargado último del bien común; en circunstancias normales, a través de medios normales, y en circunstancias extraordinarias, a través de medios extraordinarios. Lo cual nos lleva, finalmente, a una última consideración, alrededor de la posibilidad de que la autoridad suprema no sepa reconocer esa necesidad en el momento de crisis, o no se atreva a afrontarla. En una situación de necesidad absoluta, el soberano inactivo o impotente se hace indigno por el hecho mismo de no actuar; de modo que esa vacancia en su puesto se ve suplida legítimamente por el hecho mismo de que alguien la ocupe. Por el hecho mismo de que el soberano es el encargado del bien común, el encargado del bien común es el soberano, es decir, que cuando la subsistencia misma del todo social está en peligro, el hecho mismo de responder efectivamente a la necesidad da la legitimidad para ser quien lo haga, al menos mientras esa necesidad dure.
Cada cual juzgue si nos encontramos en tal situación.
CONCLUSIONES
Toda la serie de artículos que con este acaba ha mostrado, a mi entender, hasta qué punto la legitimidad política es una realidad imposible de capturar en esquemas racionalistas. Se me podrá acusar de que los ejes alrededor de los cuales todas estas ideas giran son una serie de conceptos indeterminados (“subjetivos”, dirán algunos) eternamente discutidos. Lo cual es absolutamente cierto. La vida humana, y con ello la vida social, la ley y el Derecho, no pueden capturarse en esquemas que hagan innecesaria, en última instancia, una decisión, y es por ello que la política es un arte que requiere su propia prudencia. En la moral, como en la política y el Derecho, hay un salto insalvable entre las categorías abstractas y la realidad concreta que no puede superarse sino con un salto atrevido en el que no cabe la seguridad absoluta. Es por ello que el arte de construir la sociedad no puede ser solucionado por las ideologías, sino que requiere de tipos humanos con las cualidades necesarias para dar ese salto con decisión y acertadamente. No podemos sino aspirar a que esa decisión la tome la estirpe de los mejores, que la eterna corrupción del hombre se vea corregida por la poda constante de las ramas podridas del país, y que, por último y sobre todo, sea el máximo criterio a la hora de iluminar esa decisión la verdad segura de la religión, que moldea los corazones.
Muy bien explicado, David!