«Nacionalismo» es un término que me desagrada usar, tanto para reivindicarlo como para denunciarlo. Como muchas de las ideas alrededor de las cuales gira el pensamiento político presente, la más notoria de las cuales es el «racismo» (al que se le dedicará un artículo propio), el nacionalismo no es otra cosa sino un cajón de sastre en el que se introducen de forma indiscriminada una serie diversa de fenómenos distintos y aun opuestos. Una vez introducidas bajo el paraguas del «nacionalismo» todas estas realidaes heterogéneas, se pasa a denunciar todas bajo la excusa de una sola de ellas. Posteriormente, se pasa a condenar moralmente a todos los que abriguen cualquier especie de «nacionalismo» como si sostuvieran otra especie distinta, la que más profundamente se rechaza. En última instancia, se introduce esta mentalidad en los propios adversarios, que se distancian del término y pasan a autoproclamarse sus primeros enemigos, rechazando en el acto mismo no sólo los fenómenos verdaderamente cuestionables que bajo esa expresión se abarcan, sino también, en parte, aquellos que tradicionalmente habían formado parte de su ideario. Todo ello causado por la imprecisión terminológica dolosa o culposa, que es una de las grandes armas ideológicas de nuestro tiempo y de cualquier otro.
Por ello escribo este artículo para distinguir los sentidos del nacionalismo, que pueden dividirse en cinco, según mi parecer.
En primer lugar, está el nacionalismo entendido como chovinismo. Sería, propiamente definido, la elevación del bien de la nación (entendida en sentido étnico, cultural o político) a la consideración de bien supremo en términos absolutos, de tal manera que todo queda directa y absolutamente supeditado al bien de la nación, y todos los actos quedan justificados en la medida en que se dirijan al bien de la nación. Esto estaría correlacionado con un odio profundo al resto de países, tanto más cuanto mayor amenaza constituyan respecto al propio, y una ceguera por la que se sobrevalora al propio país hasta el ridículo. Aunque haya pocos que lo hayan adoptado abiertamente en estos estrictos términos, no faltan ejemplos de esta clase de nacionalismo, en los políticos y militares que han justificado crímenes infames apelando a la razón de Estado (que, en el Estado nación, es equivalente a razón nacional).
En segundo lugar, está el nacionalismo en su sentido clásico, que es el principio de nacionalidades. Este principio se resume en que a cada nación, entendida en sentido etnocultural (aunque, según ha ido pasando el tiempo, cada vez se deja más de lado lo étnico para subrayar en exclusiva lo cultural), por derecho natural le corresponde tener un Estado soberano propio. Esto se justifica, a su vez, en el principio de soberanía nacional, en cuanto se entiende que la soberanía procede de la nación, de modo que no puede legítimamente haber sino una autoridad soberana, y por tanto, un Estado, en cada nación. Esta especie de nacionalismo tiene dos reflejos: por un lado, el Estado nación que entiende que, en la medida en que hay territorios cuya población comparten comunidad etnocultural con sus habitantes, tiene derecho y aun obligación de incorporarlos a su territorio. Por otro lado, la comunidad etnocultural dentro de un Estado que entiende que, en la medida que se diferencia de la comunidad etnocultural del resto del territorio del Estado, aquel no tiene legítima soberanía sobre su territorio, sino que tiene pleno derecho y aun obligación a secesionarse y constituirse en Estado propio. Ejemplo de esto último son lo que en España llamamos los nacionalismos periféricos, que tratan de separar del solar común hispano a los territorios vascos y catalanes, en base principalmente a la diferencia lingüística.
La tercera clase de nacionalismo sería la defensa de que cada nación tenga un Estado —de la misma manera que la clase anterior—, pero no por necesidad absoluta, como una prescripción del derecho natural en virtud de la emanación de la soberanía desde la nación, sino por considerarlo lo más conveniente para el buen ordenamiento de las sociedades. Aunque pueda tener semejantes resultados prácticos, tiene diferencias esenciales respecto al anterior, en la medida en que toda su comprensión del origen de la legitimidad y la sociedad política es radicalmente distinta. El primero entiende que las naciones deben constituirse cada una por su lado como Estados en cuanto la fuente de la legitimidad política es la pura y simple voluntad nacional. El segundo entiende que el origen de la legitimidad es el bien común, la paz y el orden de las sociedades, y que sólo en la medida en que para ello es más conveniente una separación de las estructuras políticas soberanas por naciones ésto es lo justo y necesario.
La cuarta clase de nacionalismo sería la defensa de la constitución de un Estado propio para una nación concreta, pero ni en virtud del principio de nacionalidades, ni por estar de acuerdo necesariamente con que esta sea la óptima regla general para la ordenación internacional. Ejemplos de ello podrían ser el nacionalismo polaco y el nacionalismo irlandés: éstos han recibido en general fuerte apoyo entre los tradicionalistas, pese a que el tradicionalismo no defienda el Estado nación como regla general y necesaria. Sin embargo, en la medida en que en sus circunstancias concretas las diversas sociedades políticas que dominan a ese grupo de nacionales son tiránicas, y se entiende que esta nación histórica y etnocultural tiene buenos principios en virtud de los cuales podría constituir una sociedad política propia mejor ordenada, se aspira a su independencia e incluso se considera legítima su rebelión. Se diferencia de la segunda clase de nacionalismo, por tanto, en que no considera a la nación fuente inmediata de la legitimidad política; y se diferencia de la segunda en cuanto, aunque concuerdan en que la base de la legitimidad política es el bien común, no considera que para el bien común lo más apropiado en general sea la constitución de todas las naciones en Estados propios, sino sólo en algunos casos, mientras que en otros otra ordenación puede ser la óptima. No hay ninguna contradicción, por tanto, en ser nacionalista respecto a determinado país mientras se sostiene la bondad de un imperio en otra zona de diferentes características.
Por último, puede considerarse también una especie de nacionalismo, en aquellos países en los que los límites de la sociedad política corresponden a los de la nación (o, aunque no correspondan exactamente, la sociedad política está constituida como la propia de esos nacionales), la consideración del bien nacional no como el máximo bien en términos absolutos (la primera especie de nacionalismo), sino como el máximo bien temporal o político. Se entiende, por tanto, que toda el arte política está dirigido al bien nacional y éste es su objeto propio, estando todos los súbditos hacia éste obligados, pero no se considera por ello que sea el criterio fundamental para determinar el bien y el mal, porque se reconoce que ese bien nacional sigue estando sometido a la ley divina.
Consideradas estas cinco especies de nacionalismo, por tanto, se puede llegar a las siguientes conclusiones:
Para empezar, la primera especie de nacionalismo es profundamente corrupta, sacrílega y blasfema. Destruye los fundamentos de la moral, deprava al hombre y lo hace culpable a los ojos divinos, y aun en lo meramente temporal lleva inevitablemente a catástrofes que ya se han visto. Por lo que respecta a la segunda especie, ésta es un error y un horror. Un error político y filosófico, que pone unos fundamentos falsos a todo el orden político (las razones de lo cual las hemos visto aquí), y que además lleva, en última instancia, a la guerra universal: de unas naciones contra otras para anexionar el territorio de otras que toman por suyo, y la guerra civil por parte de las minorías que aspiran a constituir un Estado propio. La tercera clase es una opinión legítima, y para la que no faltarán razones a favor. Sin embargo, aunque pueda haber buenas razones para que las naciones vivan separadamente, las mismas discordias por las que esto ha venido a parecer necesario son causa no del imperialismo que las agrupaba innecesariamente, sino precisamente del nacionalismo que vino a levantar esas pasiones y que, al levantar la sociedad política sobre el solo principio etnocultural, vuelve imposible la pacífica coexistencia. Frente a esto, los imperios a menudo se han mostrado como los garantes de la paz entre naciones, manteniendo la diversidad de cada una. Parece, por tanto, que incurre en una generalización excesiva. Por lo que respecta a la cuarta especie de nacionalismo, parece que este dependerá del caso concreto, por el mismo hecho de ser específico. Ciertamente hay naciones que tienen una larga tradición de política nacional, como pueda ser Francia, frente a la tradición imperial centroeuropea. También es normal tomar como solución más razonable la constitución en Estados propios para aquellas minorías oprimidas, como pudieran ser en su momento los católicos irlandeses y polacos frente a sus diversos soberanos. El reconocimiento de la tradición política imperial no debería hacer al tradicionalismo ciego a la existencia de esas importantes tradiciones políticas nacionales, no menos genuinas que aquella. El mismo Dios, cuando creó directamente una sociedad política, no quiso formar un Imperio sino un pueblo, la nación de Israel (que eventualmente perdería su primogenitura frente a la Iglesia, pero eso es otro asunto). Por último, la última especie de nacionalismo no es sólo legítimo, es obligado. Allí donde la tradición política, o la actual situación política sin que haya ninguna otra opción razonable, es nacional, el bien común es el bien nacional. Y el bien común es el bien supremo en lo temporal, hasta tal punto que nuestro bien eterno depende de que, a lo menos, respetemos según nuestro estado y posición aquel bien común, tal y como le corresponde a cualquier súbdito respecto a su sociedad. Esta última especie no puedo, pues, sino reivindicarla, y en esa medida, y sólo en esa medida, puedo afirmar sin tapujos que soy un nacionalista español.