En ocasión de la Semana Santa, y dado que no he encontrado traducciones al español exentas de errores, me ha parecido oportuno publicar en este blog una traducción propia (más bien, una versión corregida de las principales traducciones al castellano) de un fragmento de Las Veladas de San Petersburgo (tercera velada), de Joseph de Maistre, alrededor de la situación moral del hombre frente a la justicia divina.
EL CONDE: Yo no entiendo muy bien lo que es la suerte; pero os confieso que, en cuanto a mí, veo cierta cosa todavía más disparatada que lo que a vos os parece el exceso de la sinrazón: es la inconcebible locura que se atreve a fundar argumentos contra la Providencia sobre las desgracias de la inocencia que no existe. ¿Dónde está, pues, la inocencia? ¿Dónde el justo? ¿Se halla alrededor de esta mesa? ¡Ah, gran Dios! ¿Quién pudiera creer un delirio tal, si no lo viéramos a cada momento? Muchas veces pienso en aquel párrafo de la Biblia que dice: Visitaré Jerusalén con lámparas1; tengamos nosotros mismos valor para visitar nuestros corazones con lámparas, y no nos atreveremos más a pronunciar sino con vergüenza las palabras de virtud, de justicia y de inocencia. Comencemos examinando el mal que hay dentro de nosotros mismos, y palidezcamos al fijar la mirada audaz en el fondo de este abismo; porque es imposible conocer el número de nuestras transgresiones, y no lo es menos el saber hasta qué punto tal o cual acto culpable ha dañado el orden general y contrariado el plan del Legislador eterno. Pensemos en seguida en esa espantosa comunicación de crímenes que existe entre los hombres, complicidad, consejo, ejemplo, aprobación, palabras terribles que sin cesar deberíamos meditar. ¿Qué hombre sensato podrá pensar sin estremecerse en la acción desordenada que ha ejercido para con sus semejantes, y en los resultados posibles de esa funesta influencia? Rara vez se hace culpable el hombre solo; rara vez un crimen deja de producir otro. ¿Dónde están, pues, los límites de la responsabilidad? De ahí ese rasgo luminoso que brilla entre otros mil en el libro de los Salmos: “¿Cuál es el hombre que puede conocer toda la existencia de sus prevaricaciones? ¡Oh, Dios, purificadme de las que ignoro, y perdonadme también las demás!”2.
Después de haber meditado así sobre nuestros crímenes, se nos presenta otro examen todavía más triste tal vez, y es el de nuestras virtudes. ¡Qué espantosa pesquisa sería la que tuviese por objeto el corto número, la falsedad y la inconstancia de las virtudes! Sería preciso, ante todo, sondear las bases. ¡Ay de mí! Están más determinadas por los prejuicios que por las consideraciones del orden general fundado en la voluntad divina. Una acción nos repugna mucho menos porque es mala que porque es vergonzosa. Que riñan dos hombres del pueblo, armados cada uno con un cuchillo: son dos canallas; haced más largas las armas y unid al crimen una idea de nobleza y de orgullo, y ya será la acción de un hidalgo; y vencido el soberano por los prejuicios, no podrá menos que honrar él mismo el crimen cometido contra él mismo; es decir, la rebeldía añadida al homicidio. La esposa criminal habla tranquilamente de la infamia de una desgraciada a quien la miseria arrastró a una debilidad ostensible; desde lo alto de un balcón dorado, el diestro dilapidador del tesoro público ve subir a la horca al infeliz sirviente que ha robado a su amo un escudo. Hay unas palabras profundas en un libro de puro entretenimiento; lo leí hace cuarenta años justos, y la impresión que entonces me hizo no se ha borrado. Es un cuento moral de Marmontel: «Un aldeano, cuya hija fue deshonrada por un gran señor, dijo a este brillante corruptor: “Muy dichoso sois, señor, por no amar al oro tanto como a las mujeres; hubierais sido un buen cartujo”». ¿Qué es lo que comúnmente hacemos durante toda nuestra vida? Lo que nos da la gana. Si nos dignamos a abstenernos de robar y de matar, es porque no tenemos ningún deso de hacerlo, porque no se hace.
Sed si / Candida vicini subridet molle puella / Cor tibi rite salit?…
(Perseo, Sátira III, 110-111: “Mas si la blanca hija del vecino te lanza una sonrisa voluptuosa, ¿seguirá tu corazón latiendo sabiamente?”)
No tememos al crimen, sino a la deshonra; y con tal de que la opinión aleje la vergüenza, o incluso la sustituya con gloria, de la que es dueña, cometemos el crimen osadamente. Y, dispuesto así el hombre, se llama sin escrúpulo justo o, al menos, buena persona; ¿y quién sabe si aun da gracias a Dios por no ser como uno de aquellos otros? Es este un delirio sobre el que la más pequeña reflexión debe avergonzarnos. Sin duda los romanos tuvieron suma sabiduría al denominar de igual manera a la fuerza y a la virtud. No hay, en efecto, virtud ninguna propiamente dicha sin la victoria sobre nosotros mismos, y lo que nada nos cuesta nada vale. Separemos de nuestras miserables virtudes lo que debemos al temperamento, al honor, a la opinión, al orgullo, a la importancia y aun a las circunstancias; ¿qué nos quedará? ¡Ah!, bien poca cosa. No tengo reparo en confesároslo; siempre que medito sobre esta espantosa materia, tengo deseos de arrojarme al suelo como un culpable que pide gracia, no aceptando de antemano todos los males que pudieran caer sobre mi cabeza más que como una ligera compensación de la inmensa deuda que he contraído para con la Justicia eterna. No obstante, no podríais tener una idea de las muchas gentes que en mi vida me han dicho que era un hombre muy honesto.
EL CABALLERO: Os aseguro que pienso lo mismo que esas personas; vedme aquí dispuesto a prestaros dinero sin necesidad de testigos ni recibo, sin pensar siquiera en si no tendréis gana de devolvérmelo. Pero decidme, os lo ruego, ¿no lastimáis, sin advertirlo, vuestra propia causa al enseñarnos aquel ladrón público que ve desde un balcón dorado los preparativos de un suplicio que debía servir más bien para él que para la desgraciada víctima que va a perecer? ¿No llegaréis así, sin daros cuenta, al triunfo del vicio y a las desgracias de la inocencia?
EL CONDE: No, en verdad, mi querido caballero, no me contradigo a mí mismo; vos sois, con vuestro permiso, quien está distraído al hablarnos de las desgracias de la inocencia. Era preciso no hablar más que del triunfo del vicio; porque el criado a quien se ahorca por haber robado un escudo a su amo no es enteramente inocente. Si la ley del país prescribe la pena de muerte para todo robo doméstico, todo criado sabe que si roba a su amo se expone a morir. Que otros crímenes de mucha más considerración no sean conocidos ni castigados es otra cuestión; pero, tocante a él, no tiene derecho a quejarse. Es culpable según la ley; ha sido juzgado según la ley; ha muerto según la ley: ningún agravio se le hace. Y en cuanto al ladrón público de quien hablábamos ahora mismo, no habéis comprendido bien mi idea. No he dicho yo que fuese dichoso, ni he dicho que sus malversaciones no han de ser nunca conocidas ni castigadas; he dicho tan sólo que el culpable ha tenido la habilidad hasta ese momento de ocultar sus crímenes, y que pasa por lo que llaman un hombre de bien. No lo es, sin embargo, ni con mucho, para el ojo que todo lo ve. Si la gota o la piedra o algún otro de los castigos de la justicia humana viene, pues, a hacerle pagar el balcón dorado, ¿veis en eso alguna injusticia? Ahora bien, la suposición que hago en este momento se realiza a cada instante en todos los puntos del globo. Si hay para nosotros verdaderas certezas, son que el hombre no tiene medio alguno para juzgar los corazones; que la conciencia que nosotros juzgamos más limpia puede estar atrozmente manchada a los ojos de Dios; que no hay hombre inocente en este mundo; que todo mal es un castigo, y que el Juez que nos condena es infinitamente justo y bueno: basta esto, me parece, para que aprendamos al menos a callarnos.
Pero permitidme que antes de concluir os comunique una reflexión que me ha llamado la atención extremadamente; acaso no hará impresión en vosotros: no hay hombre justo en la Tierra3. Quien pronunció estas palabras se hizo él mismo una prueba grande y triste de las sosprendentes contradicciones del hombre; pero a este justo ideal convengo en materializarlo un momento en la imaginación, y lo colmo de todos los males posibles. Os pregunto: ¿quién tiene derecho a quejarse en esta suposición? Pareciera que es el justo, el justo sufriente. Pero esto es precisamente lo que no sucederá jamás. No puedo menos que pensar en este momento en esa joven que se ha hecho célebre en esta gran ciudad entre las personas bienhechoras que miran como un deber sagrado el buscar la desgracia para remediarla. Tiene dieciocho años; hace cinco que padece un horrible cáncer que le roe la cabeza. Ya han desaparecido los ojos y la nariz, y el mal avanza en sus carnes virginales como un incendio que devora un palacio. Presa de los padecimientos más agudos, una piedad tierna y casi celestial la desprende enteramente de la Tierra, y parece que la hace indiferente al dolor. No dice como el orgulloso estoico: “¡Oh, dolor, por más que hagas, jamás me haras convenir en que seas un mal!”. Hace mejor, pues no dice nada. Nunca han salido de su boca más que palabras de amor, de sumisión y reconocimiento. La inalterable resignación de esta joven ha llegado a ser como una especie de espectáculo; y así como en los primeros siglos del cristianismo iban al circo por pura curiosidad a ver a Blandina, Ágata y Perpetua entregadas a los leones o a los toros bravos, y más de un espectador se retiró sorprendido de haberse vuelto cristiano; del mismo modo los curiosos van también en vuestra bulliciosa ciudad a contemplar la joven mártir entregada al cáncer. Como ha perdido la vista, pueden acercarse a ella sin incomodarla, y muchos han vuelto con mejores pensamientos. Cierto día que le prodigaban una compasión particular por sus largos y crueles insomnios: “No soy —dijo— tan desgraciada como creéis; Dios me concede la gracia de no pensar más que en Él”. Y cuando un hombre de bien que vos conocéis, señor senador, le preguntó cierto día: “¿Cuál es la primera gracia que pediréis a Dios, mi querida niña, cuando os halléis en su presencia?”, respondió con una sencillez evangélica: “Le pediré para mis bienhechores la gracia de que le amen tanto como yo le amo”.
Ciertamente, señores, si la inocencia existe en alguna parte de este mundo, se halla, sin duda, en ese lecho de dolor, cerca del que el giro de la conversación acaba de llevarnos un instante. Y si se le pudieran dirigir a la Providencia quejas razonables, saldrían justamente de la boca de esa víctima pura, que no sabe, sin embargo, más que bendecir y amar. Mas lo que vemos aquí siempre se ha visto y se verá hasta el fin de los siglos. Cuanto más se aproxime el hombre a ese estado de justicia cuya perfección no pertenece a nuestra débil naturaleza, tanto más amable y resignado le hallaréis, hasta en las situaciones más crueles de la vida. ¡Cosa extraña! Es el crimen quien se queja de los padecimientos de la virtud. ¡Siempre es el culpable, y a menudo el culpable tan dichoso como quiere serlo, sumergido en las delicias y rebosando en los bienes que estima, quien se atreve a contender con la Providencia cuando ella juzga conveniente rehusar estos mismos bienes a la virtud! ¿Quién ha dado a esos temerarios derecho a tomar la palabra en nombre de la virtud, que los desmiente con horror, y a interrumpir con insolentes blasfemias las súplicas, las ofrendas y los sacrificios voluntarios del amor?
Scrutabor Ierusalem in lucernis. (Soph. 1, 12).
Delicta quis intelligit? Ab occultis meis munda me et ab alienis parce servo tuo (Salmo XVIII, 14).
Non est homo iustus in terra, qui faciat bonum et non peccet (Eccl. VII, 21). Anteriormente se dijo: Quis est homo, ut inmaculatus sit, et ut iustus appareat de muliere? Ecce inter santos nemo inmutabilis (Job XV, 14-15).