Aviso: Una parte de lo que en este artículo se dice, ahora no lo formularía en los mismos términos. Este texto debe entenderse ante todo como una refutación política del positivismo kelseniano a partir de sus propios presupuestos.
Entre los principios ideológicos del sistema actual, pocos gozan de tal renombre como el «Estado de Derecho», que, con no saber nadie exactamente qué es, no por eso deja de apelarse a él constantemente por politicuchos, ideólogos y periodistas. ¿Pero en qué consiste eso del Estado de Derecho?
La idea parte de la oposición entre el rule of men, que sería de por sí inseguro, arbitrario y siempre abierto al abuso, y el rule of law, seguro, estable, claro y público, y en esa medida inmune a los abusos del rule of men. Entonces, siendo tan superior la ley a cualquier hombre o grupo de ellos como principio de gobierno, la solución a la tiranía se halla en el poner como autoridad definitiva del sistema no a una persona (física o jurídica), el soberano, sino una ley, la norma suprema o Constitución. Fundando el Estado sobre una norma suprema, que regule tanto la forma de la producción de nuevas normas y su aplicación como los límites de su contenido posible, la arbitrariedad quedará excluida con tal de que esa norma esté lo suficientemente bien diseñada. Así puesta, puede sonar bien la teoría.
Ahora bien, a la oposición aguda entre rule of men y rule of law se le puede objetar, en primer lugar, que las leyes son creadas, aplicadas e interpretadas por hombres, con lo que en última instancia el rule of law se resuelve en el inescapable rule of men. Esto con más razón se aplica a la Constitución, que en sus artículos más trascendentales no consiste sino en una enumeración de conceptos jurídicos indeterminados («justicia», «libertad», «orden público») cuya interpretación aséptica y objetiva por un tribunal «neutral» es una imposibilidad fantasiosa, con lo que la Constitución de hecho se forma no por quienes escriben su texto, sino por la actividad conjunta de los tribunales y el legislador, que a su vez es producto de los medios, la academia, los pactos políticos, la necesidad, las circunstancias de hecho y los mil y un intereses y pasiones que rigen los destinos de la sociedad. Cuando se discutía si el artículo 15 de la Magna Carta debía decir «todos» o «todas las personas», confiando los conservadores en que la primera formulación frenaría una futura legalización del aborto, Gregorio Peces-Barba, padre de la Constitución, expuso la cuestión en toda su crudeza:
«Desengáñense sus señorías: todos saben que el problema del Derecho es el problema que está detrás del poder político y de la interpretación. Y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría proabortista, “todos” permite una ley del aborto, y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, “la persona” impide una ley del aborto».
Pero no es sólo que todo el contenido de la «norma suprema», sobre la que pretende fundarse el Estado, sea realmente concretado por las personas que conforman sus órganos: es que la misma idea de norma suprema es en sí misma absurda. Puede haber una norma que sea la superior entre todas, sí, pero una norma nunca puede ser absolutamente suprema: toda norma es un enunciado promulgado por una autoridad que le da fuerza de ley; sin esa voluntad que la promulga, la norma no es más que un principio de conducta, más o menos razonable en sí mismo, pero sin fuerza vinculante. Es decir, que toda ley es inferior a la voluntad que la promulga, en la medida en que es letra muerta sin una comunidad política que la apruebe, aplique y defienda.
Con lo que, necesitando siempre de un principio superior, nunca puede ser el principio supremo, ni de la comunidad política ni de nada: la Constitución no funda el Estado, sino que sólo porque existe y opera un Estado anterior que la aprueba puede jamás llegar a haber Constitución. Cualquier asamblea «constituyente» necesita, antes de existir, un territorio definido sobre el que vaya a aplicar las normas que aspira a aprobar, y los medios para, en ese territorio, hacerlas conocidas y defendidas; así como un censo para que haya elecciones a ese Parlamento, y, en su caso, se ratifique la Constitución por referéndum. Con lo que, para que la Constitución constituya la sociedad, ¡ésta tiene que estar ya constituida!
Y todo ese infinitamente complejo entramado de instituciones, principios, reglas y poderes en última instancia respaldado por las fuerzas armadas al que llamamos Estado es lo que, a día de hoy, mantiene unida la comunidad política en la obediencia a unas mismas leyes, y, por tanto, está en las circunstancias de aprobar cualquier norma, «suprema» o no. Dicho de otra manera: el Estado precede lógicamente al Derecho y lo funda, de modo que nada hay más ingenuo que pretender que el Derecho limite al Estado.
No siendo, por tanto, las normas del Estado un límite para su actuación, el Estado de Derecho se revela como lo que es: una expresión meramente propagandística para justificar al Estado y defenderlo de críticas. Tras el velo del Estado de Derecho nos encontramos al Derecho del Estado: el derecho del Estado a cometer una infinidad de tropelías y mantener tranquila a la población porque «vivimos en un Estado de Derecho». Como reconocía Hans Kelsen, el gran gurú constitucional de los últimos cien años, «Estado de Derecho» entendido como regulación del Estado a través de normas, no deja de ser un pleonasmo, siguiéndose que «todo Estado es un Estado de Derecho» en cuanto no puede hacer menos que cumplir sus propias normas. «Estado de Derecho», concluye, no se refiere a la mera sumisión de las autoridades a la ley, sino a una especie concreta de Estado, la democracia liberal1.
Finalmente, destruida la pretensión del Estado que se autolimita por su Derecho, ¿nos queda sólo la abierta tiranía? ¿El Derecho no es, a fin de cuentas, sino la fuerza sistemática exitosa? Si ese fuera el caso, habríamos destapado la cruda realidad, pero es un triste consuelo el pasar de una tiranía encubierta a la tiranía franca y declarada. Pues no: la refutación de la ley positiva como freno efectivo al poder por sí sola no nos lleva al hobbesianismo declarado, sino a constatar que lo único que puede constituir un límite y fundamento real del poder político es la ley natural. O es la pura fuerza sin más título que su victoria, o deriva su poder y derecho de una ley más alta, que, siguiendo el principio expuesto más arriba, nos remite, a su vez, a un legislador supremo del que la misma ley natural emana.
Hans Kelsen, Teoría Pura del Derecho, último capítulo, punto c: «La así llamada autoobligación del Estado: el Estado de Derecho».
Me ha gustado porque no presentas el derecho como algo abstracto y a los juristas como sus gurús, sino que te has atrevido a buscar una definición
Buen artículo.