En los últimos tiempos, algunos tradicionalistas españoles han defendido que el concepto de «soberanía» debe ser rechazado, y junto con este concepto el término mismo. Ciertamente que este rechazo es una cosa relativamente novedosa, como señalaba José Miguel Gambra en un artículo de hace unos meses, donde hace una relación de distintos autores carlistas del siglo XIX que usan con libertad tal palabra (sin perjuicio de las críticas a Bodino de varios autores clásicos, particularmente del siglo XVII). Que este rechazo sea novedoso no significa necesariamente que sea erróneo, por supuesto, pues también en el tradicionalismo hay desarrollo y depuración conceptual y terminológica. En cualquier caso, a Gambra sí que le parece erróneo, ya que atribuye esta idea a «unos juristas de inclinación tradicional que recientemente parecen haberse propuesto “elevar la cota doctrinal” del carlismo, creando, entre otras cosas, un idiolecto ortodoxo de la tradición, conforme al cual cierto número de palabras sólo deben usarse unívocamente».
Sobre el origen de este rechazo no hay mucho que pueda decir. Hasta dónde sé, el primero en articularlo claramente entre los tradicionalistas españoles sería Elías de Tejada, muchas de cuyas aportaciones han influido profundamente al carlismo y —quizás tomadas con una univocidad que el autor original rechazaría— forman ahora parte del «idiolecto» que Gambra menciona. Sobre las fuentes que pueda haber tenido Tejada sólo puedo especular, pero imagino que los estudios históricos de Carl Schmitt y el sentido decididamente anti-tradicional que le dio al concepto de soberanía algo tendrán que ver. En cualquier caso, no es una tesis distintiva del tradicionalismo español, pudiendo señalarse, por ejemplo, que Maritain ya rechazó esta noción en 1950 en su artículo «The concept of sovereignty». La interpretación de la obra de Bodino como un punto de inflexión contra la cosmovisión tradicional medieval ha venido a ser en los últimos cien años un lugar común de la academia.
Sin embargo, este artículo no aspira principalmente a tomar parte en este debate conceptual, sino a responder a una cuestión abierta que señalaba Gambra en el susodicho artículo: «La palabra soberanía no existe en latín, pero sí en castellano, aunque ignoro desde cuándo». Respondiendo a esta pregunta, cabe también hacer algunas aportaciones a la cuestión conceptual. ¿Desde cuándo se usa el término soberanía en la lengua castellana? Gambra señala al diccionario de Sejournat de 1759, pero es sencillo encontrar usos anteriores, como sea el de los Decretos de Nueva Planta: «considerando también que uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición, y derogación de las leyes, las cuales, con la variedad de los tiempos y mudanzas de costumbres podría yo alterar…». Cierto que ahí se nota una profunda influencia francesa, pero es un caso digno de señalarse como parte del derecho público español. Vayamos más atrás. ¿Cuál es el primer uso que haya habido? No me atrevo a hacer una afirmación categórica y este artículo no pretende ser definitivo ni exhaustivo. Sin embargo, sí puedo decir que el uso más antiguo que he encontrado en castellano de la voz «soberanía» está en los documentos de Juan II de Castilla, en el siglo XV, y de la voz «soberano» en los documentos de Enrique III de Castilla, en el siglo XIV.
Si atendemos a la colección diplomática de Enrique IV —que, por el motivo que sea, contiene también documentación de Juan II— tal y como se encuentra en el segundo tomo de sus memorias publicado en 1913, encontramos que se usa en múltiples ocasiones la expresión «soberano», y en algunas otras «soberanía». En particular, «soberano» se usa en casi la totalidad de los casos dentro de la expresión «soberano Señor», como en este fragmento de una carta de Juan II a la mujer de Don Álvaro de Luna, conminándoles a rendir la fortaleza de Escalona:
«Por ende vos mando por la naturaleza é fidelidad é subjeción é vasallage que me debedes como mis vasallos é súbditos é naturales, é sois astrictos é obligados como á vuestro Rey é soberano Señor natural por toda ley é derecho especialmente por las leyes de mis regnos que en esto fablan».
Como ese se encuentran varias decenas de ejemplos en esta colección diplomática. ¿Qué se quiere significar en este contexto por soberano? Naturalmente, no encontremos aquí ninguna definición al estilo de la filosofía política, pero podemos hacernos una idea aproximada de lo que con esto se quiere transmitir, si se tiene en cuenta que se usa en los contextos en los que se pretende subrayar la autoridad real. A esto se añade el hecho de la propia etimología de soberanía, que, si bien está disputada, en todos los orígenes propuestos transmite una idea de superioridad: super omnes, suprémitas. En esta dirección apuntan también otros conceptos con los que estos reyes hilan su calificación como soberanos señores, diciendo, p. ej., que son «Rey é soberano Señor non reconosciente superior en lo temporal». Asimismo, son signo del contenido de este nombre de «soberano» los conceptos de «poderío real absoluto» y otras expresiones que en varias ocasiones acompañan a aquella palabra. Estos reyes hacen uso de tales expresiones para justificar el ejercicio de diversos poderes reales, como sea el de quitar privilegios y fueros a una villa por rebelión, como Enrique IV con Sepúlveda en 1472: «é yo de mi propio motu é ciertra ciencia é poderío real absoluto de que en esta parte quiero usar é uso como Rey é soberano Señor, no reconociente superior en lo temporal, así lo pronuncio é declaro por esta mi carta». Sin negar que haya alguna distancia conceptual, ciertamente que pueden verse paralelismos entre esto y la supresión de los fueros en los Decretos de Nueva Planta.
Continuemos. ¿Se usa el nombre de soberano sólo como adjetivo de Señor? En la práctica totalidad de los casos que he encontrado, sí. En 1469 hay una carta de los Príncipes Fernando e Isabel dando cuenta de su casamiento a su primo el Rey de Portugal, donde usan la expresión «soberano Dios». El único caso en el que he encontrado que se utilice como sustantivo es de 1464, en una «Representación dirigida al Rey don Enrique IV por varios Prelados, Ricos-hombres y caballeros de Castilla y Leon, quejándose de los excesos de su gobierno». Ahí dicen que «los Grandes de vuestros regnos (…) suplicaron á vuestra señoría quesiese gobernar é regir su persona é casa é regnos como era obligado, conosciendo primeramente como Rey é soberano á nuestro señor Dios». Nótese, en cualquier caso, que aquí —aunque se use de forma paralela a «rey», que es primariamente sustantivo— nos encontramos ante un adjetivo sustantivado, en lo que no será durante bastante tiempo, al menos hasta dónde he encontrado, un uso principal.
Finalmente, y aunque me he centrado en las memorias diplomáticas de Enrique IV, por ser más abundantes y ofrecer más ejemplos, he encontrado al menos un caso en el que se usa la expresión «soberano Señor» en el siglo XIV, en una carta de 16 de junio de 1399 otorgando ciertos privilegios a la villa de Balmaseda, donde dice al comienzo, justificando esa potestad, «quentre todas las otras que son dadas a los reys e prínçipes soberanos como yo, les hes dado de faser gracias e merçedes».
Como primeras conclusiones, por tanto, queda sentado que en el siglo XV encontramos un uso común de la expresión «soberano Señor». En algunas ocasiones «soberano» adjetiva a algún otro título (rey, príncipe), y en casos contados aparece como adjetivo sustantivado. Por lo que respecta al siglo XIV, se encuentra en alguna ocasión, aunque habría que hacer una investigación más profunda para saber con certeza cuánto y desde cuándo. Del conjunto puede extraerse que el adjetivo «soberano» viene a significar algo así como «supremo».
¿Y qué ocurre con el término «soberanía»? También se encuentra en algunas ocasiones en esta colección diplomática, aunque bastante menos que «soberano Señor». Así, se usa esta expresión en el contexto del traspaso de la jurisdicción sobre algún territorio entre un rey y otro. En concreto, en la «Sentencia compromisoria dada por el Rey de Francia Luis XI sobre las diferencias que mediaban entre los dee Castilla y Aragón don Enrique IV y don Juan II», dada en 1463, se dice que
«ordenamos é declaramos é determinamos, que las tierras é señoríos que mosen Pierres de Peralta, caballero é otros cualesquier caballeros é personas que han é tienen la dicha merindad de Estella de su propia heredad, que los tienen de aquí adelante so la soberanía é juredición del dicho Rey de Castilla, que le fagan el omenage é deber por ellas, así como las han tenido fasta aquí so la juredición é soberanía del dicho Rey de Navarra».
¿Puede ser que esto traiga por causa la influencia francesa, ya que estamos ante una sentencia arbitral de Luis XI? Posiblemente. En cualquier caso, Juan II usa el término soberanía al menos una vez en 1453, en una sobrecarta a Juan y Pedro de Luna y Fernando de Rivadeneira, donde menciona «mi soberanía é preeminencia real». Como dato curioso, cabe mencionarse que aparece en al menos una ocasión la expresión «soberanidad», ciertamente mucho menos elegante y que no llegó a arraigar.
¿Cómo continuó el uso de las voces soberano y soberanía hasta su extensión a través de la obra de Bodino? Un estudio rápido parece indicar que siguió las líneas ya señaladas. El uso más común es dentro de la expresión «soberano Señor», o de algún modo adjetivando a señor o rey, como sea en algunos de los textos que en el contexto de la guerra de las comunidades la Junta escribió al Emperador: «Muy soberano, invictísimo príncipe, rey nuestro señor (…) por el amor que estos reinos han y tienen a Vuestra Majestad y le deben como a su soberano rey y señor». Para finales del siglo XVI o comienzos del XVII esta palabra ya se había extendido en el léxico popular lo suficiente como para que apareciera en aquel célebre soneto de Lope de Vega: «¡Y cuántas, hermosura soberana // mañana le abriremos, respondía // para lo mismo responder mañana!». Asimismo, en la historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V, publicada en 1634 pero escrita en cualquier caso antes de 1620, fecha de la muerte de su autor, se usa ocasionalmente el nombre de soberano en expresiones tales como «soberano imperio». En algún caso, como adjetivo sustantivado, como cuando dice que Enrique VIII «se llamó soberano de la Iglesia de Inglaterra». También pone en boca del embajador del rey de Inglaterra en 1528 de forma repetida la expresión «mi soberano». Es digno de señalarse igualmente que Carlos V utiliza en su testamento dos veces la expresión «soberano Señor». En cualquier caso, en todo este libro no he encontrado que se use la palabra soberanía. Pobablemente se podría encontrar algún uso aislado si se hiciera un análisis exhausitvo de la literatura castellana del siglo, pero en cualquier caso parece que soberanía como sustantivo abstracto, en oposición a soberano como adjetivo, no era un término muy extendido, pese a que los reyes lo hubieran usado en algunas ocasiones en el siglo XV.
Este hecho explica que Gaspar de Añastro no quisiera usar la voz «soberanía» en su traducción de los seis libros de la República de Bodino, traduciendo en su lugar «souveraineté» por suprema potestad. Sin embargo, tras analizar esta traducción no he encontrado absolutamente ningún motivo para aceptar lo que en muchas ocasiones ha afirmado Don Miguel Ayuso (remitiéndose a unas palabras de Tejada), que esto suponía por parte de Añastro alguna especie de corrección del concepto de soberanía (también yerra Ayuso en llamarle aragonés, en lo que parece ser un error traído de Tejada, siendo que en realidad fue nacido en la nobilísima ciudad de Vitoria). Cierto que estos libros de la república se presentan «católicamente enmendados», pero a cualquiera que haya leído a Bodino le resultará evidente que el concepto de soberanía no es ni lo único ni lo primero que en sus libros es contrario a los principios católicos. Sin haber hecho un análisis exhaustivo de esta traducción, imagino que Añastro corregiría, entre otros, la defensa del divorcio, de la tolerancia religiosa y de la potestad de vida y muerte sobre la prole que Bodino presenta, o las críticas al poder del clero. Por lo que respecta al concepto de soberanía, no parece que Añastro lo haya cambiado en nada. Si vamos al capítulo VIII del libro primero, «De la suprema autoridad» (original: De la souveraineté), no encontramos que haya corregido ninguna de las definiciones relevantes. Comienza el capítulo con aquella celebérrima definición, en la que no altera sino el nombre: «La suprema autoridad es el poder absoluto y perpetuo de una república». No parece tampoco que a lo largo del capítulo haga grandes correcciones, si atendemos al desarrollo que da a la nota de «absoluta». Así, dice que «esta autoridad es absoluta y suprema porque no tiene otra condición que obedecer lo que la ley de Dios y la natural manda», traduciendo exactamente lo que dice Bodino, y asimismo en lo que sigue, particularmente en aquello que toca al hecho de estar el Príncipe desvinculado de sus propias leyes y las de sus sucesores, pero no las leyes del reino, como las tocantes a la sucesión.
A falta de algún trabajo más amplio dedicado exclusivamente a la obra de Añastro, no parece haber ninguna razón para admitir aquello que afirma Don Miguel Ayuso de que «entre las correcciones católicas que introduce este jurista aragonés del siglo XVII es que un hispano no puede admitir el concepto de soberanía». Tampoco ofrece la obra de Bodino razones para hacer pensar que —con todo lo que en su obra hay de cuestionable— defina la soberanía como un «poder ilimitado superior a todo y que no admite ningún límite de ninguna naturaleza», una «potestas absoluta» que no se pueda atribuir con propiedad ni a Dios. Lo más oportuno para aclarar este punto seguramente sea introducir algunos fragmentos del propio Bodino:
Examinemos ahora la otra parte de nuestra definición y veamos qué significan las palabras de poder absoluto (…) no está sujeto a otra condición que obedecer lo que la ley de Dios y la natural mandan (…) Si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos (…) Puesto que el príncipe soberano está exento de las leyes de sus predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y ordenanzas. Cabe aceptar ley de otro, pero por naturaleza es imposible darse ley a sí mismo, o imponese algo que depende de la propia voluntad. Por eso dice el legisperito: Nulla obligatio consistere potest, quae a voluntate promittentis statum capit, razón necesaria que muestra evidedentemente que el rey no puede estar sujeto a sus leyes (…) En cuanto a las leyes divinas y natuales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y no tienen poder para contravenirlas, si no quieren ser culpables de lesa majestad divina, por mover guerra a Dios, bajo cuya grandeza todos los monarcas del mundo deben uncirse e inclinar la cabeza con todo temor y reverencia. Por esto, el poder absoluto de los príncipes y señores sobernos no se extiende, en modo alguno, a las leyes de Dios y de la naturaleza.
¿Está sujeto el príncipe a las leyes del país que ha jurado guardar? Es necesario distinguir. Si el príncipe jura ante sí mismo la observancia de sus propias leyes, no queda obligado ni a estas ni al juramento hecho a sí mismo. Si el príncipe soberano promete a otro príncipe guardar las leyes promulgadas por él mismo o por sus predecesores, está obligado a hacerlo, si el príncipe a quien se dio la palabra tiene en ello algún interés, incluso aunque no hubiera habido juramento (…) lo mismo decimos de la promesa hecha por el píncipe al súbdito antes de ser elegido. No significa esto que el príncipe quede obligado a sus leyes o a las de sus predecesores, pero sí a las justas convenciones y promesas que ha hecho, con o sin juramento, como quedaría obligado un particular.
Se engañan quines confunden las leyes y los contratos del príncipe, a los que denominan también leyes o leyes pactadas (…) el príncipe soberano puede, sin consentimiento de los súbditos, derogar las leyes que ha prometido y guardado jurar, si la justicia de ellas cesa. Pero si no hay justa causa para anular la ley que prometió mantener, el príncipe no puede, ni debe, ir contra ella.
(…)
En cuanto a las leyes que atañen al Estado y fundación del reino, el príncipe no las puede derogar por ser anejas e incorporadas a la corona, como es la ley sálica; si lo hace, el sucesor podrá siempre anular todo lo que hubiere sido hecho en perjuicio de las leyes reales, sobre las cuales se apoya y funda la majestad soberana (…) Por lo que se refiere a las costumbres, generales o particulares, que no atañen a la fundación del reino, se ha observado la costumbre de no alterarlas sino después de haber reunido, según las formas prescritas, a los tres estados de Francia, en general, o de cada bailiazgo en particular. En cualquier caso, el rey no tiene por qué conformarse a su consejo, pudiendo hacer lo contrario de lo que se pide, si la razón natural y la justicia de su designio le asisten (…) Si el príncipe soberano estuviese sometido a los estados, no sería ni príncipe ni soberano, y la república no sería ni reino ni monarquía, sino pura aristocracia de varios señores con poder igual, en la que la mayor parte mandaría a la menor (…) ningún príncipe del mundo tiene poder para levantar a su arbitrio impuestos sobre su pueblo, ni para apoderarse de los bienes ajenos (…) Sin embargo, si se trata de una necesidad urgente, el príncipe no tiene que esperar la reunión de los estados, ni el consentimiento del pueblo, cuya salvación depende de la diligencia y previsión del príncipe prudente (…) el carácter principal de la majestad soberana y poder absoluto consiste principalmente en dar ley a los súbditos en general sin su consentimiento.
Por tanto, ni la soberanía de Bodino es tan absoluta, ni parece que Añastro tuviera algún desacuerdo conceptual serio con Bodino en este punto, ni mucho menos que rechazara tal palabra porque le pareciera una noción incompatible con los principios hispanos. Más bien, uno querría pensar que no se habría molestado en traducir su obra si no estuvier de acuerdo con esta en sus puntos esenciales y distintivos. Que eso hable bien de Bodino o mal de Añastro es otro asunto. Y esto no quiere decir, en cualquier caso, que no hubiera nada de novedoso en las ideas que Bodino presenta en el capítulo octavo del libro primero de la república. Notoriamente, el propio Bodino señala que nadie antes de él había definido lo que sea la soberanía, lo cual en algunas ocasiones se ha entendido falsamente hasta el punto de afirmar que Bodino inventó la palabra souveraineté, o que lo que presenta en ese capítulo es en todo punto un concepto absoluta y radicalmente novedoso y revolucionario. El elemento revolucionario se extrae, más bien, del conjunto de su obra: de su naturalismo, de su tendencia al indiferentismo religioso, de los orígenes históricos desacralizados y violentos que atribuye al poder político. Por lo que respecta al concepto de soberanía, sin negar que tenga algo de novedoso, Bodino representa, a mi parecer, ante todo una explicación y justificación ex post facto de una tendencia de fortalecimiento del poder real que llevaba realizándose más de un siglo, tendencia a la que España —con sus peculiaridades— no fue ajena y que puede encontrarse ya, por ejemplo, en Enrique IV de Castilla y el «poderío real absoluto» al que apela. Los elementos de ruptura en la obra bodiniana y la influencia deletérea que ha tenido en la filosofía política posterior deben seguir estudiándose, pero en nada se ayuda a esta tarea presentando visiones paródicas que resultan, en la forma que de común se presentan, lisa y llanamente erróneas.
¿Qué podemos decir, entonces, del uso temprano de las palabras «soberano» y «soberanía» en España? Primero, que estas entraron bajo influencia del francés, como es evidente. El término «soberano» se usa principalmente como adjetivo en los siglos XIV, XV y XVI, sobre todo en la construcción «soberano Señor», aunque también se habla en otras ocasiones de «principe soberano» o «rey soberano». De forma muy ocasional, se utiliza como adjetivo sustantivado: «mi soberano», «el soberano». Por la etimología y el contexto se extrae fácilmente que transmite cierta idea de superioridad, o, como a veces se dice en otra frase hecha que acompaña a la expresión de soberano Señor: «non reconociente superior en lo temporal». Soberano sería, pues, el atributo de no tener superior en lo temporal. Este concepto en ocasiones contadas se expresa abstractamente, como «soberanía», que sería ese poder supremo abstraído y considerado como objeto de atribución, de suerte que se pueda decir, por ejemplo, que se traspasa la soberanía sobre una villa. Sin embargo, parece que este uso no estuvo muy extendido en el siglo XVI, hasta el punto de que Gaspar de Añastro prefiera traducir souveraineté por suprema potestad, un cambio que parece que no pretende introducir ninguna diferencia conceptual.
Estos distintos usos nos permiten quizás ver uno de los motivos del éxito de las palabras «soberano» y «soberanía» en los siglos que siguieron. No tanto porque se introdujeran como una gran revolución conceptual, es posible que estos términos se extendieran por su versatilidad: «soberano» puede usarse tanto como adjetivo que indica que alguien posee la cualidad de tener la potestad política suprema, como en «príncipe soberano», «señor soberano» o «asamblea soberana». Al mismo tiempo, puede usarse como sustantivo concreto, refiriéndose a las personas (físicas o jurídicas) que poseen tal cualidad: «el soberano», «los soberanos», «nuestro soberano». Este uso se asemeja al sentido clásico de «Príncipe», pero sin algunas desventajas que en el siglo XVI había traído la polisemia de tal palabra, que ya no se refería tan solo al Prínceps sino también a los hijos del rey (y, en Francia, a los dinastas de las líneas menores) o en específico al gobernante de un Principado. Asimismo, permite referirse con un nombre común también a las personas jurídicas que en los sistemas republicanos tienen la potestad suprema. Finalmente, en su forma de sustantivo abstracto, «soberanía» permite hablar de un modo conciso del conjunto de los poderes propio de la suprema potestad, en cuanto estos están atribuidos a una u otra persona: «el Rey de Francia cede la soberanía de esta villa al Rey de España», «el monarca es el detentor de la soberanía en el reino», «la soberanía comprende los poderes de emitir moneda y poner aduanas».
No parece, por tanto, que se haya extendido tan solo por algún contenido ideológico concreto y distintivo. Es más defendible la teoría alternativa de que la soberanía sea, sencillamente, un modo de referirse a la suprema potestad, que por algunas de sus virtudes y por los naturales cambios del léxico vino a extenderse en los siglos XVI y XVII. Coincidiendo con la expansión de las teorías absolutista, no era sino natural que los autores de esa época usaran de las palabras «soberano» y «soberanía» en el contexto de sus sistemas despóticos, pero del mismo modo habrían usado cualquier otra expresión, como «suprema potestad», si la primera no hubiera venido a existir. Ello explica, asimismo, que los autores católicos y tradicionalistas no encontraran ningún problema en el uso de la voz «soberanía» hasta bien entrado el siglo XX. De esta manera, parece que nos encontramos ante una mera cuestión lingüística, que se ha sobredimensionado sin buen motivo.
Sin necesidad de negar por ello el uso tiránico, rousseauniano y hobbesiano que se le ha dado en los últimos siglos, y sin negar el hecho evidente de que violen la ley natural las funciones que a la soberanía se le atribuyen en el discurso moderno, en particular por lo que se refiere a la «soberanía popular», espero que este artículo haya servido para aclarar algunas cuestiones. En primer lugar, que el uso de «soberano» y «soberanía» en castellano es relativamente antiguo, por lo menos de los siglos XIV y XV. En segundo lugar, que ni Gaspar de Añastro parece que tuviera algún problema con el concepto bodiniano de soberanía, ni representa este concepto una ruptura tan radical como se suele pretender —a lo menos, Bodino no la definió como un poder absolutamente ilimitado o desvinculado de la ley natural. En tercer lugar, que la expansión de este término no se puede atribuir exclusiva o principalmente a la ruptura ideológica que en aquella época se vivió, sino que posee una versatilidad y concisión superior a las de sus alternativas, y parece que es una mera evolución lingüística que ya había comenzado siglos antes del absolutismo moderno.
Además de "soberanía" me atrevería a sugerir otros dos términos rechazados en el "idiolecto ortodoxo" neo tradicionalista. Uno es el concepto mismo de "estado" impugnado por Dalmacio Negro, autor de cierta influencia en el neo tradicionalismo. Otro es nada menos que "Europa", desde la descripción de las famosas "rupturas" con la cristiandad de Elias de Tejada. No he podido encontrar esa impugnación de Europa, que quieren oponer a la cristiandad y la "Hispanidad", en ningún autor próximo a la tradición previo a Tejada. Corríjanme si me equivoco.
Quizá puede decirse lo mismo del término 'absoluto' ó 'absolutismo', nunca negado por los persas sino defendido y diferenciado por ellos respecto de 'rey despótico' ó 'rey tiránico' pues no concebían que el soberano (voz defendida también por éstos) usase su poder sin obligación moral y leyes justas.
Es el intento de confundir absoluto con arbitrario, muy fructífero entre los enemigos de la monarquía pues acabó quebrando el seno del 'tradicionalismo' durante el "Sexenio Democrático" al abrazar la distinción los moderados venidos de otros sectores.