Eutanasia: entre la anarquía y el totalitarismo
Los dos principios en tensión tras las leyes de asesinato médico
En 1809, Joseph de Maistre juzgaba con dureza las costumbres de las sociedades de salvajes, que los antropólogos europeos apenas comenzaban a estudiar, con palabras que hoy en día nos resultan sorprendentemente familiares: “[En las sociedades de salvajes] el hijo mata a su padre para eximirle de las molestias de la vejez, la mujer destruye en su propio seno el fruto de sus brutales amores para liberarse de las fatigas de la lactancia”1. Ante esto, no cabe más que preguntarnos: ¿Cómo puede ser que las costumbres brutales que hace apenas dos siglos un autor seleccionaba para horrorizar a sus impresionables lectores, el máximo ejemplo que pudo encontrar de bestialidad incivilizada, hayan venido a considerarse por esa misma sociedad europea no como una práctica bárbara y atrasada, sino como signos privilegiados del progreso de la civilización? La única respuesta es que hay que poner en duda la misma idea de progreso indefinido, y lo que en realidad hemos sufrido estos dos siglos no es ninguna especie de avance, sino una degradación que nos ha rebajado al nivel moral de los salvajes más crueles. Por lo demás, la legalización de la eutanasia y su elevación a la categoría de derecho no sólo revela la pérdiad de cualquier idea ética objetiva y todo respeto a la dignidad humana, sino que se funda en una serie de absurdos que llevan lógicamente o a la destrucción de la sociedad, por un lado, o a la creación de un Estado totalitario y tiránico que se hace señor absoluto de la moral y la vida de sus súbditos.
Las dos raíces de la eutanasia
La defensa de la eutanasia en los países occidentales tiende a apoyarse sobre dos principios, que corresponden a las dos condiciones requeridas para acceder al “derecho a morir”: en primer lugar, el principio de autodeterminación o autonomía, según el cual “mi libertad acaba donde empieza la libertad de los demás”, y en esa medida existe un derecho general absoluto a hacer todo lo que no suponga una agresión o coacción a terceros o sus propiedades, menoscabo que se juzga de acuerdo con su consentimiento. Este principio se refleja en la necesidad de la voluntad expresa y firme del enfermo para que se le pueda matar. El segundo es el principio de utilidad, que exige ciertas condiciones objetivas necesarias para que la vida se considere indigna de ser vivida, “sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable”2. Según este principio, el fin propio de la vida humana sería mantener cierta “calidad de vida”, entendida principalmente como existencia agradable y falta de sufrimiento, y cuando las circunstancias se alejan gravemente de esa situación sin perspectivas probables de cambio por el resto de la vida natural, no tiene sentido seguir viviendo, con lo que procedería la eutanasia.
Estos dos principios son, sin embargo, incompatibles en su conjunción, incoherentes en su naturaleza e inhumanos en sus consecuencias.
El principio de autonomía: origen y consecuencias
El principio de autonomía, apoyándose en el cual suelen defender la eutanasia los partidarios del liberalismo, tales como en España Juan Ramón Rallo3, es un postulado dieciochesco superado, basado en “estados de naturaleza” ahistóricos y antinaturales, según los cuales la entidad soberana natural sería el individuo (Hobbes, Locke, Rousseau), que sólo estaría obligado por su propia voluntad, teniendo, por tanto, perfecto derecho de matarse. Esta perspectiva de los derechos sostiene que éstos no son más que un campo de acción respecto del Estado y terceros en el que existe una libertad indiferente a cualquier contenido. Así, la libertad de expresión sería indistintamente el derecho a decir la verdad que a mentir; la libertad sexual el derecho a formar una familia o a degradarse; la libertad religiosa el derecho a orar como a blasfemar; y, finalmente, el derecho a la vida la libertad tanto de vivir como de matarse. Sin embargo, lejos de ser el individuo la entidad soberana natural, todo individuo nace ya constreñido por su naturaleza y en el marco de unas relaciones objetivas con su sociedad y su familia que excluyen la autonomía absoluta, y la visión negativa de los derechos cae a su vez porque los derechos existen sólo en la medida en que son potencias naturales del hombre, potencias que están dirigidas cada una a su fin propio, de modo que no son indistintas a su contenido: la libertad de expresión es la libertad para comunicarse, no para engañar, que es el opuesto de la comunicación, y el derecho a vivir es el derecho a preservar la vida y que los demás la respeten, no el derecho a destruirla.
Pero concedido, per impossibile, el derecho de autonomía sobre nuestra vida, se sigue lo siguiente: en primer lugar, que es absurdo limitar el derecho a morir a los casos de sufrimiento extremo, porque es el individuo, como poseedor del derecho a vivir, el que tiene pleno derecho a morir, y nadie mejor que él para juzgar si su vida es en efecto insoportable: liberalización plena del suicidio como derecho. De ahí se sigue, a su vez, una plena potestad de enajenación de todos los derechos. En la medida en que el suicidio es la renuncia irretractable a todos los derechos y libertades, pues la vida no es sólo un derecho sino el presupuesto de todos los demás, el derecho al suicidio implica el poder de enajenar perpetuamente el derecho sobre la propia vida y la propia libertad e integridad: restauración de la esclavitud por consentimiento con poder absoluto del amo. Finalmente, se sigue la anarquía y destrucción de la sociedad, porque, supuesto un derecho absoluto del individuo sobre su vida, siguiendo el principio de que cuando se concede lo mayor, se concede también lo menor, tiene también derecho absoluto sobre todas sus potencias y acciones, ya que la vida es presupuesto de todas ellas, de modo que no puede existir ninguna obligación hacia la sociedad o nuestros semejantes salvo la que venga de la propia voluntad, y cada hombre es su propia burbuja soberana: negación de la sociedad, la moral, la solidaridad, la familia y el derecho.
Suicidio, esclavitud y anarquía: he ahí las consecuencias del derecho a morir por el principio de autonomía.
El principio de utilidad
Si, por el contrario, seguimos el segundo principio, de utilidad, la eutanasia se funda en que, siendo el disfrute el fin de la vida humana (según lo dicho arriba), estando éste permanente y gravemente impedido, la muerte es la salida más digna. Ahora bien, bajo el lema de “muerte digna”, lo que realmente define el Estado es que hay una vida indigna. No hay alternativa posible: si el Estado define que en ciertas circunstancias de sufrimiento lo digno es morir, lo que está diciendo es que éstas hacen indigno vivir. Léase: negación de la dignidad humana como inalienable. Y no sólo supone que la agradabilidad de la vida (que, a diferencia de su honestidad, no es algo que caiga bajo la propia decisión) es el criterio último de su dignidad, sino que el Estado es el intérprete único de si una vida es digna o no, y el responsable de aliviar el sufrimiento acabando con las vidas indignas. Es decir: pleno poder del Estado sobre la vida de sus súbditos en orden a la minimización de su sufrimiento, cuya soportabilidad él mismo define como juez y parte. Además, tomado este principio como causa justificativa última de la eutanasia, en la medida en que la indignidad de la vida e insoportabilidad del sufrimiento son hechos definidos objetivamente por las leyes, de la misma manera en que impide matarse al suicida que aún tiene una vida digna, debe poder, por misericordia, acabar con la vida indigna aun contra el deseo del que la sufre. Y, como corolario, sólo queda el hecho de que, supuesto lo mayor, el poder del Estado sobre la vida en orden a la utilidad, también debe concederse lo menor, es decir, su poder sobre el resto de potencias y acciones humanas, que dependen de la vida. Léase: poder absoluto del Estado sobre sus súbditos en todos los ámbitos de su vida para optimizar la calidad de ésta. Así, bajo la máscara de la democracia y la separación de poderes, se manifiesta un Estado totalitario en el que el conjunto de los tres poderes es más absoluto que cualquier rey absoluto, en la medida en que éstos tenían aún que someterse a la ley natural y divina, mientras que el Estado Eutanásico es el autor mismo de la moral a través de sus leyes, que definen la dignidad de la vida y los medios para alcanzarla.
¿Es posible un punto medio?
Habiendo visto que cada una de las condiciones puesta como causa justificativa última de la eutanasia llevan a conclusiones inaceptables, sólo queda demostrar el absurdo de una combinación de ambas como causas concurrentes necesarias. Podría decirse, en primer lugar, que toda vida es digna en la medida en que exista voluntad de vivirla, que la voluntad de vivir dignifica las condiciones que por sí mismas justificarían el querer morir, con lo que tanto el sufrimiento extremo como la voluntad de morir son condiciones necesarias para justificar la muerte digna, es decir, la vida indigna. Sin embargo, no se ve cómo esta exaltación romántica de la voluntad puede evitar colapsar en el exclusivo principio de autonomía, pues, supuesto que la voluntad por sí sola dignifica la vida aun en contra de todas las circunstancias objetivas, se convierte en el principio fundamental, con lo que no parece posible justificar que, cuando falta esta voluntad de vivir, no tenga por necesidad que faltar correlativamente la dignidad de la vida, de lo que se seguiría la legitimidad de todos los suicidios, conclusión cuyas consecuencias ya hemos analizado más arriba. Podría argumentarse, por el contrario, que son necesarias las dos condiciones en la medida de que, estando la voluntad de morir sin el sufrimiento insoportable, el Estado debe evitar la muerte por respeto a la vida potencialmente disfrutable del sujeto, y estando el sufrimiento insoportable sin la voluntad de morir, el Estado no puede matar al sujeto por respeto a su voluntad. Sin embargo, lo dicho no contempla el hecho de que, en realidad, en todo suicidio se combinan la voluntad de morir y el sufrimiento insoportable: insoportable, al menos, subjetivamente para el suicida. De esta manera, sobre el sufrimiento subjetivamente insoportable que hace la vida indigna para el suicida, prima el sufrimiento objetivamente definido como insoportable en las leyes que hacen la vida indigna para el Estado. Así, al impedir suicidarse a una persona que no cumple los requisitos establecidos en el artículo 3 puntos b y c de la ley de eutanasia, lo que está haciendo el Estado es proteger la vida digna ante el juicio errado de su sujeto sobre la existencia del tipo objetivo de vida indigna establecido por esta ley. De modo que, si la dignidad de la vida tal y como la percibe el Estado prima sobre la voluntad del sujeto (siendo la alternativa el que prime la voluntad del individuo, es decir, liberalización del suicidio, lo que colapsa en la primera posición), se sigue necesariamente que la indignidad de la vida tal y como la percibe el Estado también debe prevalecer sobre la voluntad del sujeto que se obstina en permanecer en una vida indigna, con lo que tiene el derecho e incluso la obligación de quitar la vida a los ciudadanos con “enfermedad grave e incurable” y “padecimiento grave e imposibilitante”4 aun en contra de su voluntad. Esto resulta ineludible, porque supuesto que existe un derecho de todos los ciudadanos a la minimización del sufrimiento y maximización del placer (o “calidad de vida”) que prima aun sobre el derecho a vivir (lo cual ya está probado que se implica por la eutanasia), y supuesto que el Estado es el juez último del uso de este derecho y su voluntad prevalece sobre la de los particulares en caso de juicio errado (lo cual se sigue de que el Estado permita el suicidio en ciertos casos y lo prohíba en otros), tiene igual obligación de impedir la muerte de la vida digna como de asegurar la muerte de la vida indigna, es decir, debe por compasión provocar la muerte digna a todos los que cumplan los tipos objetivos de sufrimiento insoportable. Lo cual no es otra cosa que la segunda posición analizada, el totalitarismo utilitario. Y, si se respondiera que se respetaría la voluntad del sujeto por sensibilidad social o por cualquier otra razón, sigue siendo cierto que es su implicación necesaria, con lo que, rechazadas las consecuencias, debe rechazarse la premisa; además, aunque no obligue a morir a los que lo cumplen, por la definición de un tipo objetivo de vida indigna, el Estado dirige una violencia inaudita a los que caen bajo sus supuestos, diciéndoles que lo único digno que pueden hacer es morir, lo que constituye una presión moral para que lo hagan; y, finalmente, en varios países precursores de la eutanasia ya se están aprobando supuestos de eutanasia sin consentimiento del sujeto (niños y locos), y contra factum non valet argumentum.56 Como dice el Colegio de Médicos del Quebec, “La eutanasia no es un asunto moral o político, sino médico. Los bebés y discapacitados son también pacientes y tienen derecho a la misma atención en caso de sufrimiento insoportable”7. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que el criterio "científico" del médico se imponga sobre el criterio del paciente sufriente que irrazonablemente se resista a recibir la "atención médica de la eutanasia"?
Resumen y conclusión
De todo lo anterior queda suficientemente probado, en resumen, que, en la medida en que supone la aprobación de un derecho absoluto sobre la vida inocente que destruye su inalienabilidad, el derecho de eutanasia supone, puesto en manos del individuo, la destrucción de toda solidaridad social y de la sociedad misma, y, puesto en manos del Estado, su potestad totalitaria sobre los súbditos y la negación de toda autonomía personal o social, ambos en pro de una supuesta utilidad falsa e inhumana que niega la dignidad del enfermo y sufriente. La eutanasia es, pues, un error y un horror, que, lejos de elevarnos a las beatitudes de una pretendida civilización superior, nos degrada hasta la brutalidad de los salvajes de los que hablaba de Maistre, brutalidad más culpable cuanto más consciente, y que se parece cada día más al falso progreso inhumano fundado en la adoración del hombre que predijera Adolf Huxley en su inmortal obra Un mundo feliz.
De Maistre, Joseph (1809): “Las veladas de San Petersburgo”, segundo diálogo (traducción propia).
Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, artículo 3, c.
Rallo, Juan Ramón (2018): “Derecho a la vida también es derecho a la eutanasia”, en El Confidencial.
Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, artículo 3, puntos b y c
Luque, Luis (2021): “Suicidio asistido en Canadá: ahora se extenderá a los enfermos mentales”. Aceprensa.
BBC News Mundo (2020):”Países Bajos aprueba planes para practicar la eutanasia a niños menores de 12 años”
Lutero y Westfalia ó cómo nacionalizar la moral, con vosotros empezó todo.
Buen artículo, pero yo pensaba que el próximo iba a ser el del racismo :(