Joseph de Maistre y Luis de Bonald, los primeros tradicionalistas
Algunas precisiones sobre dos grandes maestros de la ciencia política
La Contrarrevolución, así como el tradicionalismo, son corrientes políticas que históricamente se han configurado de forma reactiva. Es por eso que —en ocasiones exagerando— se ha dicho que en España, más que tradicionalismo, hubo Tradición, y, siendo tardía la Revolución, sólo eventualmente surgió el pensamiento contrarrevolucionario. Así, siendo España el país europeo en el que más íntegra se conservó la tradición católica del Antiguo Régimen, no se gestó en ella el primer tradicionalismo, ni se avanzó en la comprensión de la Revolución hasta que ésta llegó al mismo corazón de la patria. Esta diferencia entre el tradicionalismo español y el europeo es esencial para comprender tanto la debilidad como la grandeza de quienes pueden llamarse con propiedad los primeros tradicionalistas y contrarrevolucionarios: Louis de Bonald y Joseph de Maistre.
Para entender su verdadera significación debe comprenderse la apocalíptica situación en la que se encontraba Francia a finales del siglo XVIII: y es que, en 1789, no había Tradición en Francia. Estaba el Rey cristianísimo, sí; estaban los cuerpos intermedios, si bien debilitados por el centralismo Borbón; estaba también la Santa Iglesia Católica, que mantenía una gran influencia pese a los philosophes. Pero el armazón intelectual que sostenía todo aquello casi había desaparecido. El cartesianismo y sus subproductos habían destruido la filosofía escolástica; como reacción a éstos, antes que la vuelta a la línea clásica, se había impuesto el materialismo sensista. Los teóricos del contrato social, desde Locke hasta el iusnaturalismo racionalista, habían acaparado toda la teoría política, presentándose como la única alternativa al despotismo de pretendido derecho divino. Y el gran baluarte intelectual frente a esa avalancha de impiedad que asolaba Francia, la Compañía de Jesús, fue expulsado del Reino en 1764 y suprimido por el propio Pontífice en 1773. Quizás no sea exagerado decir que ese fue el momento en el que se condenó la monarquía en Francia, y los sucesos que siguieron no fueron más que un epílogo.
En medio de esa confusión universal en materia de filosofía política —que no deja de recordarnos a la que reina en la Iglesia desde el último Concilio— los católicos franceses, desprovistos de las armas intelectuales para enfrentar el desafío ilustrado, inicialmente saludaron con entusiasmo la llegada de la Revolución, creyéndola el medio para recuperar las libertades que el Estado moderno les había quitado.
Las primeras reacciones contra la Revolución, como señala un artículo de Verbo1, fueron acciones desorganizadas frente a sus peores abusos. Defensa de la Religión y rechazo al Terror y a las guerras revolucionarias, defensa de los cuerpos intermedios, tales fueron las banderas de la reacción vandeana y chuán (que, no olvidemos, no nacieron en el 89, sino a partir del 91), pero «no había ni unidad de mando, ni estrategia común, ni siquiera una idea común». ¿Luchaban contra la Revolución o contra sus abusos? ¿Y qué era la Revolución: otra usurpación y tiranía de las muchas que pueblan la historia, o algo más? ¿Había que volver al statu quo anterior o a una monarquía constitucional? Estas preguntas se hicieron más acuciantes tras el golpe conservador termidoriano: Si les dejaban de perseguir y matar, ¿era una solución aceptable hacer las paces con la República como un gobierno más? Lo mismo se preguntaban las monarquías europeas, que cayeron hacia el lado conservador, también España a través de la infame paz de Basilea. Hasta la Sede Apostólica se tambaleaba frente a los hechos consumados, renunciando a restaurar el derecho legítimo y llamando a someterse al Directorio en la bula Pastoralis sollicitudo (1796).
Fue entonces, en medio de esa ceguera general sobre la naturaleza y alcance de la Revolución, y por tanto sobre la actitud que frente a ella había que adoptar, que Bonald y de Maistre levantaron la que desde entonces ha sido la bandera católica: «La Revolución francesa es radicalmente mala; nada en ella alivia la mirada del observador. Es el más alto grado de corrupción conocido: es la pura impureza»2. La paz no volverá a Francia con la llegada de otro partido al poder; lo que hace falta no es sustituir a la Constitución revolucionaria por una nueva Constitución conservadora, o incluso reaccionaria: sólo lo podrá lograr la Constitución natural, histórica y tradicional de Francia, el retorno del Rey, la monarquía legítima.
Y se lanzaron, en medio de ese páramo intelectual que era el catolicismo francés, a la tarea titánica de reconstruir la Tradición en lo político, en lo jurídico, en lo religioso, en lo social e incluso en lo filosófico y lo artístico, con los éxitos y fracasos que ahora analizaremos.
JOSEPH DE MAISTRE
Joseph de Maistre, tantas veces vilipendiado —más por los católico-liberales que por los propios revolucionarios—, también ha sufrido incomprensiones en el campo tradicional. Desde el tradicionalismo español, el análisis más completo que se ha hecho de su figura se encuentra en el estudio preliminar de Rafael Gambra a las Consideraciones sobre Francia, que expone la significación histórica del Conde saboyano, «uno de los pocos pensadores verdaderamente religiosos de la edad contemporánea»3.
Nacido en la nobleza saboyana de nuevo cuño y educado por los jesuitas, Maistre llegó, como su padre, a miembro del senado del Reino de Cerdeña, posición en la que le sorprendió la Revolución. Viéndola inicialmente como una oportunidad para llevar a cabo necesarias reformas, abominó de ella rápidamente, tan pronto como se impuso en el verano del 89 la política antiestamental. Invadida la Saboya en el 93 por los ejércitos revolucionarios, comienza su carrera de escritor elaborando en su patria propaganda contraria a la ocupación francesa y por la Casa de Saboya. Se exilió de Saboya a Cerdeña, y posteriormente a Suiza, donde escribió sus famosas Consideraciones, que sería uno de los pocos trabajos que publicó en vida. Enviado como embajador del Rey de Cerdeña ante el Zar en San Petersburgo, permaneció allí quince años apartado de su patria y su familia, completando su obra, realizando una discreta misión católica entre la nobleza rusa, y conspirando permanentemente contra Napoleón como consejero del Zar Alejandro I. Vuelto a la Saboya tras la caída de Bonaparte, denuncia amargamente los errores de una restauración hecha a medias que terminarían por condenarla. En Turín escribe la que quizás fuera su obra más influyente, Du Pape, y entrega el alma en 1821, sin acabar la que suele considerarse su obra más perfecta por lo que respecta al estilo y la profunidad, Les soirées de Saint-Pétersbourg. Poco antes de morir previó el próximo final del inestable orden de Viena, diciendo «Muero con Europa; estoy en buena compañía».
Su obra, como la de Bonald, se tiende como un puente entre el tradicionalismo plenamente desarrollado y consciente de sí mismo, por un lado, y por el otro la primera reacción de chuanes y emigrées, la revuelta instintiva frente a los abusos y el «legitimismo de salón» que apenas aspiraba a restaurar el statu quo prerrevolucionario, o, a lo peor, algún remedo de monarquía constitucional.
Frente a unos y otros, Maistre divisó antes que nadie la verdadera naturaleza de la Revolución: la Revolución no es un suceso, es una era. No era la mera usurpación de un reino por una oligarquía, un simple hecho revolucionario, sino que era la proclamación del derecho revolucionario4, de un principio según el cual toda la Tradición, instituciones, derechos y doctrinas debían ser destruidos para recrearse por la razón autónoma de los philosophes. Y, proclamado ese principio en Francia, se proclama en todo el mundo: «La Revolución está llamada a destruirlo todo o a ser destruida»5. Esta proclamación, en su sentido más profundo, no es otra cosa que la aplicación de la Teofobia de la filosofía del siglo XVIII6, que redunda en el odio de la Creación, y con ella de la Tradición, que es expresión de la naturaleza y la gracia, y termina así en el grito blasfemo: «Cuanto hay en el mundo nos desagrada, porque en todo está escrito Tu nombre. Queremos destruir todas las cosas y rehacerlas sin necesidad de Ti. Nosotros sabemos obrar solos: la razón nos basta»7.
Así, Maistre, consciente de que la Revolución, más que una usurpación tiránica, es la puesta en práctica de todo el movimiento intelectual de las Lumières que había arrasado en un siglo la Francia católica hasta los cimientos, desarrolla todo un sistema reconstructor, contrarrevolucionario, fundado en la reivindicación de la Tradición frente a los inventos de la razón autónoma, y de la autoridad frente a las decisiones de la pasión individual. Monarquía en lo político, catolicismo en lo religioso, constitución histórica y derecho consuetudinario en lo jurídico: la lección de la historia antes que el último invento de los philosophes. Construye, así, una respuesta integral al desafío revolucionario.
Su sistema se ha tachado de fideista, vinculándolo a Bautain; nada más falso, hasta el punto de que dedicó un libro entero a refutar el escepticismo pseudocristiano que declara impotente a la teología natural8. También se le ha tachado de despótico, sin comprender que el llamar a los soberanos «absolutos» no es desvincularlos del derecho natural y divino, sino hacerles responsables directamente ante Dios. Se le ha tachado de papista y ultramontano, dos palabras que no tienen otro objetivo que designar al católico con una voz más despectiva, y se ha criticado su analogía entre la soberanía y la infalibilidad en Del Papa sin entender su sentido, y es que, aplicándose a la soberanía en su calidad de suprema una ficción jurídica de presunción de infalibilidad, el Papa, cabeza de una sociedad indefectible, deberá tener una infalibilidad no presunta sino real. Desde el campo católico, finalmente, se le ha vinculado por su exaltación de la Tradición con Lamennais, ubicándole en la línea del perennialismo, al poner por ello, supuestamente, la «tradición primitiva» sobre la revelación positiva, siendo el Papa mero portavoz del consenso universal de la humanidad. Nada más lejos del Conde saboyano: las tradiciones guardan entre sí un orden jerárquico, siendo la Tradición católica criterio de todas las demás, «talismán seguro para poder lanzarse a buscar por todas partes los aspectos de verdad donde puedan hallarse», en palabras de Rafael Gambra9.
En sus Consideraciones sobre Francia expone la primera visión plenamente católica de la Revolución francesa, con una perspectiva providencialista de la Historia que las convierte en una lectura obligatoria para cualquiera que pretenda introducirse en el tradicionalismo, o siquiera en el pensamiento católico en general. El Estudio sobre la soberanía, el Examen de un escrito de Rousseau y el Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas representan algunas de las obras más brillantes contra la filosofía político-jurídica ilustrada y revolucionaria, apoyándose en los autores clásicos pero yendo más allá que ellos en muchos aspectos, empujado por las nuevas cuestiones levantadas por los escritores del siglo. Tienen muchos elementos de gran profundidad que habría que desarrollar. Su culmen literario lo alcanza en las Veladas de San Petersburgo, restaurando el diálogo como forma de ensayo teológico, filosófico y político, máximo exponente del estilo escabroso y provocador que prolongaría su fama hasta nuestro siglo, llevándola más allá de los círculos tradicionalistas. Finalmente, Du Pape, su obra más teológica (estando, sin embargo, estrechamente vinculada la teología a la política, como no podía ser de otra forma en este autor), constituye una de las defensas más brillantes del Papado a lo largo de la Historia, con toda probabilidad la más brillante entre las de vocación polémica y divulgativa. También debe destacarse su Plan para un nuevo equilibrio en Europa, en parte muy vinculado con la situación geopolítica de su momento, pero con algunas de las consideraciones más importantes de su obra respecto a la naturaleza y futuro de la Revolución. Asimismo, sobre todo para los españoles son de interés las Cartas a un noble ruso sobre la Inquisición española.
Exagerada a veces, a menudo profética, siempre aguda y de retórica brillante, su obra choca con los límites de lo que un solo hombre puede hacer, con toda la carga del trasfondo intelectual incompleto propio de un hijo de su siglo. Todos sus errores, sin embargo, no son nada frente a su verdadero valor: el haber visto no sólo antes que nadie, sino con una profundidad incomparable la esencia de la Revolución y la necesidad de darle una respuesta integral, sin moderantismos ni medias tintas, y haber puesto su parte en esa tarea de reconstrucción, que es, según su máxima, no la Revolución en contrario, sino lo contrario de la Revolución.
LOUIS DE BONALD
En Louis de Bonald, incluso antes que el genio filosófico, brilla, para todos los católicos, la honestidad y la coherencia de toda una vida al servicio de la causa. De familia noble, vizconde y mosquetero, profundamente apreciado por sus conciudadanos, que le hicieron alcalde, y, más tarde, durante la Revolución —a la que inicialmente se adhirió—, presidente de su asamblea departamental. Aquí comienza su andanza tradicionalista, cuando, negándose a aplicar las medidas anticatólicas de la República, dimite y emigra a Alemania, donde se alista con sus dos hijos mayores al ejército de émigrés del Príncipe de Condé. Se asienta en Suiza, donde elabora su primera gran obra, la Teoría del poder político y religioso, con la ayuda de los pocos libros que pudo llevarse consigo, algunos de las cuales —El espíritu de las leyes de Montequieu y El contrato social de Rousseau— determinan su obra no por resultarle una inspiración sino por moverle a proyectarla en directa oposición con éstos, a través de lo cual llegan, sin embargo, a tener una importante influencia indirecta, sobre todo terminológica. Este punto señala algunas de las debilidades de Bonald, que tiene durante toda su obra una limitación en las fuentes, particularmente por lo que se refiere a la escolástica, que le lleva a depender en exceso de esquemas conceptuales de la Francia de los siglos XVII y XVIII, aunque adaptados a su mentalidad reaccionaria. Tras vivir más de una década en el exilio y la clandestinidad, el poder napoleónico le permite volver, momento a partir del cual, tras haberse puesto su integridad a prueba por la persecución, pasa a probarse por los favores de un gobierno que aspira a ponerlo a su servicio. Manteniéndose en todo momento fiel a la dinastía legítima (a diferencia de otros monárquicos como Chateaubriand, que en un primer momento recibieron con entusiasmo a Napoleón), rechaza la proposición de hacer reimprimir su Teoría del poder con tal de retirar las referencias a Luis XVIII, así como el puesto de director del Journal de l’empire, y la propuesta de hacerse tutor del hijo del usurpador de Holanda Luis Bonaparte. Llegada la Restauración de los Borbones, por primera vez recibe los honores que se merece, pero se mantiene, como líder de los ultrarrealistas, crítico con el poder, que buscaba componendas con los revolucionarios a través de la Carta de 1814. Como su gran logro de esa época destaca la abolición del divorcio, que duraría por más de 80 años, hasta la Tercera República. Fracasada la Restauración tras la Revolución de 1830 y la introducción de la monarquía liberal, se retira definitivamente de la vida pública, negándose a reconocer el nuevo poder fáctico. Por todo ello, como uno de los padres del tradicionalismo, del Vizconde de Bonald debe destacarse una vida que es un bloque, dedicada en todos sus aspectos a Dios y al Rey, como ciudadano, como soldado, como padre de familia (no en vano su hijo llegó a ser Cardenal y Arzobispo de Lyon), como escritor y como político.
Por lo que respecta a la obra de Louis de Bonald, toda ella gira alrededor de la ley natural entendida como las relaciones necesarias derivadas de la naturaleza humana, expresadas en forma concreta a través de la Tradición. Esta sociabilidad natural se opone al contrato social de los pensadores modernos, y supone que la sociedad es una obra de Dios, cuyas normas permanentes debemos discernir acudiendo a la Historia, tanto de la Humanidad en general como de los pueblos cristianos en particular, que han llevado a esa naturaleza humana, ayudada por la gracia, a su expresión más desarrollada. Así, se propone demostrar que «el hombre no puede dar una constitución a la sociedad religiosa y política, como no puede dar peso a los cuerpos o extensión a la materia»10. Frente a esta constitución natural se yergue el proyecto revolucionario, que no es sino la intención voluntarista de rediseñar forzosamente la sociedad según la opinión particular de una persona o grupo de ellas, en oposición a la genuina voluntad general, que es la de la naturaleza. En una sociedad constituida, por tanto, es la naturaleza, y con ello Dios mismo, quien legisla, introduciendo en la sociedad unas costumbres que adquieren fuerza de ley, e indicando a la sociedad los vicios de una ley defectuosa o incompleta a través de los desórdenes por los que es agitada11.
De esta manera, Bonald planta ya en 1796 los fundamentos de lo que habrá de ser la Contrarrevolución y el tradicionalismo en general: reivindicación plena del orden destruido por la Revolución, no como una mera vuelta al statu quo ante, sino entendiendo que representa el desarrollo natural, ayudado por la gracia, de la vida de un pueblo, de modo que la solución de sus problemas no puede darse a través de una revolución, ni radical ni moderada, sino del desarrollo más pleno y coherente de su Tradición y la eliminación cuidadosa de los cuerpos extraños que en ella se hayan introducido. Partiendo de aquí, no se propone una mera empresa fideísta por la que la Tradición se afirme ciegamente, sino que comprende que, rota la cadena de la Tradición, debe restaurarse a través del estudio y exposición sistemáticos por los que se lleve hasta la evidencia lo que hasta entonces se había continuado por costumbre y sentimiento.
El éxito con el que Bonald lleva a cabo este proyecto se ve restringido por los límites de lo que puede hacer un solo hombre, así como por su formación, que, con ser profunda en muchos aspectos, presenta las deficiencias de un hijo de su tiempo. Es precisamente eso lo que hace tanto más asombroso el resultado final, que es una monumental obra en la que se delinean muchas de las constantes que posteriores autores de la escuela contrarrevolucionaria seguirán defendiendo y desarrollando sin descanso: la familia como célula del cuerpo social, los cuerpos intermedios como principal freno del poder, antes que la pretendida división de poderes; la monarquía pura o «absoluta», antes que la República coronada constitucional; la nobleza como naturales ministros del Rey frente a los sediciosos, y defensores del pueblo frente a los abusos del monarca; la estrecha relación entre las formas políticas y la religión (un punto en el que el tradicionalismo español ha bebido de él a través de Donoso Cortés); y, sobre todo, la Tradición, de origen en última instancia divino, como principio constituyente de la sociedad, que es, a su vez, el principio que constituye al individuo como ser racional y social. A todo ello se le añaden destacables teorías y reflexiones de carácter filosófico, particularmente de filosofía del lenguaje, que no por haber sido desarrolladas en un mal sentido por posteriores tradicionalistas filosóficos de la escuela de Lammennais dejan de merecer un estudio cuidadoso, del que podrían salir resultados más que interesantes si fuera llevado a cabo por gente versada en la tradición escolástica, viendo lo que de ello pueda integrarse en la filosofía católica.
Así, con todos sus errores, merece coronarse, como Joseph de Maistre, con el augusto nombre de padre del tradicionalismo, iniciando el noble proyecto de redescubrimiento de su Tradición por un gran pueblo, primogénito de la Iglesia, corrompido hasta el túetano por la hidra revolucionaria, la herejía y el absolutismo. Proyecto que debe ser para nosotros un ejemplo, adaptado a nuestra situación particular, ahora que las circunstancias sociológicas de España han cambiado de tal manera, y nos vemos ahogados por la secularización interna, la invasión externa, la tiranía del gobierno, el error en la Iglesia, el separatismo en las regiones, la confusión entre los patriotas, y en todas partes el caos permanente y universal propio de un pueblo que ha olvidado a Dios, y con Él la propia Tradición que es la sangre y el alma de su cuerpo político.
Verbo, núm. 317-318 (1993), 751-759. Jacques Trémolet de Villiers, La Contrarrevolución en Francia.
Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, capítulo IV.
Este estudio se encuentra en la edición de las Consideraciones del año 55 de la Editorial RIALP.
Esta distinción se desarrolla por Luis Hernando de Larramendi en Cristiandad, Tradición, Realeza.
Joseph de Maistre, Plan d’un nouvel équilibre en Europe (antidote au Congrès de Rastadt).
Maistre acuña esta palabra y desarrolla la idea en sus Veladas de San Petersburgo.
Fragmento de El Principio generador de las constituciones políticas.
Su Examen de la filosofía de Bacon, publicado póstumamente.
Rafael Gambra, José de Maistre y la idea de comunidad, estudio preliminar a las Consideraciones sobre Francia.
Teoría del poder político y religioso, prefacio.
Teoría del poder político y religioso, libro VI, capítulo III.
Muy bueno, David