En este tiempo en el que la patria está en peligro mortal —parece, más bien, estar avanzando de propio grado hacia la muerte— una de las mayores dificultades para la minoría de patriotas es la ausencia de una estrategia definida para salvarla. Esta ausencia se da de dos maneras: en primer lugar, la ausencia de una estrategia común, es decir, que aúne a todos los patriotas; en segundo lugar, la ausencia de cualquier estrategia en absoluto, es decir, que aun los que son conscientes de que padecemos una enfermedad mortal y la han diagnosticado correctamente, se encuentran en un estado de total perplejidad respecto de los medios que puedan utilizarse para revertir la situación. Aunque la solución de este problema supera con mucho mis capacidades, espero poder aportar algo en la dirección correcta ofreciendo dos modelos históricos de grandes patriotas, que ilustran de forma general las dos clases de estrategias que en las circunstancias de crisis se ofrecen.
La discusión de cualesquiera estrategias, que entran en el ámbito de la determinación práctica de los medios, da por supuesto una conciencia plena de los fines, que en este caso se definen negativamente en cuanto tratamos ante todo del modo en que se hayan de conjurar los males que atacan la patria. Las dos amenazas que en el presente momento devoran a España son su destrucción física por el reemplazo étnico y su destrucción espiritual por la apostasía. El primer proceso está en un estado avanzado, aunque todavía es humanamente posible de revertir, a lo menos parcialmente; el segundo proceso está en un estado terminal. Por lo que respecta a su importancia, la existencia física tiene cierta precedencia ontológica en cuanto la naturaleza es anterior a la sobrenaturaleza; pero la subsistencia de la fe es de suyo más elevada y corresponde a un fin más último. Sin embargo, sería un error pensar que quepa salvar España en su existencia étnica sin la restauración de la fe. Esto es metafísicamente posible pero moralmente imposible, porque la causa directa de la destrucción física de España —y, por lo demás, del resto de pueblos europeos que se encuentran en procesos similares— es la pérdida de la fe. La apostasía es la causa de la destrucción de las naciones de dos maneras: en la disposición providencial, como castigo; y en el orden práctico, en cuanto el desorden moral que la apostasía inevitablemente trae consigo es lo que ha apagado casi hasta su extinción la virtud natural del amor a la patria, que no permitiría de otro modo su destrucción. La salvación de los países europeos es todavía operativamente posible, pero es imposible en la práctica sin un revulsivo moral que nos eleve tanto como nos hemos degradado. Ahora bien, una degradación más profunda que la de aquel que haya perdido aun el deseo de vivir no puede imaginarse. Y tampoco puede imaginarse que desde el propio estado de degradación se saquen fuerzas para superar tal estado, no más que pueda un hombre con los dos pies en un cubo levantarse a sí mismo tirando de las asas. De suerte que a la corrupción absoluta sólo cabe vencerla oponiéndole un principio contrario igualmente absoluto —el arte puede curar a un enfermo, pero sólo Dios puede resucitar a un muerto. Sólo puede salvarnos una divina sorpresa, y es ahí donde está nuestra tarea: preservarnos entre nuestras ruinas mientras esperamos el giro providencial, y al mismo tiempo provocar nosotros mismos ese momento divino en lo que está en nuestra mano.
Es esto lo que nos trae a los dos modelos que titulan este artículo. El Príncipe de Metternich no necesita presentación: el arquitecto de la Europa de Hierro, el canciller austríaco que diseñó el orden del Congreso de Viena, y dio todavía cien años de vida al imperio. Sin embargo, antes de ser el artífice de la sexta coalición, el vencedor de Leipzig, tuvo que lidiar durante años con la Francia invencible de Austerlitz y Wagram. Durante ese tiempo en que Austria estuvo a la defensiva, realizó graves concesiones, la más humillante de las cuales fue el dar la princesa María Luisa de Habsburgo en matrimonio a Napoleón. Pero esa política de apaciguamiento no fue mero derrotismo ni traición, sino que logró hacer que, disminuido, sobreviviera el Imperio. Perdida una gran parte de su territorio y aun el acceso al mar, mantuvo, sin embargo, la unidad y la fuerza para volver a levantarse. Napoleón intentó imponer un límite cuantitativo a su ejército en el Tratado de Schönbrunn, lo que habría sido mortal para la monarquía, pero Metternich logró evadir los compromisos y relajar las condiciones, al mismo tiempo que se reorganizaba el ejército y el país, aguardando el momento de debilidad del Tirano de la Europa. Ese momento llegó con el desastre de la campaña rusa de 1812, y entonces llegó el ultimátum. Negándose Napoleón a aflojar el puño de hierro con el que sujetaba Europa, Metternich se retiró con las siguientes palabras: «Estáis perdido, Sire. Viniendo aquí lo sospechaba, ahora lo sé». Tras largos años de postración, todas las piezas comenzaban a caer en su sitio, y le decía en una carta a su mujer: «Comienzo a creer en mi estrella como Napoleón cree en la suya. ¡Cuando veo que hago girar Europa en torno a un punto que solo yo he fijado hace meses, y en un tiempo en el que todos aquellos a los que hablé de mis ideas las trataron de insignes locuras o simples quimeras!».
¿Qué podemos sacar de todo esto para nuestra situación? Que hasta el día en el que pongamos todo en su sitio de nuevo, nuestra tarea más inmediata es asegurarnos de que para entonces haya una España todavía —golpeada y mutilada, pero viva. Retroceder un paso puede valer la pena si con ello se acumulan fuerzas, cortar una mano gangrenosa puede valer la pena si con ello se salva el cuerpo. Nuestra tarea es que exista un núcleo de españoles tan numeroso como sea posible que haya mantenido su unidad interna, su carácter y sus virtudes, con las que pueda vencer a sus enemigos cuando llegue el momento. Asimismo, y a la espera de la hora en la que sea posible la expulsión completa, no se puede dejar de promocionar absolutamente cualquier iniciativa que en lo más mínimo retrase o revierta la invasión de nuestro territorio. Un estudio comparativo cuidadoso, atendiendo a los medios pacíficos y aceptables internacionalmente que más eficaces han resultado en otros países, es una prioridad. En este punto uno de los mayores éxitos a los que se puede aspirar es no tanto el triunfo electoral de estas ideas por parte de un partido que tenga la lucha contra la inmigración como una de sus banderas, sino, al estilo de Dinamarca, lograr que los propios partidos del sistema adapten, siquiera moderadamente, algunas de estas medidas. La adopción por los partidos del sistema de alguna medida moderada por motivos de economía o seguridad puede en el largo plazo, pese a no haber traído por causa un entendimiento correcto del bien común y el carácter de la inmigración, marcar la diferencia entre que se salve o se pierda la patria. Por supuesto, no pretendo que por ahora esto sea realista, vista la profunda mala fe y maldad de nuestro gobierno y de los partidos que lo sustentan, y la ceguera o la cobardía —en el mejor de los casos— de la oposición. Pero debemos ser muy conscientes de que, para preservar a medio plazo lo que tenemos, incluso un ligero cambio en la política oficial es una de las mayores victorias que podamos conseguir.
En segundo lugar, la reagrupación de las fuerzas nacionales pasa por la organización dentro del campo de la derecha. En todo el amplio ámbito de los que tienen una inclinación patriótica, sobre todo en la juventud, hay que destruir ante todo y sobre todo las ideas que apartan del combate contra la extinción de los españoles. Debe imponerse la idea nativista, es decir, que España es una nación étnica, que español es el español nativo, y que no se puede defender España sin defender la integridad de su población. Entre el grueso de la gente es imposible que triunfen los sesudos análisis: dejémoslos para los intelectuales. En el pueblo en cambio deben triunfar las ideas-fuerza en las que se cifra la salvación de España, que son la religión, la nación, la monarquía, las instituciones probadas por la experiencia: Dios, Patria, Rey, Fueros. Esta labor de propaganda que reúna al pueblo en torno a políticas nativistas y de corte antidemocrático debe ser acompañada de un debate por parte de los intelectuales que dé respuesta a la principal de las incógnitas que ha asaltado al tradicionalismo desde el último siglo, que es la forma real en la que puedan concretarse en nuestro tiempo los principios permanentes de la monarquía cristiana. Como distintas fueron la monarquía goda del siglo VII, la monarquía castellana del siglo XIII y la monarquía española de los siglos XVI o XVIII, tanto o más distinta está llamada a ser la monarquía en nuestro tiempo. Así como en el siglo XVI los tratadistas españoles estudiaron los climas y los temperamentos flemáticos para mejor enseñar a los príncipes a gobernar sus pueblos, así debemos nosotros estudiar todo lo que la ciencia de este siglo tiene que ofrecernos para hacer más eficiente la administración. Y al que esto no le guste debemos tomarlo por lo que es: un romántico que prefiere soñar sobre la monarquía a restaurarla, que no es un tradicionalista sino un conservador del siglo XVI. Nuestra misión es poner en la mano del rey una espada con la que pueda cortar el nudo gordiano que estrangula la patria. Quien no quiera trabajar para forjarla, que a lo menos no moleste a los demás con falsos purismos.
En tercer lugar, aunque el más importante, este reagrupamiento defensivo debe considerarse desde el punto de vista de la religión. A España sólo puede salvarse con la religión, por la religión y para la religión, o, mejor dicho, con Dios, por Dios y para Dios. En la medida en la que la virtud del patriotismo es una extensión natural de la piedad filial y la caridad ordenada hacia los semejantes, su plenitud no se encuentra sino en la consecución del bien máximo, que es Dios mismo, en la propia persona y la de los compatriotas. Así, Dios opera como causa primera y como fin último en la empresa patriótica. Sin embargo, la plena restauración de la religión católica entre los españoles se enfrenta con inmensos obstáculos. El primero de ellos es la apostasía generalizada, no sólo entre los que se han apartado del amor a la patria, sino también entre gran parte de aquellos que tienen todavía algún afecto patriótico, pero que no ven que el bien suyo y de la patria está en Dios. Esto se da sobre todo en las generaciones jóvenes. El segundo obstáculo se encuentra en el estado interno de la Iglesia, tanto universalmente como en España en particular. La crisis de la Iglesia es principalmente una crisis de la pureza de la fe, que consiste en la gran cantidad de fieles y prelados que sostienen herejías formales o materiales. De forma más profunda, consiste en el apartamiento por un sector importante de la Iglesia de la Revelación como regla permanente de la fe, apartamiento que trae por causa principalmente la presión del mundo y la negligencia de los pastores. Dado que la falta de fe en una revelación objetiva constituye el fondo de esta crisis, ese debe ser también el criterio para distinguir a los que son parte del problema y a los que se encuentran todavía en el sector «sano» de la Iglesia, sin perjuicio de los problemas concretos que puedan tener diversos grupos. En este contexto, la purificación de la Iglesia pasa por excluir y reducir a los herejes que no creen de ninguna manera en la Revelación, los llamados «progresistas», así como en agrupar frente a estos a los tradicionalistas y conservadores, al mismo tiempo que se combaten los errores que pueden también encontrarse en este bando. El mayor activo que está del lado de los conservadores y tradicionalistas en esta batalla es el tiempo, pues los católicos modernistas han tenido y seguirán teniendo una fuerte tendencia a dejar la Iglesia totalmente. Abandonada la idea de una sola fe verdadera o una genuina revelación, es un proceso natural que se termine apostatando completamente de la religión. Frente a esto, los movimientos que más «frutos» han dado —siguiendo la jerga moderna— en los últimos tiempos, son en general de signo conservador. Hilando con más finura —pues varios de estos movimientos más que ser conservadores incluso en sentido amplio lo que puede decirse es que tienen elementos conservadores— habría que decir que han avanzado —o, más correctamente, han sobrevivido— los movimientos que, con o sin errores, han tenido un objetivo verdaderamente religioso, es decir, de culto a Dios, y entorno a este fin han formado su comunidad. Por contra, entre los principales obstáculos se encuentra la oposición de algunos jerarcas, sobre todo frente a los tradicionalistas antes que los conservadores. Sin embargo, no es un obstáculo que no se pueda evitar con perseverancia y astucia.
De esta manera, dentro de los futuros cercanos probables el menos indeseable de todos viene a ser aquel de la «Iglesia más pequeña y más pura» de la que hablaba Ratzinger, en expresiones que a menudo repiten los conservadores. Por supuesto, eso es algo de suyo radicalmente malo, y pintarlo de otra manera, como a veces se hace, es engañarse a sí propio y a los demás. Ahora bien, dentro del hecho de que la membresía de la Iglesia esté en un abierto colapso en muchos países, mejor será si los que quedamos somos ortodoxos que si dejamos de serlo —y tanto más aún si no sólo somos ortodoxos sino que además tenemos siquiera una pizca de santidad. Sin embargo, a este proceso de purga y combate contra la herejía dentro de la propia Iglesia debe acompañarle una actividad de captación en los ámbitos sociológicamente favorables: los bautizados de tendencia conservadora, los católicos culturales, los bautizados que no participan de la vida eclesial pero tampoco rechazan abiertamente la Iglesia, etc. Esta actividad de evangelización de los menos alejados coincide en gran medida con la necesidad de re-evangelización de la derecha patria: el ámbito cristiano y cristianizable coincide con el ámbito derechista y derechizable, porque la gran herejía de nuestra era es el progresismo.
Esto es, en gran medida, lo que —aunque sin los trazos ideales que en un artículo se puedan pintar— ya se está haciendo, o intentando hacer, pues nada hay más justo y razonable: «esto vigilans et confirma cetera quae moritura erant». Sin embargo, Metternich no es el único modelo que puede seguirse, y la única actitud que cabe ante la adversidad no es la defensiva. Es aquí donde entra el segundo ejemplo que pretendo traer en este artículo: Cayo Mucio Escévola, el héroe de la República romana. Estando la ciudad de Roma sitiada por el rey etrusco Porsena, y ante el temor de una destrucción completa de la patria, se presentó como voluntario para dar muerte al rey enemigo. Infiltrándose en el campamento de los etruscos, y temiendo que fuera descubierto si no completaba su misión rápidamente, se confundió y mató a alguien distinto de Porsena. Detenido y llevado ante el rey, e interrogado sobre sus intenciones, le declaró valientemente que era un ciudadano romano que había ido ahí a matarle, y que era el primero de muchos voluntarios que no cejarían hasta conseguir su empeño. Para demostrarle la firmeza inconmovible que impulsaba a los romanos, puso entonces la mano derecha en el fuego sin inmutarse ante el dolor. El rey Porsena, impresionado ante este hecho, le dejó ir y retiró su ejército, temiendo que tarde o temprano cayera frente a la audacia y el tesón de los romanos.
¿Qué quiero decir con esto? Ciertamente sería ingenuo esperar que a día de hoy los enemigos de la patria se acobarden ante un magnicidio. Por lo demás, y aunque la legitimidad del tiranicidio es una cuestión disputada, en cualquier caso para tomar ese camino —que tanta alegría podría poner en nuestros corazones, siquiera por un breve tiempo— habría al menos que tener constancia de que esa acción vaya a redundar en el bien de la patria. Dados los caracteres supra-personales de la actual tiranía, es muy dudoso que se cumplan tales condiciones. Sin embargo, la historia de Escévola nos enseña algo más que las bondades del atentado personal: Escévola es símbolo de una actitud frente a la adversidad, lo que podríamos llamar la estrategia ofensiva.
Esta estrategia ofensiva se funda en dos tesis: que para vencer hay que atacar, y que hay que atacar al enemigo donde más le duele. Esto se puede reflejar, en primer lugar, en el tiranicidio, como muestra el propio caso de Escévola. Tomado en un sentido más amplio, dentro de esa estrategia escevoliana podemos incluir el siguiente principio: que no se debe avanzar hacia el poder poco a poco, sino tomarlo en su totalidad tan pronto como sea posible, también desde la minoría, para herir en el corazón a la tiranía democrático-socialista, y para continuar la obra desde la posición en la que más naturalmente se captan las voluntades. Esta tesis se desarrolla de forma particularmente interesante en el célebre opúsculo maurrasiano Si le coup de force est possible: «La centralización, que facilita tantos abusos, nos señala también el punto por el que daremos la vuelta a la situación (…) hay que apuntar al centro, y es ahí donde se debe comenzar». El medio óptimo para tomar el poder, por tanto, es un golpe como el que puso a Carlos II en el trono inglés a través del general Monck, y que ha inspirado a los contrarrevolucionarios desde las Consideraciones sobre Francia de Joseph de Maistre: «Cuatro o cinco personas, puede ser, darán un rey a Francia (…) Si la monarquía se restaura, no será el pueblo quien decrete su restauración de la misma manera en que no fue quien decretó su destrucción». Que esto es en la hora presente totalmente imposible no hace falta decirlo: ahora mismo no hay ni remotamente suficientes partidarios de una opción patriótica antiparlamentaria, ni siquiera de una opción patriótica que moderadamente enfrentara los problemas principales de la situación actual a través de los mecanismos de la presente democracia. De modo que la estrategia gradualista es, de hecho, lo único que ahora mismo está en nuestra mano, pero esto no desmiente lo que se acaba de decir. La táctica gradualista no contradice la necesidad de tomar el poder tan rápido como sea posible, siempre y cuando ese avance gradual no sea gradualista por principio, es decir, que no espere convencer a más de la mitad de los ciudadanos uno a uno para llegar al poder de abajo arriba de acuerdo con todos los mecanismos constitucionales, sino que aspire a convencer gradualmente a las personas necesarias en cantidad y cualidad como para conquistar el Estado por todos los medios posibles tan pronto como sea posible.
Finalmente, el principio escevoliano puede aplicarse respecto a la estrategia que se sigue para cambias las ideas del pueblo. Lo que hasta aquí hemos tratado de la obtención de partidarios ha operado sobre la asunción de que las adhesiones se buscan entre aquellos que tienen una predisposición hacia los ideales patrióticos. Esto es lo más realista y natural. Sin embargo, no es en términos absolutos la única posibilidad, y pone límites cuantitativos importantes al cambio social al que aspiramos. Actuar a la ofensiva en el campo ideológico significaría, por contra, no tan solo depurar las opiniones de los simpatizantes o aun convencer a los indiferentes, sino, lo que es más, convertir a los contrarios y hacer amigos de los enemigos. Es decir, aspirar a una transformación social generalizada hacia la derecha tan profunda como la transformación hacia la izquierda que hubo en los 60 y 70. Esta transformación fue transversal en toda España, y alcanzó a los partidarios y beneficiarios del régimen nacionalcatólico y a sus hijos. No fue, por tanto, simplemente un triunfo de la izquierda, sino que fue una verdadera apostasía en bloque de la derecha.
¿Es imaginable un movimiento equivalente contrario en nuestro tiempo? Probablemente no, antes que nada porque la transformación ideológica de los españoles en el tardofranquismo fue estrechamente de la mano con una situación internacional democrática y progresista. Es difícil de imaginar que haya cualquier cambio semejante que no esté impulsado por una fuerte tendencia internacional en ese sentido. Ahora bien, que haya tal movimiento internacional no es imposible, y tal movimiento sólo se puede suscitar si pone cada uno su esfuerzo en su propio país. Por lo demás, incluso sin un contexto internacional tan propicio cabe pensar que pueda haber algún cambio social positivo que alcance también a sectores de la población anteriormente izquierdistas.
¿Cómo podría darse este cambio? Para responder a esto hay que ir a las dos raíces que forman las ideas morales —pues la política es una extensión de la moral en la medida en que se refierer a lo que se debe o conviene hacer. En la moral están los juicios de hecho y los juicios de derecho, o proposiciones de hecho y reglas del obrar. Lo primero es un juicio sobre cómo son realmente las cosas, lo segundo se refiere a los principios morales y los fines últimos de la actuación. La diferencia entre los izquierdistas y los derechistas están principalmente en los principios morales y tan solo secundariamente en los juicios de hecho: por partir de una idea de fondo opuesta de lo que es la vida buena, cada uno selecciona e interpreta los hechos de una manera interesada que mejor los disponga para sus fines. Así, los juicios de hecho se refieren principalmente a los medios, y los principios se refieren a los fines que se buscan con tales medios. Ambas clases de ideas estuvieron estrechamente unidas en la transformación social del tardofranquismo. El juicio de hecho principal que impulsó el fin del nacionalcatolicismo fue la idea de que la democracia socioliberal al estilo que se practicaba en Europa occidental, o en su defecto alguna especie de democracia socialista, es un sistema absolutamente inevitable en el mundo moderno y el contexto económico y social de los países occidentales e industrializados. Esa profunda convicción sobre la inevitabilidad práctica de la democracia es lo que impulsó a convertirse al democratismo no sólo a muchos que sirvieron al régimen por conveniencia, sino también a muchos que habían sido convencidos franquistas: apoyaron el régimen cuando pensaron que era la única opción realista para España, y apoyaron la transición cuando pensaron que la democracia era la única opción realista. Algunos intentan revertir la marea izquierdista presentando una batalla intelectual principalmente en el campo de los hechos, demostrando con los métodos de las ciencias empíricas que la antropología anti-igualitaria está más allá de toda duda razonable. Este esfuerzo es sin duda encomiable y debe continuarse, pero no va a la raíz, porque el error de hecho no trae por causa simplemente una investigación errónea de la realidad, sino que proviene de un desarreglo moral que lleva a leer los datos interesadamente en una dirección malintencionada, y, en caso de necesidad, incluso a ignorar lisa y llanamente cualesquiera pruebas que lleguen a presentarse. Porque se aceptan unos valores se toman por relevantes unos datos en lugar de otros y se prefieren unas teorías para explicarlos en lugar de otras, y no al revés.
De modo que lo que estuvo en la raíz de la destrucción en los 60-70 del nacional-catolicismo y de cualquier resto de la tradición política y social española fue el cambio moral, cambio moral que se condensa ni más ni menos que en el colapso del catolicismo, colapso que no es sino la manifestación local de la crisis de la Iglesia del Concilio y el Postconcilio. Con el abandono de la religión como regla principal de las costumbres se pone como fin último de cada uno las apetencias que tenga en cada momento. Y una vez instaurado el relativismo como sistema individual de conducta para la generalidad de las personas, es inevitable que el relativismo se instale como sistema político para la sociedad en su conjunto. Así, en cuanto se asume que la voluntad no tiene un objeto propio determinado por la naturaleza se toma en cambio como objeto propio de la voluntad lo que el mismo libre arbitrio determine, es decir, que bueno es lo que cada uno circunstancialmente apetezca, de suerte que la felicidad es, en palabras de Hobbes, «el éxito continuo en obtener aquellas cosas que el hombre de tiempo en tiempo desea». A partir de ahí, la consecuencia lógica es establecer un sistema en el que los apetitos opuestos sean máximamente optimizados, es decir, donde se maximice la libertad autodeterminada. Debe notarse que de este principio formal no hay ninguna manera legítima de deducir consecuencias materiales, porque cualquier libertad es potencialmente incompatible con cualquier otra, y habiéndose negado cualquier criterio para juzgar los objetos de la voluntad fuera de la voluntad misma, no hay modo alguno de jerarquizar los deseos como permitidos y prohibidos, prioritarios y secundarios, etc. En ausencia de ningún criterio racional por el que disponer de los bienes comunes en democracia liberal, se imponen aquellos que sean reivindicados con más fuerza por la vía de hecho, lo que consiste en el lobbyismo, la agitación, el acoso al adversario… Pero en este juego del debate público las cartas están marcadas, porque el principio del que se parte es el de que el objeto de la voluntad no está determinado sino autodeterminado, y ese principio favorece a aquellos que reivindican no bienes naturales y ya establecidos, sino bienes que de algún modo se apartan de la norma y la subvierten. Dado que no hay ningún bien que sea bueno por naturaleza, y menos aún uno que sea de origen divino, a los que se apegan a tales bienes no se les respeta ni siquiera en cuanto estén haciendo uso de su libertad autodeterminada, sino que se los percibe como alienados al tomar como su bien algo distinto de lo que dicte su apetencia del momento. De esta manera, en un sistema de raíz relativista siempre va a haber una tendencia a que prime lo torcido sobre lo recto, el ateísmo sobre la religión, el divorcio sobre el matrimonio, la sodomía frente a la procreación, la izquierda sobre la derecha. Todavía más, según se avance más y más en la instauración como derechos de deseos perversos, esos pretendidos derechos chocarán con el muro de la naturaleza. En este estadio de la degeneración social, esos deseos ya no se manifiestan como permisión, porque la pura libertad del individuo no basta para realizarlos, de manera que se recurre a la fuerza del Estado (al que en una primera fase del relativismo puramente liberal se había rechazado) para lograr la realización efectiva de tales «derechos». Y, en la medida en la que la provisión de estos derechos requieran de la cooperación de terceras personas, en todo caso se reprimirá la voluntad de los que rechazan aquel deseo torcido, porque prima la voluntad perfectamente autodeterminada, la que refleja la verdadera libertad e individualidad, sobre la libertad alienada de los que insisten en sujetarse a una falsa regla natural. De ahí que incluso un deseo tan absurdo como el de cambiarse por hormonación y cirugía los caracteres sexuales secundarios se eleva al grado de derecho humano no sólo como libertad, sino que —coartando la libertad de todos los demás— se instaura como beneficio debido a cargo del Estado, pisoteando finalmente la libertad de conciencia de aquellos que no quieran participar de tal aberración.
La base de toda la política actual, por tanto, es el relativismo moral fruto del indiferentismo religioso. Hacer una verdadera ofensiva contra el mal que nos aflige, atacar en el corazón a los enemigos de nuestra felicidad, sólo puede consistir en su sentido más profundo en evangelizar de nuevo la sociedad pagana, y esta evangelización será tanto más profunda y efectiva cuanto más anticatólicos sean aquellos que se conviertan. Esto, que puede parecer una ensoñación, no es sino el inverso de lo que ya ocurrió en nuestra nación hace no tanto tiempo, cuando la región más católica y conservadora de España, que era el País vasco, pasó en una sola generación a ser la tierra más profundamente infectada por el veneno marxista de toda Europa occidental. Si pudo darse esa revolución cultural hacia el mal en tan pocos años y aun contra la oposición del gobierno, ¿qué nos impide provocar de forma equivalente una revolución hacia el bien? El mundo está contra nosotros, responderán. Pero Dios está con nosotros. ¿Qué nos impide ir al núcleo del mal y predicar ahí como hicieron los primeros cristianos? Lo peor que nos podría pasar es que no nos escuchen, en cuyo caso estamos igual que antes. Fuera de eso, sólo podría ocurrir que nos golpeen o nos maten, en cuyo caso hemos ganado más mártires para la Iglesia y más gloria para el Cielo. Y quizás, como el rey Porsena, todavía aprendan a respetarnos en nuestra temeridad.
Ciertamente que lograr tal cosa va más allá de cualquier perspectiva realista. Pero en todo trabajo ambicioso, para alcanzar el éxito se requiere una prudente pizca de exageración. ¿Acaso para disparar una flecha no hay que apuntar un poco más alto que el blanco? ¿Es que puede pedirse un error más conveniente que el exceso de entusiasmo? Los ejércitos necesitan avanzadillas y las fortificaciones necesitan contraguardias: siempre hay que estar dispuesto a ir un paso más allá de donde se espera llegar. Por eso, para la obra de salvación de España no basta con ir poco a poco sino que se ha de comenzar por la raíz que es la fe; y quizás la fe no esté llamada a avanzar poco a poco sino que sólo se restaure como se destruyó: de golpe y desde el extremo opuesto. Láncemonos, pues, al corazón de las tinieblas como Escévolas cristianos: tengamos el valor de evangelizar a los que evangelizaron el mundo, y sean sacados de la apostasía los que a tantos sacaron de la idolatría.
Hola amigo, me encanto su artículo, y coincido en la mayoría de las ideas proferidas por usted, ciertamente la degeneración política y moral que yace en España es universal, y está en otros lugares, pero en diferentes grados de "avance", y a veces, parece que la situación está perdida, pero, al leer un artículo, tan brillantemente redactado y con tanta bravura, siento que hay cierto nivel de esperanza para el occidente, a pesar de que, en ciertos días, siento que ya "no se puede montar al tigre", como decía Julius Evola.
Respecto a la situación de otros países, puedo indicar que la situación en mi país es de lo más grave, a pesar de estar bastante lejos de Europa, podría decir que incluso en el finis terrae, como es mi país ,Chile, se ve una degeneración política y moral, con la depravación de las relaciones y jerarquías familiares (feminismo), como con la inmigración "irrestringida" (llegando casi al cambio racial étnico), y el "avance" del ateísmo y secularización, aún puede haber una estrella en el medio del cielo nocturno, que cuál como la estrella que guió a los pastores que verían al Señor, nos puede guiar a un buen lugar.
Atentamente, un chico inclinado al catolicismo con sensibilidades tenuemente conservadoras (o tradicionales como usted dice).
Quisiera subrayar que los dos problemas existenciales que aquejan a España, es decir, la doble destrucción de la nación étnica y de la ley natural, son hoy comunes al resto de los pueblos europeos y neo europeos. Esta es una situación histórica nueva que limita el planteamiento del problema en términos de luchas nacionales clásicas, e incluso de controversia ente católicos y protestantes. Para poner un ejemplo, el derribo de la estatua de Fray Junípero Serra en California en 2020, no tiene una explicación negrolegendaria anti española, por más que se haya intentado subrayar así por parte de neo hispanistas, sino que se explica claramente por las mismas causas ideológicas de corte "Woke" tras la retirada de las estatuas del general confederado, y episcopaliano, Robert E. Lee en distintos estados de EE.UU.
Si esto es así, es razonable suponer que una reacción efectiva contra el carácter suicida de la modernidad ideológica deberia tener una extensión "pan europea", si bien de distinto signo ideológico al europeísmo clásico. Lo cual me temo que también supone una cierta revisión de los planteamientos políticos tradicionales en la propia España.