El carlismo es un movimiento político católico y legitimista que nació en 1833 cuando, muerto Fernando VII, su hermano Carlos V de Borbón declaró en el Manifiesto de Abrantes que no renunciaba a los derechos al Trono que ilegítimamente se le habían pretendido quitar por la Pragmática Sanción de 1830. La usurpación dio pie a tres guerras civiles que se han venido a llamar guerras carlistas, y a lo largo del siglo XX el movimiento carlista determinó el resultado de la Cruzada del 36 y mantuvo relevancia política hasta los años 60.
En el siglo XXI, el carlismo se extinguió definitivamente en 2024, cuando el último descendiente de Felipe V con voluntad de continuar la causa, S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, Enrique V para sus fieles, cayó en estado de incapacidad legal y natural sin que se constituyera una regencia ni pudiera hallarse sucesor legítimo.
En efecto, Sixto Enrique de Borbón ha sido declarado incapaz legalmente en Francia, y no se encuentra ya en su palacio de Lignières sino en una cercana residencia de ancianos dependientes en Berry. Tiene un tutor francés designado judicialmente, ajeno a la causa tradicionalista, y espera en paz el encuentro con el Señor. Dado que por derecho romano y natural todos los mandatos representativos que no sean confirmados por el tutor decaen ipso facto con la incapacidad, la Secretaría Política de Don Sixto está disuelta. Si bien este era un asunto rumoreado desde hace tiempo en ciertos círculos, estos hechos han sido revelados por algunas personas del ámbito tradicionalista español que lo han visitado en Berry, los detalles de cuya visita pueden encontrarse en un dossier que circula desde hace unas semanas entre los críticos de la que fue Secretaría Política de Don Sixto. Por lo que toca a la incapacitación legal, cuesta creer que esta no sea real cuando ofrecen hasta el nombre y apellidos del tutor. Según estas personas que lo han visitado, Don Sixto tiene alzheimer, y en una fase avanzada. Algunas personas del entorno de la antigua Secretaría dicen que este testimonio exagera el grado de su incapacidad natural, pero, habiendo sido incapacitado legalmente, y a la espera de que se conozcan las fechas en las que se comenzó el procedimiento y se decretó la incapacitación, no cabe dudar al menos de que la degradación sea grave. En el dossier también pueden hallarse algunas fotografías de S.A.R. por las que cabe hacerse una idea de su estado, pero no he encontrado que reproducirlas aquí sea apropiado ni necesario1.
Sin embargo, las mismas personas que han ocultado estos hechos hasta hoy, se ocupan ahora de mantener este asunto bajo secreto, y en lugar de dar las explicaciones que al pueblo carlista le deben, se preparan quizás para hacer control de daños cuando ya no puedan impedir que todos conozcan la verdad. La ausencia de explicaciones públicas, especialmente, hace necesario hablar abiertamente del asunto. Es por ello que escribo este artículo, para que se cumplan las palabras del Señor: «no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz» (Marcos 4, 22). Una vez estén todas las cartas encima de la mesa, cada uno juzgará según su discreción. Pero lo que no puede continuar es el secretismo que nos ha llevado hasta esta situación.
El carlismo ha llegado al fin del camino, y al tradicionalismo español no le queda otra opción que refundarse: sólo podrá hacerlo exitosamente si se ponen a la luz todos los hechos y todas las culpas sobre el modo en el que hemos llegado hasta aquí, y si la generación mala y adúltera que dividió absurdamente a los católico-monárquicos españoles da paso a una nueva ola de sinceros patriotas.
Por lo pronto, ruego a todo el que lea estas líneas que eleve a Dios una oración por el hijo de San Luis y San Fernando, Su Majestad Católica de las Españas, Enrique Quinto y Último.
UN CAMINO DE 181 AÑOS
El carlismo es un movimiento político, que no puede capturarse ni en principios doctrinales abstractos ni en una situación rígida de hecho y de derecho que se pretenda restaurar o instaurar. El objetivo del carlismo no ha sido otro que restaurar la monarquía española en la persona de Carlos V y sus sucesores de acuerdo con la Ley Fundamental de 1714. La clase de monarquía que ha aspirado a restaurar el carlismo es tan variable en sus accidentes, por tanto, como lo fue la monarquía católica en España desde Recaredo hasta Fernando VII. Es por ello que, mientras hubo alguna esperanza razonable de restaurar la monarquía en Carlos V y sus sucesores, podemos ver en el programa político concreto del rey y sus partidarios la clase de fluctuaciones propias de un movimiento que verdaderamente aspira a triunfar, y no puede evitar, por tanto, hacer frente a la realidad y adaptarse a ella.
Quien quisiera reducir el carlismo al integrismo, y viera su esencia en la aplicación incondicional de los principios políticos católicos sin atención a las circunstancias (lo que podríamos llamar la consecución inmediata de la «tesis» católica sin consideración alguna de la «hipótesis», que sería una argucia criptoliberal), se verá muy decepcionado al saber que ya Carlos V prometió a las potencias europeas que no restauraría la Inquisición en caso de ganar la guerra2. De hecho, más razones de decepción daría Carlos VII, cuyo Código penal —concepto de suyo revolucionario, para los connoisseurs— no castigaba los delitos contra la fe más que con destierros y penas temporales3. Ciertamente que es un gran relajamiento, si pensamos que la última pena de muerte por herejía se ejecutó en 1825 bajo Fernando VII —si bien no a cargo de la Inquisición, que la Santa Alianza no quiso ver restaurada en 1823. Aún más, en este Código el sacrilegio de la Santa Hostia no se castiga más que con prisión de 12 a 20 años, lo cual sabe a poco cuando se piensa que incluso en la impía Francia dieciochesca el sacrilegio se castigaba con brutales desmembramientos públicos4, y todavía en la Restauración la Loi sur le Sacrilège de 1825 penaba con la muerte a los que profanaran la Sagrada Eucaristía —si bien debe notarse que este castigo nunca se llegó a aplicar de hecho. ¿Quiere esto decir que de algún modo el catolicismo sea accidental o siquiera secundario a la causa carlista? Nada más lejos. La monarquía que el carlismo aspira a restaurar es la monarquía católica, y, en esa medida, pertenece a su esencia el objetivo de aplicar los principios católicos al máximo que sea posible. Pero eso implica, en ocasiones, adaptarse a la realidad, y no ejecutar todo aquello que en abstracto sería deseable. Tanto Carlos V como Carlos VII defendieron un orden público tan católico como era posible en la España y la Europa de su época, pero el rigor de los tiempos no dejó de imponerles importantes concesiones.
Quien quisiera, por su lado, ver la esencia del carlismo en la restauración de un determinado orden histórico, en su sustancia y sus accidentes, el cual se toma como ideal y único paradigma de la monarquía católica española, tampoco podría estar más lejos de la verdad. Lo que los carlistas intentaron restaurar no fue la monarquía del siglo XVI, ni la del siglo XVIII, sino la monarquía cristiana; y, por el mismo hecho de que quisieran restaurarla en el siglo XIX o en el siglo XX, la monarquía a la que aspiraban era una monarquía del siglo XIX o del siglo XX. No otra cosa puede pensar quien atienda a las palabras de Carlos VII, que aceptó la tendencia histórica de expansión de las monarquías en monarquías nacionales, y buscaba incluso adelantarse a esa tendencia que entonces arrastraba a la humanidad hacia la constitución de grandes bloques etnoculturales:
«El mundo marcha a las grandes unidades; pasaron los imperios de la antigüedad, pasó el tiempo feudal, se constituyeron las monarquías con las naciones, creo que vamos a las monarquías de las razas; la gran política es dirigir la corriente del siglo, no oponerse a ella o dejarse arrastrar por ella, pues el resultado sería el mismo (…) la gran idea (…) es la confederación latina (…) la Italia como era antes no puede volver; volverá el Papa, lo demás deberá constituirse de otro modo. El mundo se lo van a repartir la raza eslava, la alemana, la anglo-americana. La latina, o perece o tiene que unirse; y para unirse sólo España lo podrá hacer»5
¿Puede encontrarse aquí una sola traza de ese utopismo obnubilado con la España de los Austrias? ¿Una sola traza de ese seudolegitimismo paralizante que quisiera hacer pecado cualquier adaptación a las realidades del siglo? El carlismo es un movimiento político que siempre buscó triunfar para servir a España, y a la única España a la que se puede servir es a la España realmente existente. Es lo que intentó Carlos V al considerar un acuerdo con María Cristina de Borbón en 1836-376, y más tarde con el proyecto de restauración pacífica de la dinastía por el matrimonio de Carlos VI con Isabel II7. Si bien estos proyectos fracasaron, su triunfo habría llevado inevitablemente a una colaboración con los elementos más tradicionales del bando isabelino. Si esto habría resultado en la absorción del partido moderado en las fuerzas tradicionalistas, o en cambio habría corrompido la causa carlista con la semilla liberal, es materia de historia-ficción. En cualquier caso, lo que buscó el carlismo no fue la restauración de una monarquía congelada en el tiempo, sino la monarquía en nuestro tiempo, lo cual es política real, y la política real no es objeto de ciencia sino de prudencia, y siempre conlleva aceptar riesgos. La única monarquía que nos es lícito desear es la que responde a las necesidades de nuestra época, porque esa es la única monarquía que es un proyecto político antes que una ensoñación ideológica.
Que esto sea así verdaderamente no cabe dudarse, si se piensa en el hecho de que los reyes carlistas renunciaron a reivindicar sus derechos en América, donde, sin embargo, un legitimismo rígido les habría obligado a continuar la batalla más allá de toda esperanza. En cambio, encontramos que ya con Carlos VII el Partido Carlista (nombre histórico rechazado por los de la estricta observancia, pero lo mismo da) aspira a una confederación con los países de la antigua América española, confederación con la que se renuncia a la monarquía federativa8. La creación de un «carlismo americano» no es más que un invento reciente que no ha nacido hasta el día en que la restauración de la autoridad de los sucesores de Carlos V en Tejas, Alaska y el Río de Plata no es más quimérica que su restauración en el suelo peninsular. Pero la imposibilidad de encajar el carlismo, mientras fue un movimiento político real, en los esquemas de un legitimismo ciego e incondicional, se demuestra con referirse al texto ya citado de Carlos VII, que aceptó el fin del antiguo orden italiano salvo por lo que se refiere al Papa, cosa tanto más notable cuando eso incluía renunciar a las posesiones borbónicas de Parma y las Dos Sicilias, que ahora algunos han vuelto a reivindicar.
Como movimiento legitimista, el carlismo ha hecho todo lo posible para aplicar a lo largo de 181 años las leyes sucesorias en las que con razón encontraba la felicidad de España. Sin embargo, según la realidad se aleja más y más del contexto original en que se redactaron, la letra de la ley ha encontrado dificultades mayores para servir a la intención del legislador, que era proveer a España de un rey digno de gobernarla, propósito que hoy se ha vuelto definitivamente imposible.
Para empezar, Felipe V no podía imaginar que fuera a haber una usurpación exitosa que se perpetuara en el tiempo de tal manera que la mayoría de familia reales de Europa, incluidas las distintas ramas de los Borbones, terminaran por reconocer a la nueva línea dinástica. Tampoco podía nadie imaginar que las familias reales y la nobleza católica fueran a apartarse aceleradamente de los principios de la monarquía cristiana, hasta el punto de que la mayoría de potenciales sucesores se vieran excluidos por faltarles el requisito de catolicidad y aceptación íntegra de las leyes de la Corona, o incluso la voluntad política de reivindicar la Corona en absoluto. Ni tampoco podía Carlos III imaginar que las familias reales cristianas abandonarían en bloque la política matrimonial tradicional de las monarquías europeas, hasta el punto de que se haría progresivamente imposible encontrar en los siglos XX y XXI un pretendiente de sangre real que no se viera excluido, en sí o en su decendencia, por las normas en torno al matrimonio morganático del siglo XVIII.
Todo ello, en conjunto, nos ha llevado a un callejón sin salida. Cuando en 1936 se extinguió la línea directa de los descendientes de Carlos V, ya resultó difícil encontrar sucesor: sólo entre una línea menor de una línea menor de toda la descendencia de Felipe V hubo alguno que tuviera disposición, e incluso entonces la aplicación de algunas de las normas resultó cuestionada. Pero, si entonces fue difícil, ahora es imposible. La ley de 1714 ha ofrecido todo lo que podía dar de sí, y, si bien la monarquía hereditaria y tradicional sigue siendo lo que mejor puede servir al bien de España, la persona real ya no puede ser provista por las antiguas leyes, y la familia real española se extingue con los Borbón-Parma.
UNA DIGRESIÓN SOBRE EL CARLISMO Y LOS INTELECTUALES
El carlismo ha sido siempre ante todo y sobre todo un movimiento monárquico liderado por reyes, y precisamente por eso deja de ser posible la continuación del carlismo en su sentido estricto en el momento en el que deja de haber pretendientes (en idiolecto ortodoxo, reclamantes) carlistas. Los tradicionalistas españoles si así lo quieren pueden seguir llamándose carlistas, por supuesto, pero el carlismo como causa legitimista termina con su dinastía.
La tentación de ideologizar el carlismo ha estado presente desde el momento en el que el éxito material se aparta de su alcance inmediato. Terminada la tercera guerra carlista, el carlismo se reorganiza a la manera de los modernos partidos de masas9, y esa modernización es la clave de su vigorosa supervivencia hasta 1936, en contraposición a otros legitimismos europeos, en particular el francés. En este contexto nos encontramos, por un lado, con la emergencia de figuras que lideran el carlismo en la política parlamentaria, y, por otro lado, pensadores que sistematizan y justifican el carlismo en el pensamiento católico español y europeo de la época. Por parte de unos y otros, y en ocasiones por figuras que han reunido ambos elementos, ha habido la constante tentación de hacerse un carlismo a la medida de las propias ideas, de las propias preferencias, filias y fobias, carlismo ideal que se contrapone al único carlismo real de los reyes legítimos.
El primer ejemplo relevante que podemos mencionar es el del cisma integrista de Ramón Nocedal. Sin embargo, el caso más significativo que debe señalarse del tiempo en que el carlismo era una fuerza política principal, es el del cisma mellista. Juan Vázquez de Mella (1861-1928) fue durante mucho tiempo portavoz, teórico y principal figura del carlismo. Sin embargo, su ascendencia entre el pueblo tradicionalista le puso en oposición cada vez mayor con el pretendiente Jaime III, oposición que terminó de estallar en 1919. Habiendo Don Jaime declarado su neutralidad en la Primera Guerra Mundial, Vázquez de Mella —generosamente financiado con dinero alemán— consideró que la causa tradicionalista exigía el posicionamiento con los Poderes Centrales. Don Jaime, que se vio cortado en sus comunicaciones con España hasta el fin de la guerra, desautorizó a Mella cuando hubo terminado esta, y la ruptura partió en dos al pueblo carlista. Vázquez de Mella se llevó tras de sí a la mayoría de las bases en una parte significativa de la península, y, subrayando el carácter católico-españolista del tradicionalismo, el mellismo se movió hacia la aceptación de Alfonso XIII como autoridad de hecho, especialmente cuando pudo vislumbrar una deriva reaccionaria en la dictadura de primo de Rivera. Melchor Ferrer afirma que Mella reconoció expresamente a Alfonso XIII como rey, y, en cualquier caso, murió fuera de la disciplina del partido jaimista, si bien los mellistas se reconciliarían con el carlismo en 193110. Esta deslealtad de Mella, sin embargo, no fue sólo un desencuentro por ocasión de la guerra mundial, sino que iba mucho más atrás: según Manuel de Polo y Peyrolón, Mella quiso, junto con otros líderes carlistas, forzar a Carlos VII a abdicar en su hijo Jaime en 189911, y su voluntad de dominar el carlismo para llevarlo por su propio camino venía de largo, como ya indicaba en 1913 este mismo autor:
«Por los indicios todos, si don Jaime realiza el acto de valor moral de arrojar por rebelde a Mella del partido, lo que se prepara es el partido católico bajo la dirección de Mella y en inteligencia con Pidal y los mauristas que lo sigan y, si no, al tiempo»12
Juan Vázquez de Mella fue un gran pensador, un gran político, un gran católico y un gran orador. Pero su carácter le hacía incapaz de operar pacíficamente en la disciplina monárquica. Cantaba a las glorias de la monarquía, sí, pero a la hora de la verdad sólo podía tolerar a un monarca que pudiera encajar en los angostos márgenes de sus ideas. Si se tienen en cuenta los desencuentros a los que inevitablemente lleva la complejidad humana, no puede sino llegarse a la conclusión de que Mella sólo podría haber seguido a un rey lejano y mudo, que dócilmente pusiera la Corona a su pensamiento y el sello real a su voluntad. Ese ha sido el gran peligro de los intelectuales carlistas: convertir al carlismo en una ideología, y echar por la borda el proyecto político carlista en el momento en el que deja de entrar en la estrechez omnicomprensiva de su sistema.
Un caso semejante podemos encontrarlo en Francisco Elías de Tejada (1917-1978), que rompió con la disciplina de la Comunión Tradicionalista en 1962 y que terminó montando su propia Comunión Católico-Monárquica-Legitimista en 1977. No obstante, entre este cisma y el de Mella podemos encontrar una diferencia significativa: si la causa del cisma mellista está principalmente en el campo de la acción, en la esperanza de conseguir un éxito inmediato a través del apoyo a Alemania y la alianza con las demás fuerzas extremoderechistas españolas, en el cisma de Tejada y su progenie espiritual podemos encontrar la causa más bien en la ausencia de acción. Una vez el carlismo pierde la mayor parte de su capacidad política tras la guerra civil, el tradicionalismo español que no se casa con el franquismo queda confinado al campo de las ideas. Aquí el peligro principal es el de la radicalización purista: la creación de un clima intelectual en el que la preocupación está en destilar el «verdadero» tradicionalismo, la genuina esencia de la monarquía española, y en esta discusión irresoluble toma el prestigio dialéctico, una especie de presunción a su favor, siempre la opción más estrecha e inflexible por el hecho mismo de ser exclusivista.
Así, el carlismo se convierte en un puro ejercicio intelectual dirigido a satisfacer la soberbia del ideólogo en cuestión. La propia dinámica del debate doctrinal en pos de la destilación del tradicionalismo puro lleva a la idealización de tiempos pasados que van cada vez más atrás, sea al siglo XVI, sea al siglo XIII, o sea antes incluso, y la fragmentación consiguiente hace verdaderas aquellas palabras de Gómez Dávila: «La batalla contra la modernidad ha de librarse en solitario: donde hay dos hay traición». De ahí que provenga de Tejada la mayor parte de lo que en el tradicionalismo actual ha venido a ser un «idiolecto ortodoxo de la tradición, conforme al cual cierto número de palabras sólo deben usarse unívocamente»13: el rechazo incondicional del nombre y concepto de soberanía; el rechazo incondicional del nombre y concepto de Estado; la oposición capital entre España y Europa, y consiguientemente entre el tradicionalismo europeo y español; el uso preferencia de las Españas entendidas como monarquía católica universal en contraposición a la nación española en su sentido ordinario; y la idealización de la España de los Austrias como modelo incontestable de la monarquía española y aun de todas las monarquías cristianas que en el mundo han sido. De todas las novedades y excentricidades de Tejada, ciertamente que hay algunas que en los últimos años se han dejado de lado por conveniencia: en particular, el odio infame que durante años vertió contra la Casa de Borbón, y su minoración constante de la esencia legitimista del carlismo, cualidad que no podía sino hacer de menos, pues Elías de Tejada mostró por sus obras que no era legitimista en absoluto.
Por lo que respecta a su odio rabioso contra la Casa de Borbón, sentimientos impropios de la piedad monárquica y aun cristiana, la única dificultad está en elegir qué textos citar entre toda la selección posible: su obra entera está empapada de esa bilis. Baste con citar dos fragmentos de El Franco-Condado Hispánico (1975):
«Así fue, por el aporte de aquella página del Maestro [Menéndez Pelayo] en una mañana invernal de comienzos de 1930, como yo aprendí han sido los Borbones uno de los dos constantes enemigos de mi patria española. Mis estudios acerca del Franco-Condado de Borgoña me enseñaron después que esa enemiga existía ya mucho antes de que un enemigo Bourbon se sentara para desgracia de las Españas en el trono de Madrid»14
«Es tan artera [según Francisco de Lísola] la infame casta borbónica que, en sus palabras, no hay “ni mesures, ni seureté à prendre avec elle”. Únicamente con la destrucción de los Borbones cabe evitar el desmoronamiento de las Españas15. Si se considera esta postura de Francisco de Lísola a la lumbre de los sucesos posteriores y se mira a cómo los Borbones han deshecho la monarquía hispánica desde dentro, su argumento dialéctico sube concisamente a luego cumplida profecía»16
Estas calumnias ignorantes ciertamente que no pueden venir de un verdadero monárquico, pues el que es monárquico de corazón no puede criticar a los reyes sino con dolor, y sobre todo sin ese celo amargo que envenena todas esas injurias que darían escrúpulos a más de un jacobino y a más de un falangista. Por lo que respecta al alejamiento de Tejada de cualquier clase de legitimismo, este puede verse en un texto que no está escrito a la ligera, sino que encabezó durante años el boletín de la Comunión Católico-Monárquica, donde escribieron también Gambra, Casariego y Galarreta (Manuel de Santa Cruz):
«Solamente el carlismo levantó la bandera de la españolía y ella fue su razón de ser. Si accidentalmente la enarbolaron unos Borbones, si incluso alguno fue tan egregio como Carlos VII, no cabe confundir un pleito dinástico con su raíz de ser de las Españas verdaderas contra las modas europeas importadas. Más aún: concluida la línea de la legitimidad, en el nuevo Caspe que es la única solución posible para el futuro, es de desear que los españoles se liberen por fin de quienes, con tan mala fortuna para nuestra Patria, ha tenido en su seno y en su Trono»
La legitimidad y aun el orden monárquico son aquí totalmente secundarios: todo ello ha sido desplazado por la novedosa oposición entre Europa y las Españas. Los Borbones son accidentales, y, aún más, un desafortunado accidente. Es de notarse que no sólo no reconociera a Don Javier de Borbón-Parma ni a su hijo Don Sixto, sino que pretendía excluir incluso la posible elección en el futuro de cualquier rama de la familia capetiana. José Arturo Márquez de Prado afirma que en algún momento se acercó a Don Sixto17, y ciertamente fue así porque contamos con una nota doctrinal privada de Tejada favorable a Don Sixto de 197518, pero no dejó de constituir su propia Comunión separada en 1977, con lo que Miguel Ayuso miente a sabiendas cuando afirma que «terminó sus días [en la Comunión Tradicionalista], junto con S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón»19.
Todo lo cual no es particularmente asombroso si se tienen en cuenta los bandazos dinásticos de Tejada (que antes que a Don Javier apoyó a los Braganza). En cualquier caso, dado que no sólo consideraba extinta la dinastía con Alfonso Carlos, sino que además juzgaba indigno a cualquier Borbón para volver a subir al Trono de España, podemos imaginar que en ese momento no tenía una buena relación con Don Sixto. En torno a esos años hay conflictos personales y políticos que son difíciles de discernir por la poca información que tenemos y por lo mucho que se han esforzado por oscurcer la verdad quienes tienen en ello algún interés. Lo que sí sabemo es que Tejada se presentó por Sevilla a las elecciones de 1977 en la Alianza Nacional 18 de Julio, pero retiró su candidatura al encontrarse que «afirma que es fiel al pensamiento de Franco, siendo así que, al ser yo carlista, pienso que Franco ha sido, con Maroto, el hombre más enemigo que el carlismo haya tenido»20. A mí me cuesta mucho creer que al egregio profesor le resultara tan difícil descubrir que la Alianza Nacional 18 de Julio era franquista, hasta el punto de que sólo pudiera confirmar esas sospechas después de haber presentado su candidatura. Debían de tenerlo bien escondido. Por lo que respecta a la versión «catholicamente enmendada» de los hechos que nos pretende presentar el autor anónimo del addendum de 2021 a la Breve historia21, esas ridiculeces se ven desmerecidas por el hecho de que, retirada su candidatura (porque, supuestamente, la AN18J no hubiera cumplido sus pactos), Tejada no regresa a la Comunión Tradicionalista, sino que monta su propio grupo. Pero ya tendremos ocasión de volver a eso.
En pro de Tejada debe concederse que en aquellos tiempos no le faltaban razones para estar disgustado con los Borbón-Parma. Carlos Hugo era un rojo sin remedio y su padre Don Javier a lo menos impotente para corregirle. Sin embargo, lo que encontramos aquí es la repetición de un arquetipo de la historia del carlismo que ya hemos encontrado en Mella: el maestro teórico de grandes ideas, que, incapaz de someterse a una disciplina común, rompe y va por libre, ondeando la bandera del «verdadero tradicionalismo».
Sobre el carácter de Elías de Tejada, ya en 1959 otro carlista decía, en ocasión de un conflicto que había tenido con José María Valiente, que «Es una lástima que Paco sea así, no se puede contar con él para nada serio en definitiva, pese a su valía y extraordinario talento»22. Arturo Márquez de Prado dijo más tarde en torno a Tejada y su ruptura con la Comunión:
«En la Comunión Tradicionalista gozaba de un prestigio intelectual grande. Era un hombre oído por todos. Pero también tenía un gran orgullo. Fue postergado por el catedrático Alvaro D’ors en una visita que D. Carlos Hugo hizo a Franco, y eso nunca se lo perdonó a D. Carlos Hugo. La ruptura definitiva se consumó en casa de don José María Valiente, que había reunido a D. Carlos Hugo y a Paco Elías, tratando con su buen talante diplomático que se reconciliasen. Paco Elías después de lanzarle varias puyas, sentenció “Yo no tengo poder para hacerle Rey de España, pero puedo hacer que no lo sea”. Aquí acabó la conversación. Carlos Hugo se levantó y dio por zanjado el encuentro. La ruptura se consumó»23
La ruptura con Carlos Hugo puede comprenderse, dadas las veleidades socialistas de este. Sin embargo, el modo en el que Tejada pretende con su ilusoria omnipotencia académica moldear a su gusto la legitimidad dinástica revela un rasgo problemático de su figura. Al poco tiempo publicaría un artículo titulado «Las pretensiones de Monsieur Hugues de Bourbon-Busset», en el que afirmaba que el matrimonio de Don Javier de Borbón-Parma fue morganático de acuerdo con las leyes sucesorias españolas, de modo que ni Carlos Hugo de Borbón, ni después de él su hermano Sixto Enrique de Borbón, tenían ningún derecho al Trono de España. Que podría con igual pericia haber defendido lo contrario si tan solo hubiera tenido buena relación con Carlos Hugo lanza una sombra sobre su honestidad académica. Por lo que no le faltaba razón a José Miguel Orts Timoner cuando resumía como sigue el legitimismo de Tejada:
«el profesor don Francisco Elías de Tejada (...) igual simpatizaba con los Braganza que elaboraba para la señora Carmen Polo de Franco un alegato sobre los presuntos derechos de su entonces nieto político Don Alfonso de Borbón y Dampierre»24
Este es el principal ideólogo del tradicionalismo español contemporáneo. El idiolecto ortodoxo de la tradición que hoy en día padecemos, la mayor parte de los esquemas mentales que se encuentran en la Comunión Tradicionalista —e incluso parcialmente en la CTC— tienen su origen en la obra tejadiana. Durante décadas y décadas se han repetido ciegamente sus lugares comunes, hasta llegar a extremos tan chapuceros como el de repetir entre cincuenta y setenta años el error grueso de que Gaspar de Añastro fuera aragonés25, porque Tejada se lo inventó en las jornadas hispánicas de derecho natural de 1972, o quizás en algún texto anterior26, y nadie se molestó en revisar las fuentes, pese a que en 1992 se reeditara la traducción de Añastro de los Seis libros de la república y habría bastado una lectura del estudio preliminar de José Bermejo para deshacer ese y otros errores tejadianos. Lo que es más serio, se han repetido durante décadas27 los errores de Tejada —que se mueven entre la intuición creativa y el abierto falseamiento28— respecto a las enmiendas católicas de Añastro a Bodino, hasta el punto de transmitir en ocasiones las invenciones de Tejada como citas textuales o paráfrasis de una pretendida crítica de Añastro al concepto de soberanía que jamás existió29. Esto, con ser por sí solo una anécdota menor, es un ejemplo representativo de una historiografía ideológica, tendenciosa y chapucera que empapa al tradicionalismo y que lo confina a una burbuja académica de irrelevancia autorreferencial que se engaña a sí misma creyendo ser los únicos e intachables poseedores de la verdad.
Esta deriva intelectualista del carlismo, alcanzada la metástasis, habría de llamarse más bien intelectualoide o seudointelectual, porque no sólo ha apartado al carlismo de su esencia política para convertirlo en una ensoñación teórica, sino que además se ha encargado de que termine siendo una ensoñación errada, mediocre y engañada sobre el mundo y sobre sí propia. Lo verdaderamente grave no es que Tejada errara en relación a Gaspar de Añastro, o que realizara en relación a su obra algunas interpretaciones historiográficas que rozan la invención intuitiva, y que en algunos casos son pura y simple falsedad. Lo verdaderamente grave ni siquiera es que la progenie intelectual de Tejada, con Miguel Ayuso a la cabeza, haya repetido ese error durante décadas, fiándose en exceso del maestro y sin atender a las fuentes primarias. Lo verdaderamente grave es que el liberal José Antonio Maravall ya había presentado un excelente estudio de la génesis histórica de la voz y concepto de la soberanía en España en 197230, y durante cincuenta años el mundillo intelectual tradicionalista lo ha ignorado, como ignoró también la reedición de los Seis libros de la república de 199231.
Esta corriente archi-intelectualista y sedicente ortodoxa comenzada por Elías de Tejada vive y reina en el carlismo actual. Sin embargo, no es un secreto que su carácter anti-legitimista no sólo ha desaparecido, sino que se ha invertido completamente: la escuela tejadista abanderada hoy por Miguel Ayuso, presidente de la Fundación Elías de Tejada, se confunde con la Comunión Tradicionalista liderada por la antigua Secretaría Política de Don Sixto, y durante más de veinte años se ha cultivado el pensamiento de Tejada como ideario de la Comunión. Esto nos mueve a la cuestión de los Borbón-Parma y la persona de S.A.R. Sixto Enrique de Borbón.
De lo cual hablaremos en la próxima entrega, en la que podrá hallarse un necesario excurso histórico.
Addendum: algunas personas notan la introducción reciente en la mayoría de ordenamientos de formas novedosas de modificación de la capacidad distintas a la incapacitacion, como sean algunas clases de curatela representativa. Señalan, por tanto, la posibilidad de que la «incapacitación» de la que habla el dossier no sea una incapacitación pura y simple en su sentido tradicional. En cualquier caso, quienes se arrogan la representación de Don Sixto deben toda la verdad sobre la capacidad legal y mental de S.A.R. tanto a sus leales como a todos los españoles, de quienes exigen obediencia, con lo que cualquier modificación relevante debería haberse comunicado de todos modos. Por lo pronto, en ausencia de explicaciones públicas yo no puedo sino presentar lo que se alega por unos y otros. Quien quiera que busque el número de Mr. Bastien Pointud y le pregunte.
Ferrer, M., Breve historia del legitimismo español, Ediciones Montejurra, Madrid, 1958, p. 37.
Puede leerse en el Libro II, Título Primero, «Delitos contra la religión», arts. 124-134.
El caso de François-Jean Lefebvre de la Barre, que levantó polémica por percibirse graves defectos en el rigor que exige un proceso de esta naturaleza.
Ramos Martínez, B., ed., Memorias y diario de Carlos VII, Europa, Madrid, 1957, pp. 272-274. Este texto es de 1871, pero está reproduciendo de memoria unas notas de 1866. La continuidad del pensamiento de este insigne monarca puede verse comparando este texto con su Testamento Político. Las itálicas son mías.
Ferrer, Breve historia, pp. 26-27. Melchor Ferrer comenta algunos detalles de estas negociaciones en el Tomo XIII de su Historia del tradicionalismo español, pp. 19 ss.
Ferrer, Breve historia, pp. 41-44.
Esto puede verse en las páginas arriba citadas de las memorias de Carlos VII, donde habla incluso de sus «justos rencores» del pasado y su «emancipación». Que esta fuera la opinión oficial del Partido Carlista no cabe dudarse, si se piensa que Vázquez de Mella defendía la confederación como portavoz parlamentario del carlismo. Y quien sostenga que antes de los 80 haya habido en el carlismo una reivindicación real y efectiva de territorios ajenos al Estado español de cada momento, o que no haya habido una renuncia tácita y más que tácita a todos o la mayoría de los territorios de ultramar en los que ahora andan montando círculos, que lo demuestre.
Sin perjuicio de que el carlismo no se considere a sí mismo un partido y rechace el concepto moderno de partido, etc. etc. Todos conocemos la cantinela. En cualquier caso, eso no impidió que usara por largo tiempo el nombre oficial de Partido Carlista.
Ferrer, Historia del tradicionalismo español, Tomo XXIX, Editorial Católica Española, Sevilla, 1960, p. 134. Trata el asunto en varios otros lugares. Léase también El cisma mellista, de Juan Ramón de Andrés, passim, en particular pp. 225, 229 y 243.
Polo y Peyrolón, M., Memorias políticas (1870-1913): crisis y reorganización del carlismo en la España de la restauración. Las páginas concretas que tratan el conflicto entre Mella y Carlos VII las referenciaré cuando pueda.
Polo, Memorias políticas.
Palabras de José Miguel Gambra en La Esperanza, «Rafael Gambra y el fuego amigo», 2024.
Elías de Tejada y Spínola, F., El Franco-Condado Hispánico, Ediciones Jurra, Sevilla, 1975, pp. 13-14.
¿Habrá acaso que matarlos a todos? Querría que Tejada hubiera sido más claro en este punto.
Tejada, El Franco-Condado Hispánico, pp. 171-172.
Citado por Brocos Fernández, J. M., en «Una pequeña historia del Carlismo del siglo XX a través de tres semblanzas», Revista Arbil, nº 120.
Puede leerse aquí. Resulta un poco extraño que no tenga ni fecha ni firma, pero es evidente que la ha escrito Tejada, y eso mismo se dice en uno de los añadidos apócrifos de la reedición de 2021 de la Breve historia. También es llamativo que se atribuya el escrito a su Secretaría política, cuando no me consta que Tejada formara nunca parte de ella, o al menos no en el 75. En cualquier caso, este documento no se publicó y a efectos políticos es perfectamente nulo y vano, como veremos más adelante.
Ayuso, M., «Francico Elías de Tejada en el pensamiento tradicional hispánico», Fuego y Raya, nº 13, 2017, p. 125. Salvo que tuviera, de lo que jamás he visto ninguna prueba, una conversión en el lecho de muerte entre el 77 que fundó la CCML y el 78 que finó.
«Se retira de las elecciones por considerar a Franco enemigo del carlismo», El País, 1 de junio de 1977.
En 2021 fue reeditada, como parte de la colección De Regno, la Breve historia del legitimismo español de Melchor Ferrer, con la novedad de que se le añaden dos capítulos dedicados a los reinados de Don Javier y Don Sixto, capítulos que representan la versión oficial u oficiosa de los hechos de la antigua Secretaría Política. Me parece falsario incluir adiciones integradas sin solución de continuidad en el texto original y sin indicar en ningún lugar su verdadero autor, ni señalar más que en el prólogo el hecho de que sea una adición extraña. En el título se vende como «Melchor Ferrer, Breve historia del legitimismo español», cuando ciertamente lo que contiene el libro no es exclusivamente eso. No se puede siquiera citar con propiedad, pues, si se refiriera algún fragmento de esos capítulos finales como «Ferrer, M., Breve historia del legitimismo español, 2ª ed., etc.», se estaría mintiendo abiertamente al poner en la boca de Ferrer palabras que no son suyas. No puede decirse que haya una conspiración para hacer a Ferrer un sixtino, lo que su muerte en 1965 haría absurdo hasta el ridículo, pero en cualquier caso es una decisión editorial incomprensible y totalmente contraria a la costumbre académica. En el texto principal me referiré a estos capítulos como «el addendum» y lo citaré como «Anónimo, Breve historia del legitimismo (2021)», etc. En algún lugar de este librillo se pintaba este anonimato como gesto de humildad (p. 159), pero a mí me parece más bien un gesto de cobardía, que hace imposible atribuir a una persona concreta la responsabilidad de lo que ahí se afirma: ni las verdades, ni las medias verdades, ni las mentiras. Desconociéndose el autor, parece que lo justo es atribuir toda responsabilidad a Miguel Ayuso, presidente del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, por cuya cuenta se reedita este libro y se edita su addendum.
Citado por Brocos Fernández, «Una pequeña historia».
Orts Timoner, J. M., «30 aniversario de la muerte del rey don Javier», 2007.
Error que trato en mi artículo «En torno al término “soberanía”».
El texto más antiguo en el que he encontrado que Tejada afirme que Añastro era aragonés es el discurso de apertura de las jornadas hispánicas de derecho natural de 1972, pero ya en 1952 podemos encontrar su peculiar interpretación de la traducción de Añastro en su reseña de El poder entrañable de Vicente Marrero, y el modo en el que lo menciona me hace sospechar que ya había tratado el asunto en algún texto anterior. Por ahora queda pendiente de determinar el primer origen de este error.
Este error, destruido en mi artículo arriba citado, ha sido repetido incontables veces por Miguel Ayuso, en los años 1981 (reseña de El tradicionalismo español, de Mella, ed. Gambra), 1990 (Las limitaciones del poder), 2000 (La muy singular perfidia del soberanismo), 2001 (Bien común y soberanía, un viaje de ida y vuelta), 2003 (Hispanidad y globalización), 2005 (Las aporías presentes del derecho natural), 2019 (Soberanía o subsidiariedad), 2020 (La autodeterminación: problemas jurídicos y políticos), 2022 (Tradicionalismo y ultramontanismo en el mundo hispánico, así como ¿El pueblo contra el Estado? y también Barroco e Hispanidad), 2023 (La disolución de la política en la era del poshumanismo, así como una reseña de un libro de Thibault Barbieux), entre muchos otros, limitado como me veo a citar sólo de mi colección digital. Por lo que respecta al error sobre el origen de Añastro, el primer lugar donde he encontrado que se corrija es en Tradición política e hispanidad (2020), texto al que no tengo acceso pero que Juan Fernando Segovia cita en la p. 49 de Barroco e Hispanidad, libro colectivo en el que también Ayuso se corrige en este punto en la p. 403. De entre las obras que no se citan aquí, podemos asumir que se halle el error añastriano en más de la mitad, a lo menos en casi todas aquellas que toquen siquiera de costado el asunto de la soberanía. También lo menciona en un programa de Lágrimas en la lluvia, probablemente el que se refiere a la monarquía. Puede verse que este no es un error ocasional, sino uno de sus lugares comunes favoritos, y por extensión del tradicionalismo español. En torno a esta logorrea ayusiana presentaremos más adelante algún elemento de máximon interés.
Los errores de Tejada sobre Gaspar de Añastro no se limitan tan sólo a una interpretación forzada del sentido de la traducción de «souveraineté» por «suprema autoridad», sino que llegan a moverse entre el falseamiento y la abierta mentira en su discurso de 1972, ampliamente citado, así como en El Franco-Condado Hispánico (1975), también ampliamente citado, y en «Ideas política y fracaso de Juan Bravo Murillo» (1978). En 1972 dice, presentando una lista de los campeones del pensamiento hispánico contra la hidra europea, que «A la destrucción de la sociedad a la larga implícita en la teoría bodiniana de la soberanía, [oponen] la suprema autoridad dentro de un orden jurídico, que POSTULÓ [¿dónde?] el aragonés Gaspar de Añastro Isunza al traducirle “catholicamente enmendado”». En 1975, que «Cuando el aragonés Gaspar de Añastro Isunza vierte al castellano Las Repúblicas de Bodino “catholicamente enmendadas”, pone entre sus CORRECCIONES la de que los hispánicos no pueden aceptar la NOCIÓN de soberanía, debiendo sustituirla por la de la “suprema auctoritas”; dado que la soberanía es poder ilimitado por encima de los cuerpos sociales, mientra que la “suprema auctoritas” implica que cada cuerpo político, incluidas las potestades del monarca, está encerrado dentro de unos límites». En 1978, y aquí la MENTIRA es más clara que en ningún otro lugar, afirma, hablando de Bravo Murillo, que «Ya desde el principio, echando mano de su talento luminoso, sin conocerlos [¡quién pudiera!], quizás repite los mismos ARGUMENTOS [¿¡cuáles!?] con los que Gaspar de Añastro Isunza, al editar catholicamente enmendado a Jean Bodin, había sustituido la souveraineté por la “suprema autoridad”, ARGUYENDO [¿¡dónde!?] que poder ilimitado únicamente lo detenta Dios, y que, en una sociedad membrada, cada poder es omnímodo en el interior de la esfera que gobierna». He aquí una larga sarta de mentiras: Añastro ni postuló, ni corrigió, ni cambió la noción, ni arguyó NADA, sino que sencillamente se abstuvo de españolizar souveraineté como soberanía, que era una palabra sin uso en el castellano, más allá de algunos precedentes aislados en el siglo XV. Tejada pone en boca de Añastro sus propias elucubraciones, que no tienen más base salvo prueba en contrario que una conveniencia lingüística, y no habiendo cambios teóricos significativos en los capítulos relevantes, es sólo una decisión de traducción, y no tiene ningún sentido doctrinal. Y he aquí que Añastro, de ser el traductor e introductor de Bodino en España, pasa, por arte de birlibirloque, a ser su gran impugnador, que postula, corrige y arguye, y terminamos por tener todo un tratado de teoría política que Tejada se ha inventado por su portentosa prestidigitación. En algunos puntos su invención llega a ser tan exagerada que dudo de mi propia razón y me planteo si no conoce algún texto de Añastro al que yo no tenga acceso, pero ni a él ni a nadie le he visto citar tal cosa, por lo que no puedo sino asumir que no existe. De lo que quepa pensarse sobre su buena fe en esta materia, no me pronuncio. ¿Acaso se confundió? ¿Se sugestionó a sí mismo correcciones inventadas, a partir de la intuición que le sugirió un cambio idiomático? Dios lo sabe. En cualquier caso, si sería o no excesivo sacar conclusiones generales sobre la historiografía de Tejada a partir de un solo disparate que lo decida cada uno: por un perro que mató, mataperros le llamaron.
Así, todavía en 2020 habla Ayuso de «los que niegan (!) que exista la soberanía como Gaspar de Añastro, jurista alavés [¡por fin!] que traduce a Bodino catholicamente enmendado», y en 2022 dice que «La construcción bodiniana de la souveraineté, a continuación, es rechazada terminantemente (!) por el jurista alavés Gaspar de Añastro Isunza al verter en castellano Las Repúblicas “catholicamente enmendadas”». Pueden encontrarse varios otros textos iguales o peores. Debe decirse que la culpa principal está en Tejada antes de en los que le citan y recitan, pero nadie puede negar que esta intragable logorrea archireiterativa les deja en muy mal lugar.
Maravall, J. A., Estado moderno y mentalidad social (Siglos XV a XVII). Tomo I, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1972, pp. 269-277.
Parece que a Miguel Ayuso sólo le hicieron falta treinta años hasta que descubrió en 2019 la existencia de esta reedición (Soberanía o Subsidiariedad, p. 4), si bien Juan Vallet de Goytisolo ya lo citó en 2002 (Anatomía y fisiología del Estado moderno en comparación con el Estado tradicional) y 2004 (Los dogmas políticos vigentes). No excluyo que entre las decenas y decenas de veces que cuenta la historieta de Añastro haya alguna cita anterior al estudio de Bermejo que se me ha escapado, pero en cualquier caso eso sólo haría tanto más grave que no lo haya leído.
El dossier de 'CeTáCeo Sixtino' me ha recordado a los escritos del 'observatorio de la súper secretaría'.
Me tienes con ansias de leer la próxima entrada. El peligro que yo veo es que los tradicionalistas hispánicos, sea por un excesivo miedo a todo lo que rezuma teoría o por un quimérico “realismo político” devengan conservadores irrefdomables.