Antes de analizar la historia de Europa en clave providencial, se hace necesario considerar su contexto, es decir, la historia general de la Humanidad, a partir de los principios que hemos establecido en el artículo anterior: la Revelación y la reflexión sobre las intenciones de la Providencia que regala, premia, castiga y da gracia.
El hombre fue hecho para ser feliz adorando a Dios y dándole gracias. No podía ser menos, porque el Creador, por el mismo hecho de ser supremo, es por necesidad bueno. Sin embargo, encontramos al hombre desde los comienzos de la historia conocida enemistado con Dios y con su prójimo, infinítamente apartado de ambos. En su misma constitución natural se haya enfermo y debilitado, moral y físicamente. En el mejor de los casos, se encuentra en la posición de Ovidio: “Veo el bien, lo amo, y entonces hago el mal”1. En el peor, su conciencia está tan corrupta o su inteligencia es tan corta que ni siquiera llega a plantearse tales dilemas. Se nos presenta como unidad de alma y cuerpo, pero su entendimiento es falla constantemente en conocer la verdad con e imperar sobre las pasiones corporales. El mismo conocimiento de Dios, absolutamente necesario para cumplir ese fin propio del hombre como criatura, se encuentra en la antigüedad globalmente apagado y, a lo menos, mezclado con el error.
De todo lo cual se muestra como un punto evidente que Dios no pudo crear así al hombre. Antes bien, el estado presente de la Humanidad no puede deberse sino a una caída desde una posición original mejor y más feliz. Y en esto —como en tantas otras cosas, aunque en pocas con tanta fuerza— concuerdan la razón abstracta, la revelación divina y los mitos de todos los pueblos antiguos, que ponían en el comienzo de los tiempos una edad de oro en la que los hombres vivían con los dioses. Ahora bien, el Creador justo y bueno jamás podría causar un mal gratuitamente, de lo que se sigue que tuvo que haber una culpa originaria que hizo merecido el paso a la situación que conocemos.
Los primeros hombres caen, pues, de su dignidad original. Posteriormente, se hacen tan culpables que traen sobre sí mismos cuya enormidad da testimonio de una malicia más grave de lo que podemos imaginar. Sería superfluo recopilar testigos de aquel gran castigo a través del agua que sobrevino a la humanidad en sus comienzos: el mundo entero es testigo.
Así, en la noche de los tiempos surge la estirpe de los hombres tal y como ahora la conocemos, tras caer de la primera dignidad semidivina y tras sufrir la mayor expiación posible a través de la destrucción violenta. La humanidad se extiende por toda la tierra y la subyuga, las naciones y razas se diferencian entre sí, y se crean las bases de lo que eventualmente se llamará Europa.
Sobre la humanidad en la antigüedad, en todo el mundo y también en Europa, sólo se puede decir que era malvada, maldita y corrupta, confirmando hasta la saciedad las palabras de Maistre según las cuales “el hombre es malo, horriblemente malo”. Y esta corrupción presenta un interés particular por lo que respecta a sus relaciones con la divinidad, pues nos encontramos, en aquella humanidad creada para conocer a Dios y darle gracias, con el más profundo error religioso extendido universalmente. En un mundo creado y dominado por un solo Dios providente, el trato de la humanidad con el orden superior se ha reducido al politeísmo, la adoración de los ídolos, el culto de los muertos y los pactos con los demonios, en lo que fundamentalmente consistían las religiones de la antigüedad, mezcladas con diversos elementos supervivientes de la religión original.
Los antropólogos ilustrados, partiendo de su fe en el progreso, tomaron ese estado de bajeza como un suceso de necesidad natural, desde el que por fuerza habrían los hombres de avanzar y elevarse con el paso del tiempo. Sin embargo, Dios no pudo crear en tal estado a los hombres, según lo ya dicho, y la misma existencia del error religioso da testimonio de la corrupción desde una verdad original de la que se ha decaído. En ninguna parte se da a Dios un culto agradable; pero nos encontramos con que en todo lugar se da culto, se ora y se ofrecen sacrificios. Los hombres se han apartado de Dios, pero en todos los idiomas se encuentra esa misteriosa palabra, Dios, cuyo objeto nadie ha visto ni entiende, y que sigue, sin embargo, recibiéndose de padres a hijos hasta el inicio de los tiempos. Y, aun en esos cultos y mitologías sumidos en el error, se encuentran signos que apuntan a un origen en el que se dio culto al único Dios verdadero. Los primeros hombres conocieron a Dios, porque Él se dio a conocer2; lo cual hace a la idolatría y el politeísmo inexcusables, y culpables hasta el infinito.
De modo que, habiendo sido creada en alta dignidad, y educada por Dios mismo en el culto que le es debido, se arroja voluntariamente la Humanidad del oro al barro. Adoración de los elementos, adoración de rocas, adoración de árboles, adoración de brutos, adoración de estatuas, adoración de hombres. Sacrificio de infantes, sacrificio de mujeres, sacrificio de criminales, sacrificio de amigos y enemigos; en el mejor de los casos, mero sacrificio de animales. A todo se adora menos al Dios verdadero, y todo se da en sacrificio menos un corazón contrito y humillado. En lo político, se debate el mundo entre el brutalismo tribal y el despotismo asiático del dios-emperador, no menos cruel.
Es en ese contexto, pues, donde debemos ubicar a Europa. Una Humanidad condenada por su propia culpa a una degradación que no le sirve sino para hacerse más culpable, que caba su propia fosa y se hunde en las tinieblas del error; que nada ha merecido de Dios sino desprecio. Aquí nos encontramos dos faros de esperanza. Por un lado, la Redención gratuita de Dios, que en ese mundo entregado al Maligno se hace “un linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para Su propiedad”3. Por el otro, y aquí entra el campo hacia el que estas cuestiones preliminares se dirigían, comienzan a definirse en la costa norte mediterránea pueblos con caracteres singulares, que, sumidos como los demás en la ceguera de la infidelidad, se guardan, sin embargo, para un futuro papel trascendental en la historia sagrada.
Met. VII, 17.
Esto ha sido confirmado hasta la extenuación por los antropólogos. Véase Der Ursprung des Gottesidee, de Wilhelm Schmidt.
1 Pedro 2, 9.