LEY NATURAL Y SOBERANÍA (II): el título de la soberanía
La primacía absoluta del bien común como clave de la legitimidad
En el artículo anterior analizábamos la cuestión de la naturaleza del poder soberano y su fundamento en la ley natural. Estando el ser humano necesariamente dirigido a la vida en sociedad y al bien común de ésta, en virtud de ese bien común está obligado a obedecer a la autoridad que lo regule, que es el soberano. Ahora bien, todo lo que eso nos dice es que es natural que los hombres vivan en sociedad y obedezcan a algún soberano, lo cual levanta una seria dificultad: todos los soberanos son necesariamente concretos, y el estudio de la naturaleza del hombre en sí misma sólo indica que debe obedecer a alguien, no a este o a aquel. Entre el análisis abstracto y la obligación concreta hacia este hombre o hacia esta asamblea hay un salto en apariencia insalvable. Y es que, aunque todos los hombres por naturaleza están llamados a la vida en sociedad, que exige tener un soberano, ningún hombre por su propia naturaleza tiene un derecho particular a mandar más que a obedecer.
A todo esto podría responderse que da igual: aunque nadie por sí mismo tiene derecho a ser soberano, considerado en su naturaleza o incluso en sus virtudes individuales, basta con el hecho de que algunas personas han llegado efectivamente a serlo. Así, aunque nadie tiene particular derecho a ser soberano, la obligación de ley natural se concreta sencillamente en que cada uno debe obedecer al soberano instituido en su sociedad. Sin embargo, esta aparente solución no lleva, una vez se analiza a fondo, a nada. En primer lugar, queda en tinieblas la cuestión del nacimiento originario de la soberanía en cada sociedad. Tampoco explica con qué razón o título se da el hecho de que una nueva persona, física o jurídica, acceda a la soberanía, ni responde a la cuestión de a quién debemos obedecer, es decir, quién es soberano, cuando dos o más personas se disputan entre sí la soberanía sobre una sociedad. En última instancia, al reducir el derecho de soberanía al mero hecho de su posesión, acaba disolviendo su concepto, pues, como se demostró en el artículo anterior, la soberanía es, por naturaleza, un derecho, y todo derecho debe tener un título.
Por tanto, podríamos plantear así la cuestión: ¿Cuál es la causa inmediata de que, en esta sociedad concreta, esta persona en exclusión de todas las demás tenga el derecho de soberanía, es decir, el poder de mandar en pro del bien común a todos los miembros de esa sociedad, que están moralmente obligados a obedecer?
DOS RESPUESTAS A LA CUESTIÓN
A esta pregunta se la ha respondido de diversas maneras desde la tradición clásica del derecho natural. En la medida en que la ley natural descansa en última instancia sobre Dios, a menudo se ha parodiado a esta escuela diciendo que, según sus postulados, el derecho de los soberanos se funda en una elección divina directa, lo que vulgarmente se entiende por derecho divino de los reyes. Nunca ha habido, sin embargo, salvo entre los reyes del antiguo Israel, un derecho de soberanía directamente fundado sobre la Revelación. No habiendo, por tanto, una designación divina directa, la cuestión es cómo puede, a través de actos humanos, tal persona llegar a ser la autoridad legítima que debe obedecerse por ley natural, ley que sí viene directamente de Dios. A esto se le han dado fundamentalmente dos respuestas: la teoría de la traslación y la teoría de la designación.
La teoría de la traslación, formulada por la segunda escolástica de la Contrarreforma (aunque cuenta con precedentes importantes), viene a decir que, dado que nadie en particular es sujeto de la soberanía por naturaleza, por la ley natural son sujeto originario de la soberanía todos en general, es decir, la sociedad o comunidad en su conjunto. A partir de ese primer estado de la sociedad recién constituida en el que nadie tiene más autoridad que otro, sino que todos la poseen en su conjunto, al ser imposible ejercerla de hecho por la multitud en general, se traslada ese poder al soberano concreto a través del consentimiento de la comunidad. De la misma manera en que por naturaleza los bienes materiales no pertenecen a nadie en concreto, y el derecho humano viene a repartir las cosas como propiedad privada, el poder pertenece a todos en general originariamente, y el derecho humano traslada el imperium a alguien en concreto a través del consentimiento. Esta tesis, formulada por pensadores de la tradición católica clásica, podría parecer semejante a la soberanía popular de Rousseau, pero tiene diferencias insalvables. En primer lugar, no se otorga su mero ejercicio, su usufructo, sino que se traslada verdadera y genuinamente la soberanía de tal manera que deja de pertenecer a la comunidad para ser cosa propia del soberano. Tampoco proviene esa autoridad de la mera voluntad humana o la suma de ellas, sino de la ley natural que hace al hombre naturalmente social. Por tanto, no se puede entender como un “contrato social” por el que se pasa de un estado de naturaleza a un estado civil, sino que, siendo el hombre en todo momento social, esa necesaria autoridad natural se traslada a un particular desde su sujeto originario natural1. Esta teoría fue la más común en la segunda escolástica, siendo sus máximos representantes el español Francisco Suárez y el Cardenal Roberto Bellarmino2.
La segunda teoría, la teoría de la designación, cobró fuerza a partir del siglo XIX, como reacción a la Revolución francesa y a la teoría rousseauniana de la soberanía popular y el contrato social, si bien tiene precedentes como Francisco de Vitoria3. Según esta teoría, la soberanía (potestas, imperium o como quiera llamársele) no reside ni por un instante en la comunidad o el pueblo en general, que no es sujeto apto para su posesión, sino que es transmitida directamente por Dios al soberano a través de causas segundas. Es decir, una serie de circunstancias (que varían dependiendo del autor), que constituyen aquel derecho humano que media entre la ley natural abstracta y el derecho concreto del soberano, son la causa inmediata de que tal persona adquiera el poder legítimo, sin que le sea transmitido por ningún posesor anterior salvo Dios mismo. Esta teoría ha sido defendida por varios autores neoescolásticos, tales como Theodor Meyer4, el Cardenal Billot5 o el español Enrique Gil Robles6.
ERRORES INSALVABLES DE LA TESIS DE LA TRASLACIÓN ORIGINARIA
La primera tesis, pese a ser venerable por los grandes hombres que la han sostenido, contiene absurdos que la hacen demostrablemente falsa y digna de rechazo. Antes de nada, toda la teoría sufre de una tendencia a reificar el poder soberano, tomando como un cuerpo, objeto de traslación física, lo que es un poder moral. Así, entendiéndose que el imperium es una cosa que siempre tiene que estar en manos de alguien, y que si una persona llega a tenerlo tiene que ser porque otra se lo transmitió, la pregunta a la que la tesis de la traslación originaria trata de responder viene a ser: “¿Dónde estaba la soberanía antes de la soberanía?”. A lo que sencillamente hay que contestar: en ninguna parte, porque no existía.
Sin embargo, el mayor problema de la tesis es que la atribución de la soberanía a la comunidad en general en un tiempo originario es un contrasentido, porque se le confiere la posesión de un poder que es por naturaleza incapaz de ejercer, y precisamente porque es incapaz de ejercerlo se juzga que se ve obligada a transmitirlo. Pero un poder imposible de ejercer no es un poder en absoluto. Es decir, que el conjunto de la comunidad, o la multitud que la compone tomados juntos o uno a uno, no son un sujeto apto de la soberanía, con lo que no es más que un flatus vocis decir que son por naturaleza su sujeto originario. Antes bien, habrá que decir que por naturaleza no son su sujeto, ni originario ni derivado.
Si per impossibile asumiéramos lo contrario, sin embargo, no nos vemos ante menores dificultades. Y es que, supuesto que la soberanía le pertenece como sujeto natural al pueblo, o a la comunidad en general, lo que se seguiría es que no podría transmitirla, pues un derecho natural es inalienable. Así, aun contra la evidente intención de sus autores, que habrían abominado de cualquier especie de liberalismo a la francesa, nos encontramos con que la tesis de la traslación originaria acaba llevando a la soberanía nacional rousseauniana, que, como vimos en un anterior artículo, tiene dificultades insalvables ante el tribunal de la razón y de la historia, además de ser contraria a la tradición católica expresada constantemente por el Magisterio.
Finalmente, podría rematarse la cuestión señalando la profunda ahistoricidad de la tesis. Su distinción entre un primer estado de la sociedad en el que aún no hay soberano determinado, por un lado, y un segundo estado en el que éste ha sido determinado a través de alguna clase de consentimiento expreso o tácito, por el otro, sencillamente no tiene correlación en los hechos, y va contra el modo en que vemos que se han formado y se continúan formando las sociedades humanas. Incluso si en algún caso particular puede llegar a haber apariencia de soberanía que se transfiere por alguna especie de acuerdo general expreso o tácito, eso no deja de ser un caso concreto, mientras que lo que afirma la tesis de la traslación es que siempre y por naturaleza el poder concreto se constituye por una transmisión del poder poseído en conjunto. Además, la existencia de soberanos que se constituyen por elección no es en absoluto una confirmación de esta tesis, porque que alguien haya sido determinado en un cargo por consentimiento no significa que ese cargo le haya sido transmitido por los que consienten. Lo cual nos lleva a la siguiente tesis.
LA TESIS DE LA DESIGNACIÓN
Vemos, por tanto, que la tesis de la traslación es extremadamente endeble. Ahora bien, la única alternativa posible es la tesis de la designación. Porque un derecho o se tiene por naturaleza o recibido, y, si se tiene recibido, se recibe o de otro sujeto distinto de Dios o de Dios mismo. Si se recibe de otro sujeto distinto de Dios, éste a su vez deberá tenerlo también o recibido o por naturaleza, y, si se recibe de Dios, se recibe o por un acto sobrenatural o a través de causas segundas de la naturaleza. Pero la soberanía no se tiene por naturaleza, porque todos los seres humanos compartimos naturaleza y no somos soberanos, ni la tiene la comunidad por naturaleza por las razones que hemos visto arriba. Tampoco se puede recibir de otro sujeto que no sea Dios, porque a ese sujeto se le aplicaría a su vez la misma disyuntiva: si la tuviera por necesidad de naturaleza, no podría trasladar ese derecho, ya que el derecho natural es inalienable; si la tuviera concedida por Dios por medios sobrenaturales no podría otorgársela a nadie más sin una nueva intervención sobrenatural, porque no es lícito que el hombre revoque los mandatos divinos; y, finalmente, si la tuviera por causas segundas de la naturaleza no podría transmitírsela a otro por su sola voluntad, sino sólo en la medida en que respecto a ese tercero se vuelvan a repetir esas causas segundas. La última opción es que se reciba de Dios. Ahora bien, si se recibe de Dios por un acto sobrenatural, la existencia de ese acto deberá ser un hecho público conocido por todos los súbditos, porque el derecho imposible de conocer no genera obligaciones, y no hay soberanía donde los súbditos no están obligados. Pero entonces cada soberanía, para existir, debería tener una Revelación divina pública que confirme su derecho. Esto, además de ser ridículo, es desmentido por la historia; y, siendo la existencia de soberanos una necesidad de naturaleza, volvería necesarias por naturaleza las constantes intervenciones sobrenaturales, lo que es un contrasentido. Sólo queda, por tanto, una opción: la soberanía se adquiere por parte de un sujeto concreto en virtud de la ley natural a través de causas segundas, es decir, la tesis de la designación.
FORMULACIONES DEFICIENTES DE LA TESIS
Sin embargo, hay importantes diferencias entre unos autores y otros alrededor de cuáles son exactamente esas causas segundas. Varios autores de peso sostienen, de una manera u otra, que la causa de determinación de la soberanía (que no de traslación) es el consentimiento de los súbditos. Así parecen pronunciarse, entre otros, Francisco de Vitoria7, Louis Billot8 y Santo Tomás de Aquino, que parece dar a entender en su comentario a las sentencias de Pedro Lombardo que el consentimiento eventual del pueblo es causa suficiente para otorgar legitimidad a quien es en origen usurpador9.
Esta posición, aun contándose —literalmente— nombres venerables entre sus defensores, posee también dificultades insalvables. En primer lugar, es problemática la misma idea de que el pueblo, tomado en conjunto, tenga capacidad de consentir o dejar de consentir un dominio. El principio unitario de acción común de la sociedad es el soberano, con lo que no puede haber una acción unitaria como “consentir” sin que haya ya una autoridad. Frente a todo soberano siempre habrá una parte de los súbditos que reconozcan su soberanía y otros que no, e incluso si hay una mayoría, aun una amplia mayoría, que consienta al soberano, puede haber territorios concretos en los que la mayoría diga lo contrario. ¿Se reduce entonces la designación mediante consentimiento a puro democratismo? ¿Las partes del territorio que no consientan al soberano están obligados respecto de él en virtud de quienes sí consienten? ¿Y las familias e individuos que no lo hagan? ¿Basta el 51% del apoyo para legitimar a cualquier gobernante? Todo esto acaba fallando porque la sociedad no es una unidad de sustancia sino una unidad moral, y precisamente lo que le da la unidad es el soberano común cuyos actos se imputan a todo el conjunto. Si una parte de los súbditos puede, al reconocer a su soberano común, obligar a otra, estamos asumiendo ya la existencia de un vínculo entre todos los súbditos, vínculo que no puede existir sin que haya ya autoridad. No se puede, por tanto, establecer la autoridad presuponiendo ese vínculo, porque éste a su vez depende de aquel.
Yendo, sin embargo, a un nivel más profundo, surgen problemas de mayor gravedad. Como ya hemos visto, el fin natural de la sociedad política es el bien común, el principio que hace necesarios a los soberanos y, por tanto, obligado obedecerles. Ahora bien, si ponemos el consentimiento de los súbditos como título inmediato de la soberanía, nos encontramos con que el tirano y el usurpador, es decir, quienes por definición más se oponen al bien común, tendrían legitimidad de origen con tal de recibir suficiente apoyo popular. En una situación en la que nos encontráramos con un tirano, por un lado, y un gobernante recto, por el otro, pero el primero —por ser un hábil engañador o encontrarse ante un pueblo vicioso— tuviera mayor apoyo popular, teniendo el segundo, sin embargo, suficiente apoyo como para imponer su gobierno efectivamente, resultaría que este último debe renunciar a su gobierno, e incluso que sería tirano si intentara gobernar, porque lo haría sin legitimidad. Nos encontramos, por tanto, con que se impondría como legítimo lo que más daña al bien común frente a lo más beneficioso para éste, y que deberían prevalecer los súbditos injustos sobre los justos. Ahora bien, el fin mismo de la sociedad es mantener el bien común y la justicia, con lo que debemos rechazar cualquier principio según el cual lo más legítimo acabe siendo lo más perjudicial. Esa separación radical entre el título de la soberanía y su fundamento es inaceptable y lleva a conclusiones absurdas. Lo cual nos lleva a mi formulación alternativa de la tesis de la designación.
EL VERDADERO TÍTULO DE LA SOBERANÍA
Mi tesis es la siguiente: no puede haber una visión coherente del título concreto de la legitimidad política que no se siga directamente de su fundamento abstracto de ley natural, el bien común. El fin es la causa de las causas, la ratio essendi, con lo que, como dice Juan Fernando Segovia en la Revista Verbo10, “no hay criterio superior de legitimidad política que el fin de la sociedad política”, con lo que debe reconocerse “la primacía del bien común como criterio de legitimidad política, último y fundamental, por encima de toda otra norma de legitimación” como clave para hallar el título inmediato de la legitimidad del soberano.
Si, por tanto, el fundamento de la soberanía en abstracto es el bien común en abstracto, la necesidad de naturaleza considerada en su esencia necesaria, el fundamento de la soberanía en concreto es el bien común en concreto, es decir, la necesidad de naturaleza considerada en su determinación contingente. Si la ley natural en abstracto exige que alguien sea obedecido en pro del bien común, la ley natural en concreto exige que sea obedecido este porque es quien está en mejor situación gobernar en pro del bien común. O, dicho de otro modo: el título de la soberanía es la idoneidad para proveer al bien común. La ley natural exige, en términos abstractos, que se obedezca a quien mejor provea al bien común, y ese mandato general se especifica creando obligaciones para todos los miembros de la sociedad hacia una persona —física o jurídica— a través de todo el conjunto de causas segundas que la ponen a ella, en exclusión de todas las demás, en la mejor posición para gobernar rectamente.
Esta es, en última instancia, la única visión verdaderamente coherente con la teoría clásica de la ley natural. Supuesto que el poder soberano es un derecho y no mera fuerza, y que esa obligación moral de obediencia sólo puede surgir de un fin de naturaleza, separar el título del fin de naturaleza que justifica la soberanía supone una mutilación injustificada e injustificable que destruye el bien común como principio absoluto de la política, e implica un servilismo contrario a la libertad humana, ya que entonces puede el hombre ser obligado por algo que va más allá de su bien de naturaleza.
Ahora bien, si entendiéramos esta idoneidad sólo en términos abstractos, es decir, las óptimas cualidades individuales para gobernar un país —prudencia, decisión, genio militar— la sociedad no se volvería sino una constante lucha por constituirse cada uno en soberano, al creerse cada ciudadano a sí mismo o a su jefe de partido como el verdadero genio capaz de salvar la patria. La política degeneraría en una continua sucesión de guerras civiles y golpes de Estado, como en las peores épocas del Imperio Romano, la mayoría de cuyos emperadores tuvo cortos reinados y no murió de causas naturales. Nadie habría que no se fuera a considerar a sí mismo el genuinamente idóneo, e incluso un buen gobernante, en teoría, debería ser desplazado con tal de que haya algún candidato mejor. La idoneidad individual no es un hecho público y patente, de modo que nunca sería seguro el que los mejores estén gobernando, y no podría haber un fundamento firme de la soberanía estable. El título de la legitimidad, por tanto, no es la capacidad personal tomada en abstracción de todo lo demás, sino todo el conjunto de circunstancias efectivas que hacen que tal persona, aunque pueda ser como individuo menos dotado que tal otra, pueda gobernar sin daño del bien común. Ahora bien, el título, para obligar a toda la sociedad, debe ser algo público y patente. ¿En qué hechos se concreta ese criterio, lo suficientemente claros como para tener la notoriedad propia de la cosa pública?
LAS CAUSAS DE ACCESO A LA SOBERANÍA
Las circunstancias por las que se puede acceder a la soberanía se especifican, en primer lugar, por el modo: o en virtud de una ley —es decir, estando la sociedad ya constituida— o sin base en una ley, por su mera apropiación efectiva, dividiéndose así en sucesión y ocupación, respectivamente. En el caso de la sucesión, puede ser una sucesión pura, por la que una ley establece la sustitución de personas en una misma posición —por ejemplo, el hijo del Rey que le sucede como tal tras su muerte o abdicación— o una entrega pacífica, por la que se cambia la personalidad del soberano, transformando la sociedad en sus principios políticos constitutivos, pero con acuerdo del soberano anterior —por ejemplo, el auto golpe de Estado por el que Napoleón III estableció su poder pleno con el consentimiento de los representantes de la Segunda República Francesa, o la abjuración por la que Juan Carlos de Borbón renunció a su cargo de sucesor de Franco a título de Rey para reconocer al poder constituyente del 78. La ocupación, a su vez, puede diferenciarse de acuerdo con la existencia o no de un soberano anterior, dividiéndose en ocupación pura simple —en una sociedad naciente, o habiendo sido destruida o anulada la anterior autoridad sin posibilidad de sucesión legítima— y en ocupación subsiguiente. La ocupación subsiguiente, por su lado, puede dividirse según sea contra un tirano o contra un soberano legítimo, en cuyo caso será deposición o usurpación, respectivamente. Finalmente, la usurpación da paso al último modo de adquisición de la soberanía, la usucapión, por la cual quien en un primer momento arrebata el poder a quien debía tenerlo, se convierte eventualmente en su mejor posesor, adquiriendo legitimidad por prescripción adquisitiva.
LA OCUPACIÓN SIMPLE Y LA DEPOSICIÓN LEGÍTIMA
La ocupación pura simple, que se puede dar allí donde no hay todavía una sociedad constituida, o, habiendo sociedad, su soberano ha sido eliminado o incapacitado, sin que las leyes puedan proveer un sucesor, puede equipararse a la deposición legítima. Ambas se caracterizan porque no hay soberano, ya que en el primer caso o nunca lo ha habido o ha sido destruido, y en el segundo caso, aunque hay un detentor de la soberanía, hace uso de ella sin legitimidad, por haberla adquirido mediante usurpación o usarla para oprimir al pueblo, con lo que, no proveyendo en absoluto al bien común, no hay obligación en conciencia de obedecerle y no es soberano en absoluto.
Es, pues, una situación en la que no hay soberano ni modo de determinarlo por leyes, ya que el redactar y aplicar tales leyes suponen una soberanía que en ese momento no existe. No puede determinarse por alguien que la transmita, ni por alguien que cree una nueva ley de acceso a la soberanía, porque en el mismo hecho de tomarse la autoridad de determinar el soberano se estaría haciendo soberano a sí mismo. Tampoco por el consentimiento de los gobernados, porque la soberanía se manifiesta en imperar sobre quienes quieran y quienes no quieran. Tampoco se transmite directamente por Dios mediante una Revelación.
El único medio de demostrar, por tanto, que verdaderamente en tal situación uno es capaz de gobernar en pro del bien común, es hacerlo de hecho. Es decir, donde no hay soberano, la óptima posición para ejercer la soberanía pacíficamente se demuestra por el mismo hecho de tomarla y hacer uso de ella, porque ese uso muestra que se es realmente capaz de ello y pone en las mejores circunstancias para continuar ejerciéndolo pacíficamente, sin dañar la unitas pacis que constituye el bien común. Donde no hay soberano, la soberanía es, por hacer una analogía con el derecho privado, res nullius, de modo que, como aquello que no es de nadie, es de quien lo toma. Como decía Joseph de Maistre, en una de sus expresiones aventuradas, el origen de la soberanía no es otra cosa que una usurpación legítima, si puede haber tal cosa11.
Como corolario cabe decir que, en el caso de la deposición legítima, no es la única condición el ejercicio tiránico del poder por el soberano anterior. El criterio último de la legitimidad es el bien común, y para que se mantenga el bien común toda sociedad necesita estabilidad pacífica en la persona del soberano, para lo que se instituyen leyes de sucesión. Por tanto, incluso cuando un soberano hace uso injusto de su poder, si ha accedido a la soberanía legítimamente a través de las leyes de sucesión, de su mandato siguen extrayéndose bienes en pro de la sociedad: la estabilidad del gobierno, la unidad de la sociedad, el orden, y la seguridad de que el acceso pacífico del poder a través de las leyes de sucesión continuará más allá de ese concreto soberano, evitándose la guerra civil y pudiendo confiarse en que sus sucesores sean mejores que él. La deposición del tirano con legitimidad de origen conlleva el peligro de que le sustituya alguien peor que él, de que se desate la guerra civil, que puede ser el peor de los males de una sociedad, e, incluso si nada de eso sucede, implica siempre una ruptura arriesgada del orden de la sociedad, que siembra un precedente de rebelión y mina la estabilidad del nuevo soberano, a quien no se le tendrá el respeto que da la antigüedad y podrá sufrir nuevas intentonas esta vez en su contra, y puede que por parte de nuevos tiranos. Así, daña por necesidad el bien común en una de sus bases más fundamentales, de modo que, para estar justificado, el daño al bien común que supone la permanencia del tirano debe ser sensible y manifiestamente mayor. Para que se justifique la deposición, los actos de tiranía deben ir no contra el bien privado de algunos particulares, en cuyo caso más vale que unos sufran en provecho de todos, antes que lanzar a la sociedad entera al caos; sino que tendrán que ir contra el bien común de la sociedad en sus fundamentos más básicos, como sean la seguridad e integridad de la nación o la defensa de sus principios constitutivos, y, en todo caso, deberá ser el último recurso. Frente al usurpador, por el contrario, es decir, quien ha entrado al poder de forma absolutamente ilegítima, ya sea mediante invasión o golpe de Estado contra el soberano legítimo, no hay en absoluto relación de legalidad sino de pura fuerza, y, en esa medida, está en estado de guerra contra todos los miembros de la sociedad y cualquiera de ellos puede y debe quitarlo del poder, incluso con la muerte, como dice Santo Tomás en Scriptum Super Sententiis II.D44.Q2.A2.AD5.
LA SUCESIÓN
Todas las soberanías están compuestas de hombres, y todo hombre es mortal. La sociedad, sin embargo, tiene una vocación de permanencia que va más allá de la vida humana. Por eso, renovándose constantemente el cuerpo social a través de la muerte y los nacimientos, también quienes ostentan la soberanía deben ser sustituidos frecuentemente. En el modo de hacer esto hay dos posibilidades: o el soberano es una persona física, en cuyo caso la ley de sucesión determinará una sustitución en el cargo; o es una persona jurídica, en cuyo caso la ley de sucesión determinará el modo en el que nuevos miembros llegan a formar parte de esa asamblea, sea como reemplazo a los fallecidos, sea porque las leyes fundamentales prescriben una sustitución periódica. En un caso como en el otro, los dos modos principales de sucesión son la herencia y la elección; y, si bien tendemos a vincular la herencia con el sistema monárquico y la elección con el republicano, son también posibles las monarquías electivas y las repúblicas aristocráticas. De entre estos modos, es superior el cargo vitalicio y la sucesión por herencia, al desvincular a los gobernantes de los intereses espurios que crean la elección y la reelección.
¿Cómo puede ser una ley de sucesión título de legitimidad? La respuesta es que, allí donde hay una sociedad constituida con un soberano legítimo, las leyes de sucesión constituyen un medio público y manifiesto por el que todos los miembros de la sociedad son impelidos a aceptar pacíficamente la accesión al poder de quien o quienes esas leyes determinen. Ellos son, por tanto, los más capaces de tomar la soberanía y hacer uso de ella sin dañar o destruir la unidad pacífica de la sociedad que constituye su bien común, de modo que, en circunstancias normales, la legitimidad sucesoria es una prueba evidente de que se tiene el título natural de la soberanía, la idoneidad para gobernar en pro del bien común.
La ocupación es el único medio posible allí donde no hay soberano legítimo, pero, una vez la sociedad está constituida, su bien común, que es la unidad en la paz alrededor del gobernante, requiere que ese soberano se mantenga estable y permanente. La ocupación no puede asegurar ese orden en absoluto, sino que, convertida en la forma normal de accesión al poder, haría de la comunidad política un constante estado de guerra civil, de golpes y contra-golpes que impiden el gobierno efectivo en pro del bien común. Este es un estado de cosas que se puede encontrar fácilmente en diversos períodos de la historia en los que se destruye y decae el principio de legitimidad sucesoria, cayendo la sociedad política en un constante estado de caos hasta que este principio se ve restaurado y se acepta por la generalidad de la sociedad una legitimidad determinada.
Esa necesaria permanencia del soberano, por el contrario, exige un criterio para la sustitución de personas en el cargo que sea aceptado por la generalidad de los miembros de la sociedad, y en particular por los encargados de hacer valer la autoridad del soberano. Debe, por tanto, haber una ley sucesoria que sea pública y de todos conocida, y elaborada de tal manera que tenga aceptación general y resulte difícil o imposible de cambiar, lo cual se logra máximamente a través del respeto que da la antigüedad y el carácter consuetudinario. Una vez está determinada con tales condiciones la persona de la autoridad, es manifiesto que el designado por la ley sucesoria es la mejor persona para el gobierno independientemente de sus capacidades personales, pues es mejor la paz ordenada bajo un mediocre, que siempre puede ser asistido por consejeros que suplan sus carencias, que la guerra civil e internacional bajo un genio. Aunque parezca que a corto plazo un pretendiente distinto puede ser mejor soberano, incluso si puede acceder al poder sin llevar inmediatamente a la guerra civil, hay que tener en cuenta que esa vocación de permanencia no se proyecta sobre unos años y décadas, sino siglos o milenios. Y, en el correr de los siglos, la fuente del éxito es la estabilidad y el orden en el respeto a la autoridad firme, y no los individuos geniales. Tal es el caso de Napoleón, que, teniendo los mayores dones personales, acabó despoblando y oprimiendo a Francia, y dejándola a merced de invasores extranjeros. Los Capeto, en sus 800 años de reinado constante a través de reyes buenos y malos, la mayoría de ellos mediocres, hicieron Francia; los dos imperios franceses, fundados en el genio individual y el éxito militar fulminante, dejaron una Francia más pequeña de la que recibieron y vendida a sus enemigos.
LA ENTREGA PACÍFICA DEL PODER, O RENUNCIA TRASLATICIA
Además de la sucesión, se encuentra otro caso de cambio de personas en virtud de ley, excepcional, que es la entrega pacífica del poder. Es aquel caso en el que un soberano determina de motu propio su sucesión como máxima autoridad por otra persona o grupo de ellas, pero que supone no una mera sustitución en el cargo sino una destrucción de la antigua autoridad que él mismo representa y su reemplazo por otra totalmente nueva. Siendo el soberano una persona jurídica, implica la supresión de sí misma como asamblea soberana y la orden de que se reconozca como soberano a otra persona, sea una nueva asamblea o una persona física. Siendo el soberano un monarca, implica la renuncia a la soberanía por sí y por todas las personas que pudieran sucederle de acuerdo con la ley fundamental del Reino, junto con la orden de que se reconozca como soberano a otra persona, sea un nuevo monarca (bajo igual título u otro nuevo) sin legitimidad sucesoria de acuerdo con el orden anterior, sea una asamblea.
Tras la entrega pacífica del poder, el antiguo soberano puede seguir existiendo dentro del orden político como un órgano del Estado, pero ya no como la autoridad máxima (como el Senado romano tras la institución del Imperio en César Augusto, o la persona real en las monarquías parlamentarias). Para ser verdadera entrega pacífica debe ser no sólo voluntaria sino libre, con lo que quedarían excluidos los casos en los que se fuerza la voluntad a través de graves amenazas, lo cual lo hace más bien una usurpación (como pudieran ser las abdicaciones de Bayona).
La continuidad en la sucesión y la forma política fundamental, como hemos dicho, es el pilar del bien común del cuerpo político, con lo que tal entrega del poder sólo puede estar justificada por causas que verdaderamente incapaciten al orden político anterior para seguir proveyendo al bien común. Esto ocurrirá solamente si la continuación sucesoria ha devenido imposible por causas sobrevenidas, o si, siendo posible, es indeseable porque ha quedado absolutamente manifiesta la incapacidad del régimen establecido para proveer al bien común. Esto último es difícil de imaginar, porque, supuesto que tan malo es ese régimen para el bien común que hace menos daño la inestabilidad de cambiarlo que el mantenerlo en pie, no es de esperar que su soberano esté tan preocupado por el bien común como para estar dispuesto a renunciar a la soberanía. No es, sin embargo, imposible, y se pueden encontrar ejemplos históricos.
También es necesario subrayar que esta entrega pacífica justificada, si bien es propiamente un título de soberanía, no es una traslación, pues la soberanía es intransmisible (lo que hace “entrega” un término impropio). Entre el último acto del soberano original y el acceso del nuevo soberano hay un hiato insalvable, en virtud del cual, si se acepta la fuerza de ley de su mandato, se le sigue reconociendo como soberano, y, si no se acepta, no hay razón para reconocer la transmisión de la soberanía como una orden soberana vinculante. Por el contrario, la entrega justificada del poder es vinculante en la medida en que, realizando como último acto de soberanía el antiguo gobernante una orden de aceptar a quien designa, le pone en la situación óptima para tomar el poder tras su renuncia. Realizada su renuncia, y siendo la necesidad del cambio de poder tan manifiesta como para justificar tal transformación, es un hecho público que quien debe tomar ahora el poder es aquella persona que el antiguo soberano designó, a quien pasan a obedecer inmediatamente los magistrados del país. No se da, de esta manera, una transmisión, sino una disolución del antiguo poder y creación de uno nuevo, siendo el último acto del primero la preparación del camino al nuevo para su adquisición pacífica.
Como corolario, en el caso contrario de que el soberano decida renunciar a la soberanía en favor de otro sin que haya en absoluto una causa que lo justifique, el acto es nulo y no se puede ni se debe aceptar. En tal supuesto, por el hecho de renunciar sin necesidad se ha hecho a sí mismo incapaz de ser soberano, pues ni es posible ser soberano contra la propia voluntad, ni es la mejor persona a favor del bien común alguien con tal malicia o inconsciencia. Adquiere inmediatamente la soberanía, por tanto, su sucesor legítimo según las leyes vigentes, que tiene el derecho de tomar el poder contra el antiguo soberano y contra aquel a quien ha intentado transmitir la soberanía sin necesidad. Así ocurrió con el Rey de Aragón Alfonso I, que declaró como sus sucesores en testamento a las órdenes cruzadas, disposición que fue declarada nula por los notables del Reino en favor de su hermano Ramiro II, sucesor legítimo.
LA USURPACIÓN
Vistos los títulos de la soberanía, queda la cuestión de lo que ocurre cuando llega al poder alguien sin tales títulos. Cuando se toma el poder sin título para ello contra quien sí lo tiene, sea contra el soberano, sea contra su sucesor legítimo inmediatamente tras la muerte de aquel, hablamos de usurpación. La obediencia al soberano y el cumplimiento de las leyes sucesorias son la base del bien común estable y constante en la sociedad, con lo que, si se atenta contra la obediencia al soberano o la legitimidad sucesoria, se daña a la sociedad tanto en el momento presente como a largo plazo, en la medida en que se ha atacado directamente uno de los fundamentos del orden social. No habiendo protegido al soberano legítimo ni siquiera el honor de la legitimidad, del que el usurpador carece, y habiendo, además, sentado un precedente, el usurpador se encuentra en constante peligro de sufrir usurpación en su persona o la de sus sucesores. Con lo que la usurpación no sólo lanza a la sociedad a la guerra civil (que puede, per accidens, no ocurrir en algún caso, pero que de por sí es el resultado natural del acto) en el momento mismo, sino que daña su unidad indefinidamente y abre la puerta a futuras guerras civiles, hasta que vuelva a fundarse un orden sucesorio respetado. Para mayor abundamiento, el hecho mismo de que no haya tenido escrúpulos para acceder ilegítimamente al poder es un signo seguro para asumir que tampoco temerá hacer un uso tiránico de él una vez se lo ha apropiado, tanto más cuanto necesitará usar medios represivos para anular a sus previsibles opositores, llevando al país a la obediencia servil a sus intereses en el lugar de la justa obediencia en pro del bien común propia del recto gobierno.
De lo cual se sigue que, dañando la usurpación no sólo en el presente sino a la posteridad, el mal que supone la guerra civil para echarle y reprimir a sus partidarios es menor que el mal que supone su apropiación injusta del poder, aun suponiendo que pudiera ser pacífica, y aun suponiendo que no sea previsible una tiranía particularmente dura en su gobierno, ni vaya a atentar contra las leyes y formas fundamentales de la sociedad. De modo que mucho más será justa y necesaria la resistencia hasta el final cuando se trata de una usurpación que pretende cambiar las bases fundamentales de una sociedad y su gobierno (un intento de revolución republicana en un país de tradición monárquica, por ejemplo), y cuando se funde sobre bases ideológicas falsas y nocivas, pues los errores en las ideas llevan con necesidad a los horrores en los hechos.
¿Qué obediencia se le debe, por tanto, al usurpador que adquiere la soberanía de hecho? Mientras el soberano legítimo mantenga algún poder efectivo, ninguna. Estando la sociedad partida entre el usurpador y el soberano legítimo, se debe correr bajo el ala de la legitimidad, prestarle toda la obediencia que merece como autoridad suprema, y apoyarla y defenderla en la guerra civil contra el desorden mientras domine parte del territorio.
Pero, ¿y si es absolutamente derrocado, y el usurpador toma incontestablemente el poder? En ese caso, nos encontramos ante dos relaciones. En primer lugar, la relación con el usurpador detentor de la soberanía. Es ciertamente un tirano y una autoridad ilegítima, pero tiene el poder de hecho. En esa medida, aunque no merezca en sí mismo respeto, es quien está en la mejor situación para imponer las leyes y mantener, si bien no la justicia, sí aquel mínimo de orden público sin el que la sociedad se disuelve definitivamente. Por tanto, aunque todas sus leyes sean injustas por la fuente incluso cuando son materialmente justas, no habiendo nadie más que, en ese momento, pueda imponer esas leyes necesarias, se le deberá obedecer respecto de ellas. Careciendo, sin embargo, de legitimidad por su autor, esas leyes no habrá que cumplirlas absolutamente, sino sólo en la medida en que lleven al bien común, en lo cual se diferencia del soberano legítimo (pues sus leyes, por naturaleza, también vinculan sólo en virtud del bien común) en que el respeto a su autoridad no pertenece en absoluto al bien común. Antes bien, el desorden en la sociedad podrá resolverse sólo en la medida en que se le pierda todo respeto, con lo que, en caso de duda, y no perteneciendo uno de sus preceptos a la ley natural, se lo puede (o incluso debe) desobedecer sin daño a la conciencia. Por lo que respecta a la existencia misma de su soberanía, ni tiene derecho a ella ni trae ésta ningún bien al país, con lo que la obligación en conciencia del súbdito no es respetarla sino conspirar permanentemente contra ella, lo cual nos lleva a las obligaciones con el sucesor legítimo.
Esta segunda relación permanece, aun careciendo el soberano legítimo de poder efectivo, en la medida en que sigue siendo aquel que puede ejercerlo en mayor provecho del bien común, al restaurar la sociedad en el respeto a sus leyes tradicionales que son la base de su unidad y su paz. Existe, por tanto, una obligación política de trabajar, en la medida de las propias posibilidades, para hacer posible lo necesario, su accesión al poder. No teniendo en el campo de los hechos poder coactivo, la relación con sus partidarios no es de soberano a súbdito, sino una relación política en la que ambos deben colaborar en orden a restaurar al primero en todos sus derechos. En esa medida, en circunstancias normales procede la obediencia al pretendiente legítimo por parte de sus partidarios, pues a partir de la unidad que da la dirección común es como mejor puede organizarse su acción política. También, finalmente, sería posible que se creen entre el pretendiente y sus partidarios relaciones de derecho consuetudinario, lo cual daría una fuerza si cabe más firme a su obligación.
LA PRESCRIPCIÓN ADQUISITIVA O USUCAPIÓN
Sin embargo, y pese a todo lo dicho en el punto anterior, es un hecho comúnmente aceptado que un usurpador puede devenir soberano legítimo, en su persona o en sus sucesores. Como decía Joseph de Maistre, la soberanía es la usurpación legitimada por el tiempo. ¿Cómo es esto posible? En la medida en que, volviendo al punto central de este artículo, el único título de la legitimidad es el bien común, el cual no es tanto un derecho del soberano o su familia sobre el pueblo o la comunidad, sino lo contrario, un derecho de la comunidad a ser gobernada por quien mejor pueda hacerlo.
Puede ocurrir, por tanto, que quien no es en un primer momento quien mejor habría provisto al interés del país, pero toma pese a todo el poder contra el orden establecido, acabe, por circunstancias sobrevenidas, convirtiéndose en la persona que mejor puede gobernar la sociedad y adquiriendo por tanto derecho a ello.
Esto requiere dos condiciones. En primer lugar, que ejerza de hecho su poder en pro del bien común. Es absurdo plantear si está en el mejor interés de la sociedad la continuación en el poder del gobernante sin legitimidad en su origen, si el mismo ejercicio que hace del poder, incluso abstraído del origen ilegítimo de su fuerza, es tiránico, injusto y perjudicial para la comunidad. Aunque pasaran un millón de años y se extinguiera cualquier pretensión del soberano legítimo y sus sucesores, el tirano no puede adquirir legitimidad in aeternum.
La segunda condición es que, gobernando el usurpador de origen o sus sucesores rectamente la comunidad, su sustitución por el soberano legítimo o sus sucesores, o sea imposible, o no pueda realizarse sin un manifiesto daño mayor al bien común que el que supone su continuación en el poder. La imposibilidad puede sobrevenir o por falta absoluta de sucesores legítimos del pretendiente usurpado, o por renuncia de todos ellos. El caso en el que haría más daño la sustitución en el poder que la continuación del usurpador de origen es más difícil de determinar, pero sus condiciones habituales suelen ser, para empezar, la sustitución del usurpador por su sucesor, que no se haya implicado directamente en el suceso de la usurpación, de modo que, en esa medida, no suponga tan grave daño moral su permanencia en el poder. Esto va de la mano con el paso del tiempo que calme el justificado odio contra el usurpador y sus sucesores, y la disminución de los partidarios del pretendiente legítimo hasta el punto de que un golpe de Estado para instaurarle en la soberanía devenga imposible o extremadamente difícil, tendente a fracasar o a suponer tales esfuerzos que el bien alcanzado no valga la pena. Es un elemento central, asimismo, la profundidad de la ruptura del nuevo régimen con el anterior. Si la usurpación consiste principalmente en un cambio de personas, manteniéndose, sin embargo, la estructura política fundamental (sustitución de una dinastía por otra, por ejemplo), será mucho más fácil el arraigo del nuevo soberano hasta hacer conveniente su mantenimiento. Si, por el contrario, supone una mutilación del territorio, o un cambio de régimen, sobre todo si la antigua forma de gobierno era de profundo arraigo y tradición en el país, la prescripción adquisitiva se vuelve casi imposible, mientras existan posibilidades reales de restaurar el antiguo orden.
Finalmente, un orden político que sea contrario a la ley natural y divina en sus principios constitutivos, como puedan ser los regímenes comunistas y liberales, es absolutamente incapaz de adquirir legitimidad por usucapión, pase el tiempo que pase y haya o no haya un sucesor legítimo del régimen anterior que reivindique el poder. Mientras no se transforme, abandonando esos principios, será permanentemente incapaz de cumplir la primera condición, pues por el mismo hecho de estar fundado sobre ideas falsas y nocivas gobernará contra el bien común con la necesidad con la que las consecuencias se siguen de las premisas, y todo el contenido de sus leyes y su modo de proceder estará imbuido de esos errores contrarios a la justicia y a las verdaderas necesidades naturales de toda persona y sociedad. Tirano de origen y de ejercicio, está excluido de la legitimidad por la eternidad.
RESUMEN Y CONTINUACIÓN
Toda esta cuestión, que ha dado pie al artículo hasta ahora más largo de este blog, puede resumirse en lo que sigue: el soberano, necesario por ley natural, necesita un título para su derecho, una causa que lo haga legítimo a él en vez de a cualquier otro. Siendo insatisfactorias tanto la teoría de la traslación como las versiones de la teoría de la designación que ponen como causa de la designación algún hecho independiente del bien común, la causa de la legitimidad sólo puede ser la misma necesidad en pro del bien común, su fundamento de ley natural, concretados sobre una persona. Esa idoneidad, allí donde no hay soberano en absoluto o éste no es legítimo por la tiranía grave en daño del bien común, se muestra por el hecho mismo de ejercerla rectamente, de la misma manera en que la propiedad de lo que no es de nadie se constituye por su ocupación. Donde sí hay un soberano constituido, se muestra en situación de normalidad a través de leyes generalmente aceptadas que establecen la sustitución de personas en la soberanía por accesión pacífica, y, siendo esto imposible o dañino, a través de la renuncia del soberano a favor de uno nuevo. Finalmente, quien ha tomado la soberanía sin derecho puede eventualmente lograr esa idoneidad porque su sustitución por quienes en un principio tenían la legitimidad, o se ha vuelto imposible, o haría más daño al bien común que su continuación en el poder.
Resueltas así estas cuestiones disputadas, continuará esta serie de artículos tratando la casuística de la obediencia a las leyes (la ley en perjuicio del bien común, la ley inmoral, la ley nula, etc.), y, finalmente, la relación entre el soberano, la ley natural y la ley positiva, tratando de superar las diversas aporías a las que lleva el tratar de limitar el poder supremo sin hacer que deje de ser verdaderamente supremo.
Estas diferencias y otras más, formuladas por el neoescolástico jesuita Theodor Meyer, se exponen en el artículo Un hito en la historia del pensamiento político: La refutación neoescolástica de la tesis del pueblo como sujeto originario del poder, de Sergio Raúl Castaño, que ha sido una de las principales fuentes del artículo.
Suárez trata la cuestión principalmente en De legibus, y Bellarmino en Vindiciae pro libro tertio De laicis, sive secularibus.
Quien expone su posición en Relectio De potestate civili.
Theodor Meyer SJ, Institutiones iuris naturalis seu philosophiae moralis universae secundum principia S. Thomae Aquinatis.
Louis Billot, Tractatus De Ecclesia Christi Sive Continuatio Theologiae De Verbo Incarnato.
Enrique Gil Robles, Tratado de Derecho Político vol. II, libro IV. Esta ha sido una de las principales fuentes del artículo, y recomiendo leerlo para profundizar en el tema.
En el punto 8 de la obra arriba citada.
La posición de Louis Billot, expresada en De Ecclesia Christi, se expone sucintamente en el artículo de Sergio Raúl Castaño arriba citado.
Scriptum Super Sententiis Líber II, Disputatio 44, Questio 2, Artículus 2, Adversus 5.
Las citas están extraidas de Legitimidad y bien común: La tarea del gobernante, 2012, núms. 509-510.
Prólogo del Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas.