En los artículos anteriores hemos realizado una labor principalmente crítica alrededor del problema de la soberanía, en primer lugar, mostrando que la comunidad política no puede fundarse sobre una norma suprema, y, en segundo lugar, que sufren problemas insuperables las teorías que quieren frenar el poder soberano a través de la autoridad de ciertas leyes positivas superiores a él. Ahora, para dar una respuesta positiva, daremos un paso atrás, analizando la naturaleza de la obligación política y su origen en la ley natural.
EL SIGNIFICADO DE LA OBLIGACIÓN POLÍTICA
Antes de nada, hay que preguntarse: ¿En qué consiste la soberanía? Lo primero que nos salta a la vista es que es un poder de mandar. Y, si es un poder de mandar del soberano, es, en esa medida, una obligación de obedecer de los súbditos. ¿Pero en qué sentido decimos que es un poder? En este punto, me parece, chocan dos perspectivas contrarias e inconciliables. La primera, el poder del soberano es un poder en el sentido más puro de la palabra, es decir, una fuerza, de modo que con poder de obligar no queremos decir otra cosa que capacidad de forzar. Correlativamente, la obligación del súbdito es una obligación en la medida en que se ve obligado, es decir, que no le queda más remedio; el súbdito se define por entrar en el radio de acción de la fuerza coactiva del soberano. En contraposición a esta primera posición, está la que sostiene que el poder del soberano es un poder moral, es decir, un derecho que implica la capacidad de crear en los súbditos verdaderos deberes correlativos. No simplemente una capacidad de forzarles, sino una posición jurídica en virtud de la cual puede formular reglas del obrar que vinculan a los súbditos de tal modo que no pueden ignorarlas legítimamente, de manera que, en virtud de la preexistencia de ese deber, surge el derecho de obligar a realizarlo o castigar su incumplimiento.
La primera posición, que es la de los positivistas modernos, cuyos padres son Hobbes y Spinoza, tiene dificultades insuperables. Y es que, pese a la apariencia de sencillez e incluso crudo realismo que pueda tener, no logra capturar la esencia de lo político tal y como efectivamente se da en la realidad humana. En primer lugar, hace absurda toda la cuestión: si la validez de las normas es sinónimo de su eficacia, y su eficacia no es más que la capacidad del soberano para doblegar las voluntades de sus súbditos a través de los males con los que les pueda amenazar, pierde todo sentido el preguntarse qué puede hacer el soberano, así como qué deben hacer los súbditos. No existe, propiamente hablando, obligación de los súbditos hacia el soberano, sólo una situación de sujeción física a sus medios personales y materiales. Así, igualados el poder moral del soberano con su poder físico, la respuesta se hace tan sencilla como tautológica: puede todo lo que pueda; es decir, su autoridad llega tan lejos como su capacidad, de modo que la pregunta sobre los límites del soberano debe responderse exclusivamente en el campo de lo contingente, siendo una cuestión técnica alrededor de la potencia de sus medios, su óptima organización y la docilidad de sus súbditos. Ningún soberano será omnipotente, por supuesto, ya que siempre habrá algún mandato que va más allá de sus posibilidades reales, de modo que acabe en la rebelión, el magnicidio, la secesión o la guerra civil, pero no hay nada que a priori le esté absolutamente excluido. Por el lado contrario, el súbdito tampoco está obligado a nada: su obligación no va más allá de lo que vayan las fuerzas del Estado para forzarle o castigarle en sus circunstancias concretas, de tal suerte que el súbdito asimismo puede todo lo que pueda, es decir, que toda desobediencia le es lícita al súbdito con tal de que le sea posible, del mismo modo que toda opresión le es lícita al soberano con tal de que tenga las fuerzas para llevarla a cabo.
Lo cual revela el problema detrás de esta posición: lejos de explicar la sociedad, el Derecho, el Estado y la soberanía, no hace otra cosa que negarlos. Se vuelve un caso análogo a las teorías que tratan de reducir la vida a la materia inerte, de modo que, antes que explicar la vida en lo que tiene de propio y específico, la niegan, tomándola por una mera especie de aquello contra lo que, prima facie, se define. Del mismo modo, las teorías que tratan de reducir la sociedad y el Derecho a la pura fuerza niegan que haya en absoluto tal cosa como la sociedad. Más que haber sociedad, Derecho, política y ley, lo que hay no es más que la pura fuerza, sólo que, cuando es fuerza exitosa de forma generalizada a través de su organización, venimos a llamarla ley y Derecho. No habría, por tanto, sociedad, ni como algo natural, tal y como siempre ha sostenido la filosofía política clásica, ni como algo que adviene a través de un contrato, tal y como han pretendido los contractualistas modernos. Sólo habría, más bien, un estado natural de guerra, en el que la única regla es el ius omnium ad omnia, dándose la circunstancia de que en esa guerra universal hay un bando que lleva la ventaja de forma temporal, el soberano y sus magistrados, pero sin que cese la enemistad, en acto o en potencia, entre los súbditos y los gobernantes, así como entre el soberano y sus magistrados, y de todos los súbditos entre sí, y sin que ningún acto de obediencia o desobediencia esté más o menos justificado que otro, pues no hay espacio para la legitimidad ni la justificación, sino sólo para la fuerza de hecho. Se confunden el ser, el poder y el deber, así como el hecho y el derecho, de tal manera que, como decía Spinoza,
«Es cierto que la naturaleza, absolutamente considerada, tiene el máximo derecho a todo lo que puede. [...] es decir, que el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde llega su poder. Pero como el poder universal de toda la naturaleza no es nada más que el poder de todos los individuos en conjunto, se sigue que cada individuo tiene el máximo derecho a todo lo que puede o que el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder determinado».1
Lo cual requeriría una refutación propia y extensa, de índole principalmente metafísica. Pero, en cualquier caso, si se acepta ya no hay sitio para hablar de Derecho, porque el derecho se reduce al hecho, y, como mucho, cabría analizar las consecuencias probables de tales o cuales acciones, juzgando si es más o menos seguro que el violar tal norma resulte en un castigo, o que tal otra norma no llegue a ser eficaz por contravenir a otra. Lo cual ya no es Derecho sino sociología y cálculo de probabilidades.
Tampoco, por otro lado, cabría de ninguna manera tratar de solucionar la cuestión a través del artificio contractualista. Contra lo que los contractualistas han pretendido, a partir del estado asocial de guerra no puede llegarse a un estado de genuina sociedad, porque el contrato mismo, allí donde no hay una justicia objetiva que vaya más allá de los individuos que lo cierran, no tiene fuerza de obligar. Partiendo del ius omnium ad omnia, ni siquiera a través de la propia voluntad se puede limitar la propia voluntad, porque, cuando el derecho es la fuerza, con tal de que se tenga fuerza de contravenir lo prometido se tiene derecho a ello, de modo que los contratos no valen nada por sí mismos, y sólo podrán ser garantizados, en su caso, por las posibles represalias, pero no por ninguna fuerza interna de obligar.
Y las teorías contractualistas, así como las positivistas en general, no dejan de fallar, en última instancia, por el simple hecho de estar apartadas de la realidad de la vida. Lo cierto es que la misma naturaleza humana empuja a la vida en sociedad, a la que no se adviene por ningún contrato, y el mismo individuo, más que constituir la sociedad, se ve constituido por ella, dependiendo de su protección desde su nacimiento y siendo desarrollado en su misma razón y humanidad a través del lenguaje, que es un fenómeno social. Asimismo, en todas las sociedades, por profundas que sean las diferencias morales en unas y otras, la ley es tomada no sólo como mera fuerza, sino que contiene una pretensión de justicia y necesidad. El positivismo es una ideología ajena a la humanidad, y los mismos positivistas no pueden, a pesar de su positivismo, dejar de tener un sentido de la justicia y necesidad de la ley, y dolerse cuando les oprime la ley injusta; de modo semejante a cómo el nihilista no puede dejar de comportarse como si creyera en el valor de algo, aborreciendo el mal que se le hace y resistiéndose obcecadamente al suicidio. Así, de la misma manera en que San Vicente de Lerins puso como condición del dogma teológico el ser creído siempre, en todas partes y por todos los fieles (quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus)2, podemos con confianza considerar “dogma” de las ciencias humanas aquello que ha sido creído siempre, en todas partes y por todos los hombres, y lo contrario como una construcción ideológica contra la naturaleza, y por tanto rechazar el positivismo y el contractualismo como supersticiones extrañas a la humanidad.
Por último, y pasando a hacer un desarrollo positivo, el Derecho se distingue de la pura fuerza porque tiene un sentido específico. Un ladrón con un arma de fuego puede obligar a su víctima a darle bienes so pena de ser disparado, de modo que crea una regla de conducta coactiva, pero no se crea por ello una relación de súbdito y soberano entre el atracado y el atracador. Tampoco el mero hecho de que la fuerza coactiva se tenga de forma general y monopolizada sobre un territorio define la autoridad política frente a todas las demás formas de violencia, porque un ejército que saquea un territorio enemigo ciertamente tiene el monopolio de la violencia sobre éste, pero de ninguna manera se crea entre aquel y la población del territorio una relación de súbdito a soberano. Antes bien, lo que define al ejército hostil es precisamente ser enemigo del propio soberano y la propia sociedad, de modo que las relaciones con él sí que son de pura fuerza, siendo legítima cualquier resistencia contra su agresión para defender la propia vida, libertad y bienes, así como para restaurar la autoridad propia que se ha visto temporalmente anulada en esa zona a través de la invasión. De todos los ejemplos anteriores se muestra por qué la ley no puede ser “pura fuerza”; y es que, en realidad, nunca existe la pura fuerza, sino que toda fuerza es siempre fuerza ordenada a algo. Es esta ordenación propia lo que define al poder soberano en su naturaleza específica, y, en la medida en que ese fin propio es una necesidad humana natural, vincula en pro de esa necesidad a todos los hombres, creando un genuino deber. Pero esto nos lleva, a su vez, al campo de la moral, que es la ciencia del deber, el poder y el querer humanos, pues, alcanzada la conclusión de que el deber político es un deber moral humano, la ley de las acciones humanas o ley natural se vuelve la clave para comprender el origen y límites de la soberanía.
Queda sentado, por tanto, que la soberanía es y sólo puede ser un deber moral de obediencia a una persona, física o jurídica, por todos los miembros de una sociedad, cuyo cumplimiento se garantiza por la fuerza sobre los rebeldes. Ahora bien, ¿de dónde nace este deber? Habrá que analizar de dónde vienen los deberes humanos en general.
LA LEY NATURAL
La teoría de la ley natural sostiene que los deberes surgen de la naturaleza misma de las cosas. Sin embargo, esta posición ha recibido fuertes críticas, cuyo máximo representante es David Hume, según el cual es imposible deducir un hecho moral, un deber, de un hecho fáctico, un ser. Tal y como dijo en su Tratado de la Naturaleza Humana:
«En todo sistema de moralidad que hasta ahora he encontrado he notado siempre que el autor procede durante algún tiempo según el modo corriente de razonar, y establece la existencia de Dios o hace observaciones concernientes a los asuntos humanos, y de repente me veo sorprendido al hallar que en lugar de los enlaces usuales de las proposiciones “es” y “no es” encuentro que ninguna proposición se halla enlazada más que con “debe” o “no debe”. Este cambio es imperceptible, pero es, sin embargo, de gran consecuencia, pues como este debe o no debe expresa una nueva relación o afirmación, es necesario que sea observada y explicada y al mismo tiempo debe darse una razón para lo que parece completamente inconcebible, a saber: como esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son totalmente diferentes de ella, ya que los autores no usan comúnmente de esta precaución, debo aventurarme a recomendarla a los lectores, y estoy persuadido de que esta pequeña atención acabará con todos los sistemas corrientes de inmoralidad y nos permitirá ver que la distinción de vicio y virtud no se funda meramente en las relaciones de los objetos ni se percibe por la razón».3
De esta manera, de la naturaleza del hombre no se seguiría directamente ninguna obligación para él, ni siquiera de ninguna prescripción divina. Ahora bien, todo nuestro conocimiento proviene de tales proposiciones de hecho, con lo que, si de éstos no se puede deducir ningún deber, el conocimiento moral es imposible (salvo que hagamos una ética a priori, tal y como intentó Kant, lo cual trae sus propios problemas).
¿Qué respondemos a eso? Aceptamos esta crítica de Hume y la ponemos como base de nuestro conocimiento de la moral, con una salvedad. Sólo es posible deducir un “deber” de un “ser” a través de la categoría de fin.
Como un primer ejemplo sencillo, de las dos proposiciones de hecho “quiero hacer una tortilla” y “para hacer una tortilla, es necesario romper los huevos” se sigue necesariamente la proposición moral de que “debo romper los huevos para hacer la tortilla”. Se puede, por tanto, establecer un deber hipotético a través de la conexión necesaria de medios a fines: “Si quiero hacer una tortilla, debo romper los huevos”. Ahora bien, la moralidad trata no de juicios técnicos de la especie anterior, sino de los deberes objetivos del hombre en cuanto hombre. Por tanto, la moralidad debe fundarse en un fin, una primera parte hipotética de la proposición, que se cumpla en todos los hombres necesariamente, es decir, que sea parte de su naturaleza. En el ser humano, eso que todos por necesidad quieren es la felicidad, con lo que el formular reglas objetivas y universales para el hombre en cuanto hombre sólo puede hacerse según este esquema:
1. Si alguien quiere alcanzar la felicidad, debe hacer X.
2. Pero todo hombre quiere alcanzar la felicidad.
3. Luego todo hombre debe hacer X.
Ahora bien, ¿existe algún criterio objetivo con el que rellenar esa X? ¿Tiene el fin natural de la felicidad unos correlativos medios naturales? La respuesta es sí. Y es que la felicidad no consiste en otra cosa que la posesión de un bien, de tal modo que los hombres, que todo lo hacen buscando la felicidad, no hacen otra cosa con sus acciones que tratar de alcanzar constantemente los bienes que apetecen. ¿Pero qué es el bien? ¿No es acaso algo subjetivo, con lo que se hace imposible basar sobre esa categoría deberes objetivos? El bien de una cosa, no sólo del hombre sino de cualquier especie de ser, es la perfección de su función propia. Así, por ejemplo, el bien de un cuchillo consiste en tener las perfecciones necesarias para cortar, y de otro modo no será un cuchillo bueno. Asimismo, el bien de cualquier artista consiste en realizar correctamente su actividad propia de acuerdo con el fin de ésta (deleitar la vista o el oído de quien lo perciba, por ejemplo), de modo que el buen artista es el que tiene las habilidades adecuadas en orden a ese fin. Así también en el orden animal, siendo sus fines principales la conservación propia y de la especie, la perfección de un animal consiste principalmente en tener todos los medios que la naturaleza provee a su especie para alcanzar ambos fines. De todo lo anterior se sigue que, consistiendo la felicidad en la posesión del bien, y siendo el bien de cada cosa la realización de sus fines propios y los medios que a ello pertenecen, la felicidad del hombre consiste en la consecución de sus fines naturales, que son para él su bien.
Y esto no es sólo un esquema abstracto, sino la base sobre la que se da toda la acción humana, porque las mismas acciones malas siempre se hacen, bajo algún aspecto, para alcanzar un bien, y ese bien existe en función de un fin natural del hombre. El mal proviene de que se persiga ese bien desconectado de su fin propio que le da sentido, o que se realice un fin natural mientras se contradice otro. Así, el que engaña constantemente para obtener dinero no está persiguiendo un mal, sino su autoconservación, el honor en sociedad o algún otro fin propio del hombre, sólo que frustrando al mismo tiempo el fin de la comunicación humana (que es por definición comunicación de la verdad) y de la vida en sociedad, que exige el no dañar a otros. Y las aberraciones sexuales, como pueda ser el bestialismo, buscan el placer venéreo, que se sigue del fin natural de la procreación, pero de un modo directamente contrario a su fin propio. De esta manera se muestra que la ley natural no es una teoría moral abstracta más, sino la coherencia en las acciones humanas: Todos perseguimos distintos bienes, y esos bienes tienen valor en razón de un fin, con lo que lo integralmente bueno para el hombre en cuanto hombre no puede ser sino el seguir esos fines plenamente y en su orden propio. Así, la ley natural puede resumirse como sigue: consecución armónica de los fines naturales del hombre y lo que a ellos pertenece, subordinando los inferiores a los superiores y no contradiciendo unos en pro de otros.
EL ORIGEN DE LA SOBERANÍA EN LA LEY NATURAL
De todo lo anterior se sigue que, en la medida en que un deber sólo surge en virtud de un fin, un deber que sea común a todos los hombres de la sociedad, como es el deber de obediencia al soberano, sólo puede provenir de un fin natural al hombre, que es en esa medida vinculante y compartido por todos necesariamente (y no en virtud, como pretendían los contractualistas, de un acuerdo).
Ese fin no es otro que el fin político, la vida en sociedad, natural al hombre en la medida en que es un animal social, tal y como decía Aristóteles. Que el hombre tenga como fin natural la vida en sociedad se prueba fácilmente. Tanto para afianzar su seguridad más básica y los fines más sencillos del hombre, como sean la alimentación, salud y protección, como para los más altos, véase el conocimiento de la verdad, el ser humano depende totalmente de sus congéneres. Se guía menos por los instintos que el resto de animales, y aun éstos deben ser educados, y el uso de la razón, que es su facultad distintiva, lo alcanza sólo con el trato con los demás a través del lenguaje. De todo lo cual se muestra que es un fin natural del hombre vivir en comunidad, y la conservación y perfección de esa comunidad, su bien común, será asimismo un bien del hombre que debe perseguir por naturaleza.
¿Cuál es la naturaleza de ese bien? No puede ser un bien propio y exclusivo del Estado o de la comunidad entendida como una entidad separada de sus miembros, porque entonces no sería un bien del hombre, y no le crearía obligaciones. Tampoco puede ser ningún bien individual, porque si cada hombre participara en la sociedad sólo en virtud de un bien individual suyo, no tendría verdaderas obligaciones ni con la sociedad ni con sus conciuadanos, sino sólo la obligación de maximizar ese bien para sí mismo, vinculándose a los demás sólo en la medida en que sea necesario para ello. Por lo cual se excluye la visión materialista de la sociedad, pues los bienes materiales, por definición, no pueden poseerse por uno sin excluirse su disfrute por todos los demás; de modo que tampoco puede ser el bien común la suma de los bienes individuales de todos los miembros de la comunidad, porque estos bienes, una vez repartidos, son exclusivamente individuales, con lo que si el hombre estuviera en la sociedad sólo por ellos no debería buscar su reparto equitativo, sino tener la mayor parte posible. El bien común debe ser, por el contrario, aquello que sólo se logra por la comunidad y que todos los miembros disfrutan en su totalidad: su objeto, que es la vida común en un orden pacífico. El orden y la paz no son un engaño ideal para el provecho de los dirigentes, como lo es el bien abstracto del Estado o de la nación en exclusión de las personas concretas, sino que es tan real que, donde falta, su ausencia marca toda la vida social; pero tampoco es algo tangible ni divisible, y precisamente por no ser algo tangible es por lo que es común. Ahí donde está, cada uno de los ciudadanos disfruta del orden y la paz en su totalidad, no de este o aquel poco de orden, ni pueden unos pocos disfrutar del orden mientras otros carecen de él.
Sin embargo, este orden pacífico, o, en palabras de Tomás de Aquino, unidad en la paz (unitas pacis) está prescrito por la ley natural con necesidad sólo como fin abstracto, pero ni su sustancia concreta ni los medios por los que se alcanza en las circunstancias particulares propias de la realidad son de tal modo evidentes que se impongan por su propia fuerza a todos los miembros de la comunidad. La unidad en la paz requiere de la defensa de los intereses legítimos de cada individuo (pues no se puede cumplir el fin superior del bien común si se carece de los bienes inferiores propios de la autoconservación), lo cual exige reglas comunes y castigos para quienes las incumplan; también requiere normas concretas que determinen los modos y formas de acción por el bien común de todos en general y de cada uno en particular, y castigos para quienes las incumplan; y, en general, una infinidad de determinaciones, que, por no seguirse directamente de la naturaleza de las cosas (pues entonces serían parte de la ley natural), exigen una decisión.
Esta decisión la debe tomar alguien, y, en una misma comunidad política, la fuente última de determinación del bien común, es decir, la última instancia de decisión de lo que al bien común pertenece, sólo puede corresponder a una persona, física o jurídica, “quien tiene el cuidado de la comunidad”.4 Si hubiera dos o más fuentes últimas de tales decisiones, la comunidad estaría en todo momento en un estado de ruptura potencial. No habría un solo bien común sino varios bienes comunes que coinciden temporalmente, mientras las autoridades que han decidido que las cosas deben ser así en este momento no decidan que deben ser de un modo divergente en otro momento. No nos hallaríamos ante una comunidad política, sino ante varias comunidades políticas que temporalmente han llegado a un acuerdo sobre fines coincidentes, que sólo tiene la fuerza de pacta sunt servanda de cada autoridad para con todas las demás. Tal y como dijo Santo Tomás de Aquino,
«Si es natural al hombre vivir en sociedad con muchos, es necesario que exista entre los hombres algún medio por el que son gobernados. Porque allí donde hay muchos hombres, buscando cada cual su propio interés, la multitud se divide y dispersa, a no ser que haya entre ellos alguien que se ocupe del bien de la multitud. De la misma manera en que el cuerpo humano y de cualquier animal se desintegraría si no hubiera una fuerza que gobierne para el bien común de todos los miembros del cuerpo».
«Debe haber, por tanto, además de lo que mueve al bien propio de cada uno, algo que mueva hacia el bien común de todos».5
Este alguien, esta autoridad suprema, el que tiene el cuidado del bien común, la decisión última, es a quien llamamos soberano.
Y, siendo el bien común un fin natural de la vida humana, todos los hombres están por naturaleza vinculados a lo que pertenece al bien común, con lo que están obligados a cumplir con la determinación de los medios en pro del bien común que realiza el soberano, es decir, a obedecerle. De esta manera, la existencia de la soberanía y la obediencia que le es debida se fundamenta directamente en la ley natural.
Esto, que los autores modernos han rechazado como una fantasía, es, además, el único fundamento posible de la soberanía. O hay una ley de los deberes humanos que se funde en lo que todos tenemos en común y se extraiga de la naturaleza de las cosas, que todos podemos percibir en común, o no hay obligación común posible, con lo que no hay ni súbditos ni soberanos, ni sociedad en absoluto.
Sin embargo, lo que hemos visto hasta ahora sólo nos muestra que alguien debe ser soberano, no quién debe serlo. Pero los soberanos son todos concretos y reales, ¿cómo surge el derecho de soberanía y quién lo tiene? Asimismo, aunque ya conocemos el criterio que hace vinculantes los mandatos del soberano, no queda claro qué hacer cuando prescribe cosas injustas y contrarias al bien común. He ahí las cuestiones del próximo artículo: origen de la soberanía en concreto, soberano legítimo e ilegítimo, obediencia al tirano y el usurpador, límites del soberano y obediencia y desobediencia a la ley injusta.
Tratado Teológico-Político, Capítulo XVI.
Commonitorium, II, 5-6, col. 640.
Tratado de la Naturaleza Humana, Libro III, Parte I, Sección I.
Suma Teológica, Parte I-IIae, Cuestión 90, “De la esencia de la ley”, artículo 4: “La promulgación, ¿es esencial a la lay?”
De Regno, Libro I, Capítulo I.
Excelente artículo.
"El bien de una cosa, no sólo del hombre sino de cualquier especie de ser, es la perfección de su función propia. Así, por ejemplo, el bien de un cuchillo consiste en tener las perfecciones necesarias para cortar, y de otro modo no será un cuchillo bueno. Asimismo, el bien de cualquier artista consiste en realizar correctamente su actividad propia de acuerdo con el fin de ésta (deleitar la vista o el oído de quien lo perciba, por ejemplo), de modo que el buen artista es el que tiene las habilidades adecuadas en orden a ese fin. (...) De todo lo anterior se sigue que, consistiendo la felicidad en la posesión del bien, y siendo el bien de cada cosa la realización de sus fines propios y los medios que a ello pertenecen, la felicidad del hombre consiste en la consecución de sus fines naturales, que son para él su bien. Y esto no es sólo un esquema abstracto, sino la base sobre la que se da toda la acción humana, porque las mismas acciones malas siempre se hacen, bajo algún aspecto, para alcanzar un bien, y ese bien existe en función de un fin natural del hombre. El mal proviene de que se persiga ese bien desconectado de su fin propio que le da sentido, o que se realice un fin natural mientras se contradice otro. Así, el que engaña constantemente para obtener dinero no está persiguiendo un mal, sino su autoconservación, el honor en sociedad o algún otro fin propio del hombre, sólo que frustrando al mismo tiempo el fin de la comunicación humana (que es por definición comunicación de la verdad) y de la vida en sociedad, que exige el no dañar a otros. Y las aberraciones sexuales, como pueda ser el bestialismo, buscan el placer venéreo, que se sigue del fin natural de la procreación, pero de un modo directamente contrario a su fin propio. De esta manera se muestra que la ley natural no es una teoría moral abstracta más, sino la coherencia en las acciones humanas: Todos perseguimos distintos bienes, y esos bienes tienen valor en razón de un fin, con lo que lo integralmente bueno para el hombre en cuanto hombre no puede ser sino el seguir esos fines plenamente y en su orden propio. ASÍ, LA LEY NATURAL PUEDE RESUMIRSE COMO SIGUE: CONSECUCIÓN ARMÓNICA DE LOS FINES NATURALES DEL HOMBRE Y LO QUE A ELLOS PERTENECE, SUBORDINANDO LOS INFERIORES A LOS SUPERIORES Y NO CONTRADICIENDO UNOS EN PRO DE OTROS."