En el anterior artículo tratábamos sobre la impotencia de una norma suprema, emanada del Estado, para ser un efectivo límite y fundamento de éste. En este artículo seguiremos con la labor crítica, señalando algunos problemas de diversas visiones, tanto de corte pos-ilustrado como tradicionalista, sobre la relación entre el soberano y la ley, para, en un artículo futuro, tratar de dar una respuesta positiva, construyendo una teoría rigurosa del poder político que supere esas dificultades.
Comencemos planteando los términos de la cuestión: El hombre no nace ni con una Constitución ni con un Código Penal bajo el brazo, y, sin embargo, en todas partes lo vemos organizado en comunidades políticas con normas obligatorias. Desde el Estado moderno occidental hasta la tribu, con mayor o menor sofisticación, el hombre no puede dejar de unirse para vivir bajo reglas comunes, por necesidad de naturaleza. Es esa misma necesidad la que prescribe que, de algún modo u otro, cada una de esas sociedades, siendo independiente de todas las demás, dependa de una persona, física o jurídica, que, no recibiendo ley de nadie, dé la ley a toda la comunidad.
El problema de la política es el problema de esa máxima autoridad. Si esos soberanos no están sujetos a ley alguna, ¿está la humanidad entregada sin remedio a su arbitrio libérrimo? La misma razón de la existencia de la comunidad política es, entre otras, la paz y la seguridad; si el soberano puede cambiar todas las leyes de acuerdo con su pura y simple voluntad, por arraigadas y saludables que sean, o prescribir cualquier ley a sus súbditos, les cree o no grandes perjuicios, ¿no se vuelve, más que el garante de ese orden, su mayor amenaza? A esta cuestión se le han dado diversas respuestas, y es, de hecho, una de las principales motivaciones de la teoría política moderna, que ha tratado de poner límites al poder político a través de la Constitución.
EL CONSTITUCIONALISMO LIBERAL
Uno de los dogmas centrales del liberalismo es la idea de que «el pueblo es soberano», según dice la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789:
Artículo 3: El principio de toda Soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo ni ningún individuo pueden ejercer autoridad alguna que no emane expresamente de ella.
Artículo 5: La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los Ciudadanos tienen derecho a contribuir a su elaboración, personalmente o a través de sus Representantes.
Sin embargo, siendo el pueblo esencialmente incapaz de ejercer la soberanía, inmediatamente después de proclamarle soberano, el liberalismo le declara impotente para actuar por sí mismo, recayendo todo el ejercicio de su soberanía en sus representantes electos. ¿Cómo puede entonces evitarse un cambio continuo de las leyes más básicas según los vendavales de la pasión popular? ¿Cómo puede evitarse que los representantes del pueblo no vuelvan sus poderes contra él? ¿Y cómo puede evitarse que la mitad más uno del pueblo se decida a oprimir a la menor parte? El pensamiento ilustrado, tras la Revolución francesa transmutado en liberal, respondió a esta pregunta a través de la Constitución.
En resumidas cuentas, este es el proyecto constitucionalista: el pueblo, a través de toda la plenitud de su poder soberano, con un acto constituyente aprueba una ley fundamental, de términos claros e inequívocos, que contenga el mínimo necesario en el que se impongan los medios y formas por los que el resto de leyes se aprobarán, siendo nulas de otra manera, así como órganos separados que las apliquen y juzguen, y una serie de límites de su contenido posible, de modo que sean nulas también si atentan contra los derechos fundamentales que se disponen. Los representantes del pueblo, que elaboran esa Constitución en una asamblea constituyente, no tendrán, una vez que se promulgue, el poder para cambiar esa norma por medios ordinarios, sino sólo a través de un procedimiento agravado (que requiera una mayoría amplia, un referéndum sobre los cambios, etc.) de tal naturaleza que una modificación profundamente perniciosa para los derechos de una parte de la ciudadanía o su totalidad sea realmente difícil de llevarse a cabo.
¿Y cuál es el problema con eso? Para empezar: que es absurdo e imposible. Antes que nada, porque la misma idea de soberanía nacional o popular es contradictoria, un mero flatus vocis sin sentido real. ¿Qué clase de potestad es esa cuyo titular es natural y necesariamente incapaz de usarla? El pueblo precisamente se define por ser el objeto de la soberanía, el conjunto de los gobernados por un mismo poder, no su sujeto; y las dos clases de representación existentes, el mandato imperativo y la sustitución por incapacidad, son incompatibles con la clase de representación política que exige la soberanía popular. No puede representarse por mandato imperativo, ya que, si fuera capaz por sí mismo de dar órdenes precisas y definidas a sus representantes sobre cómo deben gobernar, no necesitaría representantes en absoluto. Precisamente necesita representantes porque es incapaz de dar esa clase de mandato. Y los representantes legales del menor o el incapaz suponen que el sujeto titular del derecho tiene la capacidad natural para ejercerlo, pero esta potencia natural está frustrada temporal o permanentemente por razones accidentales. Pero no puede ser titular de un derecho quien está natural y necesariamente incapacitado para ejercerlo; decir que el pueblo tiene derecho de soberanía es tan significativo como decir que una piedra tiene derecho de propiedad.
Pero eso no es todo. Supongamos, per impossibile, que el pueblo es un apto sujeto de soberanía; aún más: supongamos que es el sujeto natural de la soberanía, y su voluntad puede ser auténticamente representada a través de elecciones periódicas de representantes por sufragio universal, tal y como dice la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948):
Artículo 21: 3. La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
Pues bien: eso, antes que poner firmes bases al constitucionalismo, supone precisamente su destrucción. Y es que, configurada la soberanía del pueblo como principio único y absoluto de la ley, y supuesto que esa voluntad se manifiesta genuinamente por sus representantes, ¿cómo podría la Constitución suponerles a éstos un límite, cuando la autoridad de la norma procede de su propia voluntad, y, por tanto, así como la han puesto, la pueden quitar? Tal y como dijo el jurista Juan Bodino en sus Seis libros de la República:
«Puesto que el príncipe soberano está exento de las leyes de sus predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y ordenanzas. Cabe aceptar ley de otro, pero, por naturaleza, es imposible darse ley a sí mismo, o imponerse algo que depende de la propia voluntad. Por esto, dice la ley: Nulla obligatio consistere potest, quae a volúntate promittentis statum capit, razón necesaria que muestra evidentemente que el rey no puede estar sujeto a sus leyes. Así como el Papa no se ata jamás sus manos, como dicen los canonistas, tampoco el príncipe soberano puede atarse las suyas, aunque quisiera. Razón por la cual al final de los edictos y ordenanzas vemos estas palabras: Porque así nos ha placido, con lo que se da a entender que las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en buenas y vivas razones, sólo dependen de su pura y verdadera voluntad»1.
Este principio clásico del Derecho, que está ya contenido en el Digesto («Stipulatio non valet in rei promittendi arbitrium collata conditione»)2 y aun en nuestro Código Civil (artículo 1115: «Cuando el cumplimiento de la condición dependa de la exclusiva voluntad del deudor, la obligación condicional será nula»), no es sólo una costumbre firmemente establecida o un principio útil desarrollado por los juristas: es una regla absolutamente necesaria, analítica, que se deduce de la misma idea de obligación. Obligación es aquello que se debe cumplir aun teniendo voluntad en contrario; por lo tanto, el principio que da a la obligación su fuerza obligatoria no puede ser la voluntad misma del obligado. O, dicho de otra forma: Si la ley es la expresión de la voluntad general, la ley no puede limitar de ninguna manera la voluntad general.
De donde se sigue, con necesidad absoluta, que todas las constituciones liberales son nulas de pleno derecho, porque implican un contrasentido y por tanto carecen de los caracteres necesarios para crear obligación.
En última instancia, el constitucionalismo liberal es un intento incoherente de conciliación de dos principios contrarios de las revoluciones modernas: el principio de limitación del Estado y el principio democrático. Si el pueblo fuera verdaderamente soberano, y si sus representantes manifestaran auténticamente su voluntad, la mayoría absoluta de los representantes debería poder cambiar todas las leyes, incluida la Constitución. Los procedimientos agravados, como pueda ser la mayoría de dos tercios, no dejan de ser una restricción de la democracia: una minoría de los representantes (ergo, asumimos, del pueblo) puede imponer su voluntad de no cambiar la Constitución sobre una mayoría que sí lo quiere. La Constitución, para ser un límite efectivo para los representantes, debe ser difícil de cambiar; pero para ser difícil de cambiar, debe poner más y más exigencias que impiden que la voluntad pura y simple del pueblo o sus representantes modifique la norma fundamental, para lo que necesitará una amplia mayoría, de modo que la mayoría simple incapaz, por sí sola, de superar el procedimiento agravado, ve limitada su voluntad por la minoría conservadora; y se conculca la soberanía del pueblo de hoy en pro de la soberanía del pueblo de ayer, el que votó la Constitución en su momento. Esa conjunción entre el principio democrático y el principio de estabilidad puede mantenerse en el campo de los hechos, e incluso dar apariencia de perfecto funcionamiento en tiempos de paz y unidad social; pero no deja de ser una mezcla de elementos incompatibles, incoherente, y, por ello, inestable. Los dos principios luchan entre sí constantemente por prevalecer: no se puede tener estabilidad constitucional y soberanía popular al mismo tiempo permanentemente.
LAS ALTERNATIVAS TRADICIONALES
Pese a todo lo anterior, sigue sin parecer apropiado, aun rechazada la posición liberal, que el soberano tenga un poder absoluto para disponer de las leyes a su libre arbitrio. Es por eso que también por parte de los que rechazan el giro filosófico de la Ilustración, que en el campo de los hechos se traduce en la Revolución francesa y sus hijos ideológicos, se ha llegado a aceptar una especie de «constitucionalismo iliberal» de cariz bien distinto, pero también criticable.
El liberalismo se caracteriza por no basar la autoridad de la ley en ninguna finalidad intrínseca o necesidad natural, sino en la pura voluntad popular, que es a su vez una suma de las autonomías individuales, cuya libertad se cifra en el mero poder de elegir antes que en una correspondencia de la acción con la razón. Como lo puso el tradicionalista José Miguel Gambra, «La Constitución liberal conlleva siempre una raíz anticristiana, porque funda la validez de la ley en la voluntad humana y no en la ley de Dios o en la ley natural»3.
Esto es rechazado universalmente por los que se adscriben al derecho clásico, la tradición interrumpida por la Revolución francesa y sus homólogos, lo que podríamos llamar la filosofía política del «Antiguo Régimen». Pero, aun reconociendo que la raíz última de la ley no está en ninguna voluntad humana y mucho menos en la voluntad popular, ponen unos límites erróneos al poder soberano, influenciados, en parte, por el omnipresente pensamiento liberal. Según todos los tradicionalistas, el poder soberano está limitado, antes que nada, por la ley natural, es decir, la moral, la ley divina en la que el mismo poder soberano apoya su autoridad. Hast aquí, nada podría ser más cierto. Sin embargo, poner la ley natural como único límite del soberano parece no ser suficiente, porque, entendida la ley natural como una serie de normas abstractas y eternas que se siguen de la misma naturaleza de las cosas, estas normas abstractas necesitan una determinación en leyes positivas (positivo, del latín positum, puesto, establecido: la norma que se concreta a través de una decisión y se refleja en un precepto escrito), las leyes del día a día que todos conocemos. Ahora bien, estas leyes positivas suponen un abanico casi infinito de posibilidades: no son leyes positivas sólo las leyes penales, administrativas o civiles consistentes en un supuesto de hecho y una consecuencia, sino que las mismas leyes fundamentales de la estructura política de la sociedad son leyes positivas. Y hay también leyes consuetudinarias cuyo arraigo es una de las bases de su efectividad. ¿Todo eso puede cambiarlo el soberano por su simple y pura voluntad, sin más límite que no contradecir una serie de normas abstractas que suponen sólo la base desde la que la ley positiva debe desarrollarse por determinación?
Teniendo eso en cuenta, la ley natural por sí sola parece un límite claramente insuficiente a la acción de la autoridad política. Y aquí es donde, tratando de ofrecer una solución, algunas corrientes del pensamiento tradicionalista han realizado una crítica al principio clásico de Princeps legibus solutus est (el Príncipe no está atado por la ley), avanzando por un camino que, aunque sea bienintencionado, hay serias razones para considerarlo errado.
EL CONSTITUCIONALISMO ILIBERAL
Para hacer frente a ese peligro de despotismo que conlleva la idea de un soberano desvinculado de cualquier ley escrita, varios tradicionalistas han defendido que, aunque el soberano está por encima de gran parte de las leyes, habiéndolas él promulgado y siendo suya la decisión de cambiarlas, hay una serie de leyes fundamentales que están por encima del soberano, leyes que tienen tal autoridad que no las puede modificar sino por ciertos medios y formas que requieren el concurso de representantes del pueblo (que actúan por mandato imperativo, diferencia importante con la representación liberal), reuniéndose en Cortes de toda la comunidad o, en su caso, de una parte de ella para la modificación de las leyes tradicionales de una región, los fueros. Así, el esquema quedaría dividido en ley natural, por encima de todos; ley positiva superior al soberano, que proviene de la autoridad conjunta de éste y de las Cortes (o el Parlamento, o los Estados Generales —la denominación varía de país en país), y que puede ser nacional o regional (en cuyo caso se tratarán de Cortes locales); y ley positiva inferior al soberano, que proviene de su autoridad y puede cambiarla según su discreción considere.
¿Cuál es el problema con esto?
Partamos de la definición de ley de Santo Tomás de Aquino, que puede ser el súmmum de toda la corriente clásica de pensamiento, y su sistematizador más consistente: la ley es «una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad»4. Esa ordenación es necesaria por lo que respecta a su fin, el bien común, pero la ley positiva no procede directamente de la naturaleza de las cosas, sino que es una determinación de los medios contingente, es decir, que, siendo de tal modo, podría ser de otro. Una ley podrá ser en sí misma razonable, pero nunca tan razonable que no pudiera ser de otra manera: si se extrajera de la naturaleza de las cosas en su integridad y necesariamente, estaríamos hablando no de una ley positiva, sino de un precepto de la ley natural. Descansa, por lo tanto, en una decisión de que sea así y no de otro modo, y de que sea en absoluto; y toda decisión es decisión de alguien, de donde se deduce la última parte de la definición: precisamente porque hay una multiplicidad incalculable de modos en que se puede determinar la ordenación de los miembros de la comunidad hacia el bien común, y ninguna de ellas es con tal evidencia superior a las demás que se imponga por su propia fuerza sobre todos, tiene que haber alguien que tenga en sus manos la decisión última de lo que al bien común pertenece, es decir, de lo que es y no es ley.
Así, en una misma comunidad política todas las leyes deben depender, en última instancia, de la decisión de una misma persona, física o jurídica (en cuyo caso nos encontraremos ante una monarquía o una república, respectivamente). De otra manera, no nos encontramos ante una verdadera comunidad política, un conjunto de familias reunidas en orden a su bien común, porque la dirección a un mismo bien no es sino accidental, en la medida en que cada una de las autoridades últimas que dirigen los grupos que forman la multitud sólo mantiene a su comunidad unida al conjunto mientras no decida dirigirse a otro bien en su lugar, o disponer otros medios para ello. Estaríamos, en cualquier caso, ante un conjunto de sociedades políticas más pequeñas unidas accidentalmente por acuerdos, en cuanto sus diversas autoridades consideren que sus fines particulares coinciden.
Y, sentado que toda ley positiva conlleva una decisión, y por tanto una autoridad que toma la decisión, si hay leyes que no estén en esa relación de dependencia con el soberano, ¿en la autoridad de quién se basan? No puede ser en la de Dios, pues son leyes positivas y no naturales ni divinas. ¿En la de algún cuerpo de la comunidad política distinto del soberano? En ese caso, su autoridad se extiende a toda la comunidad política o sólo a una parte. Si es la autoridad suprema nacional sobre las leyes fundamentales, ¿no habría que decir, más bien, que es ese cuerpo el soberano? Si a su juicio el soberano ha violado gravemente esas leyes fundamentales, ¿puede deponerlo? Parecería entonces que eso lo hace a él la autoridad suprema, con lo que en nada se contradice lo que hasta aquí hemos dicho, sino que solamente habíamos identificado mal a esa autoridad. Y si es un cuerpo regional, capaz de desvincularse totalmente del soberano común si considera que se han violado sus leyes regionales, ¿no se trataría entonces, más que de una región, de una comunidad política de propio derecho, siendo aquel cuerpo su autoridad suprema, y estando vinculada a aquel otro soberano por un tratado, que tiene fuerza mientras no se viole? Si, por el contrario, consideramos que la autoridad tras esas leyes no es un cuerpo nacional ni regional, sino la asamblea común del soberano con los representantes de su pueblo, que tiene por el hecho mismo de esa participación común una mayor autoridad que el soberano solo, tendríamos que preguntarnos: esa autoridad tal que le permite promulgar leyes que ni el soberano por sí solo puede cambiar, ¿la tiene por sí misma, o la tiene por haber sido convocada, presidida y ratificada por el soberano? En el primer caso, nos encontraríamos con que esta asamblea común del Jefe de Estado o asamblea ordinaria, por un lado, y los representantes populares, por el otro, es el verdadero soberano de esa comunidad política, mientras que el que hasta ahora tomábamos por soberano es sólo quien ejerce los poderes propios de la soberanía de forma ordinaria, y que responde ante la persona jurídica de esa reunión común. Si, por el contrario, en última instancia las decisiones de la asamblea y su misma existencia dependen del soberano, éste sigue manteniéndose sobre ella, y por lo tanto las decisiones que tomen son las suyas propias y no le vinculan más de lo que le vinculan las suyas propias. Y, en todos los casos analizados, debemos plantearnos: si ambos lados se encuentran en un desacuerdo insuperable, si discrepan sobre lo que constituye el bien común y los medios para alcanzarlo, sin espacio para la composición de intereses, ¿la opinión de cuál de los dos debe prevalecer? La misma necesidad de las cosas que impone que haya comunidad política exige que, lo haga quien lo haga, se imponga alguien: la naturaleza aborrece la parálisis.
Finalmente, para acabar de fundamentar la tesis de que el soberano está por encima de todas las leyes positivas, responderemos a una última cuestión: ¿acaso no está el soberano vinculado a sus propias promesas? En el caso particular español, el nuevo Rey siempre comenzaba su reinado jurando los fueros de sus reinos; ¿acaso era una mera formalidad vacía e imposible que la ciencia jurídica ha superado? La respuesta no es ni sí ni no, sino depende. ¿Y de qué depende? Del fin mismo de la ley. Porque los juramentos y promesas son vinculantes, en efecto, pero el juramento de hacer el mal no obliga, sino que más bien quien haga tal juramento (en lo que ha pecado) está obligado a incumplirlo. En esa medida, argumento lo siguiente: toda promesa de no modificar una ley, o de modificarla sólo a través de determinado procedimiento, o se hace o no se hace con la cláusula implícita de que eso será así mientras lo contrario no sea necesario para el bien común. Si se hace con esa cláusula implícita, el soberano puede, en efecto, modificar esa ley sin violar el juramento en caso de que se haya vuelto lo necesario para el bien común. Si no se hace con esa cláusula implícita, sino que se jura mantener la ley absolutamente, el juramento es inmoral, porque toda ley existe para el bien común, que es su razón de ser, con lo que el soberano está obligado, si se vuelve necesario para el bien común, a incumplir la promesa, que era en sí misma nula e ilícita de raíz.
En todas estas soluciones, que tienen la noble intención de frenar el despotismo, nos acabamos encontrando de nuevo con errores del constitucionalismo liberal: no tienen en cuenta que, en última instancia, la norma no puede imperar por sí misma, sino que necesita una voluntad que la sostenga; y esa voluntad, en una misma comunidad política, no puede ser más que una, porque es la dirección común al bien lo que la constituye. Todo ese conjunto de leyes fundamentales y fueros intangibles que se ponen por encima del soberano se vuelven, así, una especie de «Constitución iliberal», que, aunque carece de varios de los vicios de las Constituciones liberales (no parte de la soberanía nacional, ni es una creación racionalista ex nihilo), se le puede, en cuanto Constitución, dirigir parte de las mismas críticas.
RECENSIÓN DE LO TRATADO
Tras todo este análisis parece que hayamos llegado a un callejón sin salida. El constitucionalismo, que establece como límite al poder una serie de normas intangibles, tiene dificultades insuperables. Pero asimismo el negar que el soberano tenga ningún límite es inaceptable, y también se muestra insuficiente una mera remisión a la ley natural, pues un poder que puede obrar sin ninguna consideración a todas las normas y derechos positivos, haciéndolos y deshaciéndolos a su antojo, sin sujeción a leyes fundamentales ni tradiciones, está en todo momento abierto a la tiranía. Para responder a estas cuestiones habrá que ir hasta las bases mismas de la filosofía política, tratando de plantear una respuesta libre de los apriorismos del derecho nuevo y aun de sus contaminaciones; lo cual trataré de hacer en un siguiente artículo.
Juan Bodino, primer libro de la República, capítulo VIII.
Digesto libro 45, título 1, ley 17, extraida del liber 28 ad Sabinum de Ulpiano.
La sociedad tradicional y sus enemigos.
Suma Teológica, Parte I-IIae, Cuestión 90, “De la esencia de la ley”, artículo 4: “La promulgación, ¿es esencial a la lay?”