ÍNDICE
PRINCIPIOS CATÓLICOS Y NATURALES DEL ORIGEN DE LA LEGITIMIDAD
2.1 Bien común y usucapión de la soberanía
LA FALSA CONTINUIDAD DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA
En el anterior artículo hicimos un repaso de los antecedentes históricos de la Comunión Tradicionalista reconstituida en 2001, y una exposición panorámica de su ideario. Exposición que, por lo demás, es la mejor que puede encontrarse hasta el momento, y por la que todavía no me han dado las gracias. Sin embargo, pasada la parte expositiva, ha llegado la hora de entrar en la crítica. Porque la ideología de la Comunión Tradicionalista no se confunde ni por su contenido ni por su origen con el tradicionalismo simplíciter, sino que constituye una rama muy específica de este, cuyo desarrollo cuenta con importantes novedades que no pueden escudarse en la tradición para ponerse al abrigo de la crítica.
Según lo expuesto, este ideario puede dividirse en una doctrina monárquica, una doctrina en materia religiosa, una doctrina sobre el carácter de la patria española, y una doctrina jurídica. En ese orden hemos presentado sus opiniones y en ese orden analizaremos las dificultades que estas presentan, dedicando este artículo, que se ha alargado notablemente, al punto capital de la cuestión monárquica.
La legítima monarquía de la Comunión Tradicionalista
Como pudimos ver en el anterior artículo, la esencia de la doctrina monárquica de la Comunión se encuentra en la idea de que las leyes fundamentales de la monarquía española que operaron hasta 1833 siguen, pese a su ineficacia, rigiendo en conciencia como tales leyes. Así, a la persona determinada por la ley sucesoria de 1715 se le debe obedecer como autoridad civil suprema, es decir, con la misma obediencia con la que se le habría de obedecer si la monarquía española hubiera continuado a través de Carlos V y sus sucesores sin ser nunca usurpada.
Dado que el Rey legítimo no tiene de hecho los medios para hacer eficaz la potestad que ostenta sobre sus súbditos, los españoles se dividen en obedientes y desobedientes; a saber, los leales que sin coacción cumplen el deber que independientemente de su voluntad ya tenían, y los rebeldes que se abstienen de obedecer a su Rey excusándose en la contingencia de que en este momento no tenga la fuerza de hacer valer sus leyes.
El carlismo no sería, de esta manera, una posición que se defiende por prudencia política, sino una obligación que se cumple por justicia legal.
En los últimos tiempos, esta opinión la ha defendido de forma particularmente clara y radical Félix Mª Martín Antoniano, que ha hecho explícito lo implícito y añadido varias ideas de su propia cosecha; pero es en sí misma oficial en la Comunión, como ya se expuso en el anterior artículo. En palabras de Infante, «no prestar acatamiento al Príncipe legítimo es, entre otras muchas cosas, un pecado»1.
Asimismo, el lugar donde esté el verdadero carlismo no ofrecería, en principio, particular complicación, sino que es tan fácil como aplicar las leyes de 1833 hasta llegar al Rey, y, encontrado éste, ponerse a su servicio. Así, puesto que entre todos los descendientes de Felipe V hay uno solo que tuvo alguna sombra de voluntad de sumarse al proyecto de la CT, todos los demás potenciales sucesores se ven excluidos por ilegitimidad de ejercicio —sabiamente estimada por los Doctores del movimiento—, y se concluye inescapablemente que S.A.R. Sixto Enrique de Borbón es Rey de España.
La expresión de la postura carlista en tales términos maximalistas cuenta con importantes ventajas retóricas: si adherirse a la Comunión es un deber moral puro y simple, se hace superfluo defender las virtudes del movimiento en el orden de la prudencia política. El juicio prudencial ya está contenido en la ley, y una ley fundamental del Reino no puede en conciencia sino obedecerse, salvo que vaya de suyo contra la ley divina, lo que nadie podría decir sobre las leyes sucesorias de la monarquía española.
Sin embargo, es evidente que esta tesis se aleja de la verdad, en la medida en la que se apoya sobre nociones de la ley y la política fundamentalmente falsas, y contrarias al Magisterio de la Iglesia, al Derecho público cristiano y a la recta filosofía.
Principios católicos y naturales del origen de la legitimidad
1. Leyes fundamentales, bien común y usucapión de la soberanía
Para comprender el alcance de este error conviene comenzar por el fin; el fin, que en todo lo que se refiere a la política es el bien común. El bien común es la categoría fundamental de la política, y de suyo precede a la ley, en la medida en la que la ley es, como dice Santo Tomás, «una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad»2. La ley no es, por tanto, una categoría última que se justifique por sí misma, sino que rige en cuanto esté en conexión con una realidad concreta y presente, que es el bien común de la sociedad.
Este principio, fundamental para la filosofía política, no es sino una aplicación particular del principio general de la ética según el cual el deber existe en función de un fin o bien. Y un deber común, como es el propio de la obediencia a la ley u otras obligaciones de la vida social, no puede por tanto provenir legítimamente sino de un fin o bien común. Bien común que no es ideal y siempre futuro, el sol dell’avvenire de los socialistas (o cualquier equivalente a la derecha), sino el objeto real de la caridad política.
Y esa vinculación al bien común, por ser esencial a la ley, no se aplica sólo a las leyes ordinarias, sino también a las leyes llamadas fundamentales o constitucionales, como sea la ley de sucesión. Si las leyes ordinarias existen para el bien común, necesariamente habrán de existir para el bien común las leyes fundamentales, cuya finalidad inmediata es la de posibilitar el orden en el que se dan las leyes ordinarias. El elemento distintivo de las leyes fundamentales no se encuentra, por tanto, en que obliguen indefinida o incondicionalmente, pues están tan sometidas al bien común como cualquier otra ley; sino que se diferencian ante todo por el modo de su promulgación.
Estas normas fundamentales no son dadas por el propio legislador, pues constituyen el presupuesto del orden político con legislador y súbditos: el principio de que el soberano sea soberano no puede provenir de su propia determinación. De igual manera, tampoco puede tener su origen en el legislador o soberano ninguna ley que restrinja el alcance de sus propios poderes —lo que normalmente se atribuye a las leyes fundamentales—, porque nadie puede darse ley a sí mismo, ni imponerse una obligación que traiga por causa exclusiva la propia voluntad. Se trataría aquella de una contradicción en términos, pues, cambiada la voluntad, cesaría la obligación, como ya señalaba el Digesto3.
¿Quién es, pues, el que promulga las leyes fundamentales? Si atendemos a la naturaleza de estas leyes, a saber, que contienen todos aquellos presupuestos en virtud de los cuales cada elemento del orden cumple su función, podemos llegar a la conclusión de que los que tienen el cuidado de que sean efectivos tales principios por los que se desarrolla la normalidad política son en común el soberano y los súbditos, las autoridades y los ciudadanos, es decir, la comunidad política en su conjunto. Como dice Santo Tomás, «ordenar algo al bien común corresponde, ya sea a todo el pueblo, ya a alguien que haga sus veces. Por tanto, la institución de la ley pertenece, bien a todo el pueblo, bien a la persona pública que tiene el cuidado del mismo»4. Pero lo que se refiere a la determinación de la persona que tiene el cuidado del pueblo, así como los límites que tenga en disponer tal cuidado, no puede decidirse por esta misma persona en particular; luego sólo podemos entender que se decide por el pueblo en general.
Esto ciertamente se enfrenta a una dificultad, y es que la comunidad política en su conjunto no podría promulgar las leyes fundamentales, porque en ausencia de tales leyes fundamentales no hay una comunidad política organizada que pueda corporativamente realizar un acto colectivo como el de promulgar. Sin embargo, esta dificultad se resuelve una vez se tiene en cuenta que el modo en el que la comunidad política promulga sus reglas fundamentales es por la costumbre, en el acto mismo de cumplirlas y tenerlas por tales. Santo Tomás responde de la siguiente manera a la cuestión de si la costumbre puede alcanzar fuerza de ley:
«Toda ley emana de la razón y de la voluntad del legislador: las leyes divina y natural, de la voluntad razonable de Dios; la ley humana, de la voluntad del hombre regulada por la razón. Ahora bien, la voluntad y la razón del hombre, en el orden operativo, no sólo se expresan con palabras, sino también con hechos. La reiteración, en efecto, de los actos exteriores expresa de una manera muy eficaz la inclinación interior de la voluntad y los conceptos de la razón, pues lo que se repite muchas veces demuestra proceder de un juicio racional deliberado. He aquí por qué la costumbre tiene fuerza de ley, deroga la ley e interpreta la ley»5.
En el fondo de la comunidad política no hay, pues, una norma, sino una realidad, que es el mismo orden concreto por el que el pueblo realiza aquí y ahora su bien común. El orden constitucional lo promulga la comunidad por la costumbre mediante su misma realización: su vida común se concreta en actos por los que, respecto al soberano y el resto de instituciones fundamentales, se realizan unos principios; y esos principios, escritos o no escritos, constituyen las leyes fundamentales, como sean las normas por las que se transmite la autoridad suprema y se le ponen límites ordinarios6. Es por ello que decimos que las leyes fundamentales vienen del pueblo, pero no de tal suerte que provenga simplíciter del pueblo sólo en cuanto pueblo llano, sino que la costumbre se realiza por la acción conjunta de todos, cada uno en su función: quienes mandan mandando, quienes obedecen obedeciendo, y unos y otros haciendo tal con unos límites que entienden intangibles en su conciencia común.
Y esta realidad no es un mero hecho bruto, sino que tiene carácter normativo porque consiste en el cumplimiento de una norma, a saber, la ley natural por la que Dios hizo a los hombres para que cooperaran entre sí en poblar la tierra y dominarla. Es en este sentido en que puede decirse que el autor de la potestad civil suprema sea Dios, no sólo en general sino en específico: en cuanto ha promulgado la ley natural por la que los hombres se unen en sociedades con autoridades, y en su Providencia ha dispuesto que tal sociedad se configure de hecho de tal forma y con tal jefe a su cabeza.
En el contexto de una monarquía, esto supone que la ley de sucesión es el medio concreto por el que se realiza el bien común de la determinación de la persona del monarca. La ley de sucesión tiene una conexión de necesidad moral con el bien común porque es a través de ella que se transmite pacíficamente el gobierno. En el orden concreto de una monarquía hereditaria promulgado por su misma realización práctica, el bien de su cabeza, y con ello del conjunto, se encuentra en la transición pacífica de personas físicas en el cuerpo místico del rey, como jefe de familia que gobierna a un conjunto de familias. Es por ello que debe cumplirse puntualmente la letra de la ley en esta materia, o en su caso la costumbre o el medio realmente existente por el que se determina la sucesión. Asimismo, más allá de la determinación de la persona, en todo orden regio nos encontramos una constitución política de la monarquía, lo que en ocasiones se han llamado leyes del Reino en oposición a las leyes del Rey.
Pero esas leyes fundamentales, tanto las que se refieren a la constitución del Reino como a la determinación de la persona del Rey, existen para alcanzar un bien común concreto en el presente, y obligan porque son el medio real por el que el carácter social del hombre se realiza en un territorio. Es por ello que cabe en el derecho público la prescripción adquisitiva o usucapión, por la que quien tomó los poderes de la autoridad pública por usurpación resulta eventualmente legitimado en sí o en sus sucesores cuando su permanencia en el poder deviene más conveniente para el bien común que su remoción.
La ley de sucesión existe para que haya estabilidad y perfecta previsibilidad en la determinación personal del monarca. Ahora bien, cuando una usurpación dinástica ya se ha realizado y asentado, y, sobre todo, cuando ha pasado más de una generación, esos principios de estabilidad y previsibilidad no se verían servidos en el hecho de que el sucesor determinado por la ley mantenga permanentemente la posibilidad de tomar el poder, aunque sea con peligro de la paz del Reino. Lo que en un primer momento podía ser lícito y aun debido, la guerra civil librada para defender el orden sucesorio, no puede serlo indefinidamente, pues la sucesión legal se determina en la monarquía hereditaria precisamente para evitar la guerra civil. En este supuesto, el sucesor debe sacrificarse por el monarca; pues que haya este Rey, del que en hipótesis se puede prescindir sin destrucción de la estructura política general, es menos fundamental para el Reino que el que haya algún Rey, sin el que en poco tiempo, y pese a las regencias que puedan establecerse, dejaría de existir la monarquía como tal monarquía.
2. La usucapión en la historia y la escolástica
Fue este un suceso común en el Antiguo Régimen: sin movernos de la península, podemos pensar en los derechos de Fernando el Católico y sus sucesores sobre la Alta Navarra7, o en los derechos de los Braganza sobre el Portugal independiente. Puede verse, sobre todo, a lo largo de la historia y de la práctica de los pueblos paganos y cristianos. Los macabeos reconocieron al invasor Antíoco Eupátor cuando aceptó darles libertades para seguir su Ley (2 Macabeos 13). De igual manera los cristianos reconocieron en muchas ocasiones, durante el Imperio romano y más tarde el bizantino, a emperadores de los que sería difícil defender que no hubieran accedido al poder mediante usurpación; ni tuvieron nunca los historiadores cristianos ningún problema en reconocer la legitimidad de la República romana después de la expulsión de los Tarquinos. Y otro tanto puede decirse de la práctica de la Iglesia, no sólo en la diplomacia de los Estados Pontificios, sino sobre todo a través de los obispos, el clero y el pueblo, que nunca tomaron las leyes fundamentales como absolutas e imprescriptibles.
Lo cual no es una interpretación forzada, o siquiera aislada y particular, de los hechos históricos, sino la que de forma unánime han seguido los tratadistas católicos —incluidos los carlistas, en la medida en la que su teoría política ha estado en línea con la tradición escolástica8. Así, admiten la usucapión de la soberanía Luigi Taparelli9, fundador de la Civiltà Cattolica, pionero del principio de la subsidiariedad, y considerado uno de los padres de la Doctrina Social de la Iglesia; Theodor Meyer10, de la Compañía de Jesús, uno de los principales renovadores de la tesis de la designación; y el Cardenal Billot11, gigante de la neoescolástica. En España, también admite la usucapión el carlista Enrique Gil Robles en su Tratado de Derecho Político12:
«Prodúcese entonces una colisión entre el derecho del legítimo soberano á recobrar la soberanía y el derecho de la sociedad á conservar el orden moral y material y todos los bienes que de él surgen; colisión no real, sino aparente, porque siendo el poder civil no para el sujeto de él, antes bien para la sociedad, trataba éste con la acción armada de reivindicar un derecho ya sin fin, objeto y necesidad, lo cual es absurdo; iba á dar á la sociedad el bien que ya ésta tenía, y quitándoselo previamente, sin certeza de restituírselo, y con posibilidad de perderlo por tiempo indefinido. Bien se ve que no hay colisión, porque, para ello, era necesaria la existencia de dos derechos, y aquí solo hay uno, el de la sociedad á vivir en orden, y á que no la perturben para darla dudosamente lo que efectivamente disfruta»13
El cual principio de la legitimación de los usurpadores es aceptado en común por la teología política católica. En primer lugar, por Santo Tomás, que en su comentario a las Sentencias, al mismo tiempo que afirma que frente al usurpador es lícito aun el atentado contra la vida, concede rápidamente que puede llegar a devenir gobernante legítimo por el eventual consentimiento de los súbditos: «qui enim per violentiam dominium surripit non efficitur vere praelatus vel dominus (…) nisi forte postmodum dominus verus effectus sit (…) per consensum subditorum»14. No sólo no vemos aquí ni la más remota sombra de legitimismo, sino que debemos confesar que la opinión que manifiesta el Aquinate es, prima facie, decididamente antilegitimista. Santo Tomás distingue, en efecto, entre usurpadores y príncipes legítimos, y distingue entre la legitimidad de origen y de ejercicio; pero el origen de la legitimidad de origen es, para el Aquinate, el consensum subditorum, que tiene la fuerza de legitimar eventualmente al usurpador. Que una familia real exiliada pueda mantener la legitimidad de forma indefinida y aun por siglos es una idea que no contempla remotamente.
Opinión de la que no se apartó la segunda escolástica, si atendemos a las palabras de Suárez en De Legibus: «cuando el reino se posee por sola fuerza injusta, no hay en el rey verdadera potestad legislativa; mas puede ocurrir que en el decurso del tiempo consienta el pueblo y admita tal principado, y entonces se reducirá la potestad a la entrega y donación del pueblo»15. Lo cual, por lo demás, parece que se sigue necesariamente de su tesis sobre la traslación originaria de la soberanía del pueblo al Príncipe, por muchos esfuerzos que hagan algunos para pretender lo contrario.
La preocupación legitimista llegó a los autores católicos mucho más tarde, fruto de la reflexión que provocaron los sucesos revolucionarios. Fue por ello que la tercera escolástica constituyó en cierta medida una depuración del pensamiento anterior, de suerte que desarrolló, matizó e incluso corrigió las tesis tradicionales para que no pudieran prestarse a interpretaciones revolucionarias; pero los neoescolásticos jamás rechazaron en lo esencial la tesis de la usucapión, por el simple hecho de que es un principio de derecho natural siempre aceptado por la tradición cristiana. Hemos citado a Santo Tomás, Suárez, Taparelli, Meyer, Billot y Gil Robles, pero no es una posición de ellos en particular, ni de tal o cual escuela, sino un lugar común de la escolástica y de la neoescolástica en general, es decir, del pensamiento católico. Que los que defienden la tesis contraria quieran tomar el manto del tomismo de la estricta observancia es, pues, lisa y llanamente ridículo. Que no se escuden en la tradición, porque no pueden: si van a defender su postura, tendrán que hacerlo mediante la fuerza misma de sus argumentos, sin poder apoyarse a la autoridad y aun debiendo oponerse a ella; en lo que no les auguro ningún éxito.
A todo esto podría responderse que en las monarquías cristianas del Antiguo Régimen tal principio de legitimación se contemplaba en el contexto de una usurpación meramente dinástica, en la que no se atente ni contra el resto de la constitución política del Reino, ni sobre todo contra el Derecho público cristiano. Así, en hipótesis podrían haber decaído los derechos de los sucesores de Carlos V de Borbón ante una usurpación de la monarquía católica; pero la monarquía católica no ha sido propiamente usurpada, sino destruida. No son en realidad Isabel II y sus sucesores quienes tomaron el poder en el Reino, sino una cábala de políticos que, bajo la apariencia legitimadora de la seudo-monarquía isabelina, instituyeron en lugar de la monarquía católica el Estado liberal. Esto ciertamente es una gran verdad. Y en esta verdad se apoya Gil Robles para defender el legitimismo, a pesar de lo ya dicho sobre la usucapión de la soberanía:
«No prescribe el título de la legitimidad enfrente de gobiernos no ya solo habitual y crónicamente injustos, sino radical y esencialmente desordenadores, en virtud del vicio y mal intrínsecos del sistema filosófico y jurídico en que se fundan é inspiran. Tal acontece á las soberanías legítimas respecto de los actuales gobiernos, no tanto por mixtos, constitucionales y parlamentarios, revolucionarios y opuestos á la natural constitución histórica de las naciones, como por liberales, y, en tal concepto, incompatibles con la organización y gobierno cristianos, con el fin social, con la justicia, con la religión, con los derechos de la Iglesia, de la patria en general y en particular de los ciudadanos»16.
La tesis de Gil Robles sería, pues, que un usurpador puede eventualmente adquirir la legitimidad mediante el buen gobierno, pero, en la medida en la que un gobierno fundado sobre principios malos en su raíz no puede dejar de gobernar injustamente, tal gobierno jamás puede adquirir la legitimidad, y, por tanto, que el último gobernante legítimo anterior mantiene ante tal tirano indefinidamente la plenitud de sus derechos políticos. Los Estados surgidos de las revoluciones liberales que usurparon a los Reyes cristianos son contrarios al carácter, la tradición y la necesidad del pueblo (su «conciencia historicopolítica», que diría Polo), y por tanto caóticos y enemigos de su felicidad. Asimismo, sus fundamentos teóricos son falsos, perniciosos y contrarios a la fe cristiana, con lo que su desorden resulta esencial y es a lo menos moralmente imposible que a la malicia de sus fundamentos no acompañe la malicia de sus leyes y gobiernos.
Ahora bien, en esas lamentables y más que lamentables circunstancias no hay nada que impida que siga aplicándose el principio de legitimación ya expuesto, sin perjuicio de que sea lícito y aun debido militar contra esos elementos perniciosos del sistema. ¿Puede adquirir legitimidad el poder surgido de una usurpación que no sólo sustituya a las personas, sino la constitución fundamental del pueblo? ¿Puede adquirir legitimidad un poder que, en un pueblo católico, sustituya un régimen de Cristiandad por un régimen anticristiano? En uno y otro caso, la respuesta es que tales poderes tendrán siempre algo de ilegítimo a lo menos en su ejercicio —como en la antigüedad lo tenían los poderes paganos, sin que por ello se les negase en principio la legitimidad—, y habrá que aspirar a cambiarlos en la medida en la que atentan contra el bien común. Pero necesariamente adquirirán la legitimidad que proviene del hecho de que existan y de que no haya en el país ninguna autoridad con potencia próxima para tutelar el bien común ni más extensamente que el poder de hecho, ni en el núcleo mínimo de bien común que tutela tal poder en cuanto en el hecho mismo de existir y ser eficaz mantiene un cierto orden civil respecto a bienes externos fundamentales.
Ahora bien, ninguna autoridad sobre la tierra puede quitarnos la aspiración de que el poder sea cristiano y gobierne cristianamente, ni tampoco de que sea mejor de lo que es, adecuándose a las necesidades de la política y del carácter nacional. Por tanto, lo que de malo tienen tales gobiernos no puede nunca ser aceptado en cuanto tal.
Pero eso no quita que, en la medida en la que el fin y principio legitimador de la autoridad política es el bien común, la autoridad legítima sea aquella realmente dispuesta para tutelarlo por quien tiene la competencia para promulgar las leyes fundamentales, a saber, el pueblo a través de la costumbre. Esa costumbre constitucional, es decir, el cumplimiento arraigado por la generalidad del pueblo, o a lo menos por la parte necesaria para hacerlo eficaz, es el origen de la legitimidad de origen, y la ley del poder legítimo; de donde es absurdo hablar de legitimidad prescindiendo completamente de ese grado mínimo de eficacia, o siquiera del hábito obediencial que contiene la potencia próxima para tal eficacia.
Lo que podemos formular en la tesis que sigue. Allí donde un orden político enfrentado a la subversión ha perdido no sólo la primera batalla de las armas, sino también cualquier potencia próxima para restaurarse eficazmente, las realidades concretas que constituyen su título de la soberanía han comenzado a flaquear. Pero cuando, por último, queda también perdido el hábito obediencial de la población por el que el antiguo orden se vive como ley y el orden contrario como violencia —lo que hacía al orden susceptible de ser restaurado con la remoción de los obstáculos físicos—, podemos decir sin espacio para la duda que ese orden ha dejado de existir totalmente. Y lo que no existe no es legítimo.
Cuando se ha llegado a ese punto, el nuevo orden realmente existente, sea cual sea su origen, es el único orden que preserva en alguna medida el bien común del pueblo, aunque sea de forma deficiente y aun corrupta. Y es, por tanto, la única soberanía real y la única legitimidad real. Y aunque no lo fuera, si quisiéramos suponer que ese orden sea tan pernicioso que no pueda decirse que preserve el bien común en ningún grado, no por ello se seguiría que el orden anterior siga vigente en su legitimidad. Ese desorden violento justificará, en su caso, la legitimidad del orden alternativo que sea posible; pero ni el orden anterior ni ningún otro son legítimos más que hipotéticamente mientras no puedan salir de la hipótesis, porque el único bien común que legitima es el bien común real.
Esa y no otra es la conclusión que se saca de la doctrina tradicional, y jamás podrá demostrarse lo contrario, por mucho que quienes defienden la tesis opuesta se pongan las vestiduras de integristas escolásticos. Para empezar, Santo Tomás y la segunda escolástica ponen el origen de la legitimidad, según la interpretación más común y más evidente, en el consentimiento del pueblo, sea a modo de traslación o de designación. De donde no se puede sino concluir que, una vez el nuevo régimen se ha asentado hasta el punto de que su aceptación por el pueblo no se obtiene mediante violencia, debe en esa medida considerarse legítimo17.
Si esa tesis tiene demasiado sabor democrático, puede tomarse con los matices y correcciones que le pusieron algunos autores de la tercera escolástica, y que yo mismo suscribo, pero no cabe duda de que las distintas escuelas católicas llegan a la misma conclusión práctica por lo que se refiere a la usucapión. Por lo que se refiere a las tesis menos democratistas, en el pasado he defendido18, apoyándome en autores como Gil Robles19, que el consentimiento del pueblo que se requiere para que un gobierno sea legítimo no es necesariamente el consentimiento puro y simple de una mayoría o amplia mayoría del pueblo, sino el consentimiento en cuanto es un presupuesto necesario para que el gobierno exista y sirva al bien común. Así, en el peor de los casos basta para la legitimidad el consentimiento pasivo de la generalidad del pueblo (sin lo que no habría gobierno sino guerra civil), y el consentimiento activo de los suficientes, en hipótesis los mejores, que haga eficaz el poder soberano sobre el conjunto. Tal situación de dominación parcialmente violenta está lejos de ser perfecta, pero parece que es la tesis que mejor puede casarse con un célebre fragmento de San Agustín:
«Cuando un pueblo es correcto, y ponderado y celosísimo guardián del bien común, es justo que se le reconozca por ley la facultad de nombrar él mismo a los magistrados que lo han de gobernar. Mas si este mismo pueblo, corrompiéndose poco a poco, cae en la venalidad del sufragio y entrega el mando a los infames y malvados, con razón se les priva del poder de nombrar cargos y retorna este poder al arbitrio de una minoría de hombres honestos»20.
No resulta difícil de entender el modo en que este fragmento, citado a menudo por los teólogos católicos —incluido Santo Tomás—, se ha prestado a justificar el principio dicatatorial. Por lo que respecta a la segunda escolástica, la tesis pura del consentimiento parece hallarse en tensión con el hecho de que Suárez justifique la sumisión de un territorio por guerra justa:
«Mas a veces puede ocurrir, que una república antes no sujeta a un rey, sea sujetada por guerra justa; mas, ello es siempre como accidental y en pena de algún delito, y entonces tiene ella obligación de obedecer y consentir a la sujeción, y así también aquel modo contiene de alguna manera el consentimiento de la república, o manifestado o debido»21.
Nos encontramos, por tanto, con que en el contexto de una guerra justa al P. Suárez le basta con el consentimiento de la colectividad en cuanto debido, aunque no llegue a ser actual más que bajo amenaza. Lo cual puede desarrollarse en el principio general de que para la legitimidad basta el consentimiento activo de los mejores, el consentimiento pasivo de la generalidad, y el consentimiento virtual, en cuanto debido, de la totalidad22.
Según esta interpretación, la doctrina tradicional no excluye en bloque los regímenes que vayan contra el deseo de una gran parte o incluso en hipótesis la mayoría de la población, cuando se trate de un pueblo vicioso que no puede gobernarse rectamente a sí mismo. Así, podemos entender que cuando los autores clásicos parecen decir que es necesario el consentimiento activo y actual del pueblo, lo refieren pensando en un pueblo cristiano y moderadamente virtuoso, y no necesariamente respecto a todos los casos. Pero en todos los supuestos sigue siendo necesario a lo menos el consentimiento como cumplimiento efectivo de un orden político (causa eficiente) por el que un pueblo realiza su bien común (causa final).
Estando la soberanía constituida por estas causas, allí donde estos elementos se presentan de forma gravemente deficiente —a saber, donde el poder no se dirige al bien común salvo en aquellos mínimos sin los cuales cesaría en su propia existencia, y la adhesión de la población a tal poder es débil y cuenta con una inclinación que fácilmente la movería hacia otro orden—, se puede, incluso con toda legitimidad, sustituir el orden antiguo y deficiente por uno nuevo y más perfecto. Pero mientras eso no resulte posible, una soberanía deficiente sigue siendo legítima por el hecho mismo de su existencia, en la medida en la que esta suponga que se conserva un orden civil mínimo respecto a ciertos bienes externos fundamentales.
La subversión, usurpación y destrucción de un orden mayormente positivo, sobre todo si se trata de una soberanía católica, es una desgracia inmensa, sobre todo si el nuevo orden que surge de sus ruinas no realiza tan plenamente los principios católicos, o incluso llega a negar los derechos de Dios y de su Iglesia. Sin embargo, por necesidad de naturaleza tiene que haber algún poder, y el cumplir la necesidad de la naturaleza es lo que hace legítimo un orden —del mismo modo en que no cumplir la necesidad de la naturaleza implica que carece de legitimidad un orden que se haya visto reducido a la perfecta impotencia, o haya dejado de existir en absoluto.
Por tanto, de la misma manera en la que la sucesión reglada existe para darle un orden estable a la monarquía, la monarquía hereditaria existe para cumplir —de forma particularmente efectiva, gracias a su unidad de mando y su estabilidad sucesoria— los fines de la soberanía. Y por tanto, de la misma manera en la que, ante una usurpación dinástica que deje indemne la estructura fundamental del Reino, eventualmente el sucesor debe sacrificarse por el monarca; así también, ante una subversión constitucional que transforme la estructura fundamental del Reino —en el supuesto de que la usurpación o los sistemas de ella surgidos lleguen a consolidarse de suerte que realicen el bien común, siquiera deficientemente, en un grado mayor a aquel al que el antiguo Rey y sus sucesores pueden aspirar remotamente—, eventualmente la monarquía debe sacrificarse por la soberanía.
3. El Magisterio de la Iglesia y la usucapión
Todo lo cual está confirmado autoritativamente por el magisterio católico, en particular por León XIII en su encíclica Au milieu des sollicitudes. Esta encíclica contiene algunos juicios prudenciales sobre la acción política de los católicos franceses que resulta a lo menos opinable, y que muchos han considerado una intromisión excesiva en la justa autonomía política de los laicos. Sin embargo, no son esas directrices concretas —cuyo acierto habrá de juzgarse en gran medida atendiendo al desarrollo de los acontecimientos— las que quiero considerar aquí, sino los principios, principios que quieren enseñarse con la autoridad del Magisterio ordinario, que obliga en conciencia a los católicos también cuando no enseña proposiciones dogmáticas infalibles. Así, dice León XIII:
«¿Y cómo se producen estos cambios políticos de los que hablamos? A veces suceden tras crisis violentas, con demasiada frecuencia sangrientas, en medio de las cuales los gobiernos preexistentes desaparecen de hecho; he aquí la anarquía que domina; pronto, el orden público es trastornado hasta sus cimientos. A partir de ese momento, una necesidad social se impone a la nación; debe sin demora proveer a sí misma. ¿Cómo no habría de tener el derecho, y más aún el deber de defenderse contra un estado de cosas que la perturba tan profundamente, y de restablecer la paz pública en la tranquilidad del orden?
Pues bien, esta necesidad social justifica la creación y la existencia de los nuevos gobiernos, cualquiera que sea la forma que adopten; ya que, en la hipótesis que consideramos, estos nuevos gobiernos son necesariamente exigidos por el orden público, siendo el orden público imposible sin un gobierno. Se sigue de ahí que, en semejantes circunstancias, toda la novedad se reduce a la forma política de los poderes civiles, o a su modo de transmisión; no afecta en modo alguno al poder considerado en sí mismo. Este continúa siendo inmutable y digno de respeto; pues, considerado en su naturaleza, está constituido y se impone para proveer al bien común, fin supremo que da origen a la sociedad humana. En otros términos, en toda hipótesis, el poder civil, considerado como tal, es de Dios y siempre de Dios: “Pues no hay poder sino de Dios”.
Por consiguiente, cuando los nuevos gobiernos que representan este poder inmutable están constituidos, aceptarlos no solo es lícito, sino exigido, e incluso impuesto por la necesidad del bien social que los ha hecho y los mantiene. Tanto más cuanto que la insurrección aviva el odio entre ciudadanos, provoca guerras civiles y puede sumir a la nación en el caos de la anarquía. Y este gran deber de respeto y dependencia perdurará, mientras lo exijan las necesidades del bien común, puesto que este bien es, después de Dios, en la sociedad, la ley primera y última»23.
Lo cual es, pura y simplemente, la tesis que aquí se ha defendido. Y no se diga, por no ser infalible, la enseñanza magisterial sobre estos principios puede lícitamente rechazarse; pues es un error condenado la idea de que el Magisterio ordinario pueda rechazarse libremente. Lo que enseñan Pío IX en el Syllabus24 y Tuas libenter25, San Pío X en Lamentabili26, y Pío XII en Humani generis27. No sería yo el primero en señalar la ironía de que tantos autodeclarados adalides de la Tradición terminen poniéndose en contradicción abierta con varias de las más célebres Encíclicas antiliberales y antimodernistas.
Lo hasta aquí expuesto sobre la prescripción de la legitimidad, la usucapión de la soberanía y la legitimación de los poderes de hecho, por tanto, no sólo es histórica y filosóficamente indudable, sino también parte del Magisterio de la Iglesia, y ningún tradicionalista o carlista podría negarlo en la medida en la que se someta a ese Magisterio.
Lo cual no significa que no sea legítima en ningún caso la militancia monárquica en general y por la familia real usurpada en particular; pero esa militancia deberá llevarse a cabo sobre otras bases. La tesis rigorista sobre la legitimidad es falsa, y, por el hecho mismo de que sea falsa, ni debería la actividad política llevarse a cabo bajo tal supuesto, ni puede tampoco ser útil tomarla por verdadera. Este trabajo de aclaración de doctrina católica y filosofía política no puede, por tanto, entenderse como un ataque a la causa católico-monárquica, sino antes bien un servicio. Para completar el cual, vamos primero a responder a algunas objeciones.
Objeciones antonianas
1. El legitimismo de Martín Antoniano
Félix Mª Martín Antoniano ha sido, como ya hemos señalado más arriba, quien más conscientemente ha asumido y defendido este sistema. Ciertamente, sus opiniones no se identifican todas pura y simplemente con la postura oficial de la CT —como prueba el hecho de que se haya contestado en público a algunos de sus errores28—, pero constituyen la defensa explícita más relevante de tales posiciones, con lo que este artículo quedaría incompleto sin algún comentario sobre sus artículos. En ese sentido, no se le puede negar el mérito de haber sido quien de forma más decidida se ha esforzado por dar respuesta a las grandes cuestiones del carlismo y erigir una apologética de las tesis de la Comunión.
La principal objeción que Antoniano ha lanzado contra el Magisterio de León XIII —en su núcleo doctrinal, y no sólo en su juicio prudencial— consiste en que la legitimación por el tiempo y la necesidad de los poderes de origen ilegítimo supondría un atentado contra la justicia. Así, en la medida en la que las leyes del Reino —nunca legítimamente abrogadas— atribuyen la reyecía al jefe de la familia real en el exilio, no ofrecerle lealtad y obediencia es negarle lo que es suyo, y va por ello contra los deberes de la ley natural, confirmados por la doctrina católica. Y en cuanto cometer injusticia es de suyo inmoral, ni puede justificarse con la excusa del bien común, ni está tal injusticia verdaderamente requerida por el bien común, pues el genuino bien común incluye la justicia29.
En primer lugar, debe notarse que Antoniano de ninguna manera cumple, al rechazar así la enseñanza de León XIII, las condiciones más básicas de la moral católica para recibir el Magisterio mere authenticum, al que se le debe un asentimiento interno y religioso. Las graves condiciones que los teólogos tradicionalmente han puesto para suspender el asentimiento ante el Magisterio falible están lejos de cumplirse en este caso, y, en cualquier supuesto, también es la opinión tradicional que aun en tal situación no sería lícito expresar la disensión públicamente30. Por lo demás, los que niegan la tesis leonina no pueden presentar frente a ella ninguna autoridad magisterial o teológica comparable, y por parte de Antoniano no vemos en ese sentido más que algún débil intento por apelar al punto 63 del Syllabus o a la obligación general de obediencia a los Príncipes, como si eso contradijera remotamente a León XIII. En cualquier caso, su manifiesta desobediencia al Magisterio pontificio es principalmente un problema suyo y de su conciencia —y de los que le dan cátedra en un periódico declarado católico— que tiene una importancia secundaria para este artículo, pero conviene notar la contradicción en quien se declara integérrimo católico tradicional.
El argumento de Antoniano es como sigue. Primero, que «uno de los elementos esenciales de todo bien común social es la paz, la verdadera paz, que es siempre obra de la justicia»31. Ahora bien, «la Revolución se instala en suelo español mediante la injusticia cometida en 1833 contra el poseedor de iure del Trono de la Monarquía Católica»32. Por tanto, se confunde el Papa al considerar que por razón del bien común pierden fuerza los derechos del Rey legítimo, pues eso implica actuar «como si defender la potestad de derecho, es decir, como si defender la justicia y el derecho no fuera precisamente conditio sine qua non para la consecución de ese bien común»33. Esta tesis leonina llevaría consigo, según Antoniano, «la falacia hegeliana de la necesidad de los hechos consumados»34, y «la consagración de la divisa antimoral “el fin justifica los medios”»35.
A su vez, que la legitimidad del Príncipe sea lo justo viene determinado por las leyes de la monarquía española. Contra lo cual nada dice el principio de la indiferencia de las formas de gobierno, pues este rige sólo en abstracto, sin que tal contingencia pueda aplicarse a los sistemas real y legítimamente constituidos, como era la monarquía católica en el siglo XIX36. Que estas leyes sigan vigentes y sean vinculantes, por su lado, es para Antoniano una simple consecuencia del hecho de que nunca fueron legítimamente abrogadas. La monarquía española era el orden legítimo, católico y multi-secular de España, y fue subvertido ilegítimamente. Por tanto, la legalidad y el derecho preconstitucionales siguen «siempre vigentes en tanto que nunca jurídicamente abrogados por la Revolución»37, pues la Revolución fue «de suyo ilegal»38, y de ahí que aquella legalidad «nunca ha podido ser cancelada por la Revolución»39.
Sintiendo quizás que esto sabe a poco y se acerca a la tautología, Antoniano refuerza su argumento presentando como única alternativa a su posición la soberanía nacional, condenada por el Magisterio pontificio (Magisterio que, a la postre, le vuelve a importar):
«Por tanto, en la situación de una comunidad política que goza de una disposición u orden jurídico-legal multisecular, sólo cabría la posibilidad de “justificar” su vulneración o transgresión apelando al consabido principio de la soberanía nacional, que es lo que han venido a ejecutar los revolucionarios a la hora de suplantar dicha legalidad por el nuevo “derecho” constitucionalista»40
Opinión que desarrolla en un artículo más reciente, defendiéndose contra uno de los argumentos de León XIII. Así, concede que las sociedades humanas se transforman a lo largo de la historia, pero el moderno ciclo revolucionario se distingue de otras transformaciones históricas en el hecho de que, en cuanto los regímenes surgidos de la Revolución están permanentemente fundados sobre el venenoso principio de la soberanía nacional, son de suyo tiránicos y contrarios al bien común, de suerte que no cabe, como pretende León XIII, justificarlos apelando a ese mismo bien común. En sus propias palabras,
«Las comunidades seculares son susceptibles de sufrir transformaciones en su contextura sociopolítica en el decurso de los siglos (…) la controversia se suscita ante las concretas metamorfosis fácticas producidas por la Revolución, que revisten un carácter singular por el principio anticristiano de la soberanía nacional que las informa. Desconocer este decisivo factor, y abordarlas como si fueran un caso más indistinto a cualquier otro de la Historia, es donde radica el núcleo de la dificultad.
(…)
Pero, aparte de todo eso, insistimos en que el revolucionarismo contemporáneo presenta un elemento peculiar que lo cualifica de un modo especial, no equiparable a ninguno de los variados trastornos sociopolíticos previamente sufridos en la Historia. El postulado de la soberanía nacional en que se substancia el Nuevo Régimen constitucionalista, es absolutamente anticatólico; por lo que resulta imposible cualquier pretensa apelación al bien común bajo un sistema presidido por ese axioma»41
2. Consideraciones antiantonianas
Este es el pensamiento de Antoniano. Pensamiento ingenioso en muchos puntos, pero fundamentalmente errado, y ajeno a la mentalidad escolástica que informa al Pontífice. Antoniano pone el centro de su crítica en la idea de justicia, y subraya que, si comparte los principios antiliberales del Papa al mismo tiempo que rechaza su pastoral política, es porque la segunda —a diferencia de la primera— prescinde del concepto de justicia:
«Comparando aquel primer bloque de frases de León XIII que trajimos más arriba, y que pensamos que un católico carlista no tendría inconveniente en suscribir, con este segundo y último bloque problemático, la contradicción salta rápidamente a la vista, y no es complicado descubrir la clave de ese antagonismo en la palabra justicia, que brilla por su ausencia en esas postreras reflexiones del Papa en torno al bien común, las cuales parecerían más bien remitir al concepto de “razón de Estado”»42
De hecho, tan lejos llega su consideración de la justicia, que expresamente afirma que es la razón última sobre la que se apoya la monarquía española y la causa carlista:
«la razón de defensa de la Monarquía española no puede descansar, en última instancia, en supuestas motivaciones de “bien común” o “servicio del pueblo” (…) el fundamento último que justifica que un católico español deba ser monárquico (…) porque es lo justo, ya que es la forma de gobierno establecida por las Leyes y el Derecho para las familias españolas»43
Sin embargo, esta teoría se aleja grandemente de la comprensión tradicional sobre la justicia. Y es que la justicia no es una categoría última, sino que es siempre un acto segundo, subsiguiente a un acto de distribución que no es de justicia. El acto de justicia consiste, como todo el mundo sabe, en dar a cada uno lo suyo. Ahora bien, la voluntad de dar a cada uno lo suyo presupone que haya algo suyo de cada uno; de modo que a la virtud de la justicia siempre le precede el acto por el que tal cosa se constituye como lo suyo de tal persona, de suerte que sea posible y debido dársela. Y ese acto de distribución que constituye el título no es un acto de justicia, sino de alguna otra virtud, como nos enseña Santo Tomás: «Cum iustitiae actus sit reddere unicuique quod suum est, actum iustitiae praecedit actus quo aliquid alicuius suum efficitur (…) Ille igitur actus quo primo aliquid suum alicuius efficitur, non potest esse actus iustitiae»44.
Perdemos el tiempo, por tanto, si discutimos sobre el deber de obediencia al Príncipe legítimo sin haber aclarado antes cuál es el acto por el que se realiza la primera distribución de la autoridad suprema de suerte que sea un deber de justicia prestarle obediencia. Podemos decir, sí, que tal cosa proviene de las leyes fundamentales, de la «legalidad preconstitucionalista»45 o de «las Leyes y el Derecho para las familias españolas»46, según la terminología que uno prefiera. Pero eso no aclara la causa por la que tal ley sea ley.
Es esto lo que hace León XIII cuando, avanzando en su argumento, eventualmente deje de hablar de la justicia. No es casualidad, pero tampoco es porque haya devenido injusto: se ha elevado de plano. Y es que, si en un primer momento habla del deber de justicia que es obedecer al poder público, subsiguientemente pasa a hablar de la causa en virtud de lo cual se constituye ese deber de justicia, causa que, como decía Santo Tomás, no está en el campo de la justicia. Y esa causa, como aquí hemos señalado desde el principio y como enseña la Iglesia, es el bien común. Por tanto, no es que el bien común suspenda el derecho de mando o justifique la violación del deber de obediencia, sino que ese deber y ese derecho han dejado de existir en la medida en que no provengan del bien común.
Lo cual ya hemos repetido varias veces: la causa que da fuerza de ley a tales leyes, el origen de la legitimidad de origen, es el bien común como causa final y el pueblo a través de la costumbre como causa eficiente. Y donde no hay causa eficiente ni final, la cosa ha dejado de existir por completo. En España ha cesado la causa final, porque ese orden no tiene potencia próxima ni remota para servir al bien común para el que se instituyó; y ha cesado la causa eficiente, porque los que promulgaban esa ley mediante la costumbre han dejado de cumplirla no sólo por una perturbación violenta, sino porque no guardan remotamente el hábito obediencial que hacía costumbre esa ley. De todo lo cual se sigue que no le queda a la monarquía ley que la legitime.
Respecto a lo cual no supone en absoluto un impedimento el hecho de que en su momento la subversión del Reino fuera ilegítima y perversa hasta el extremo, ni que se quisiera justificar sobre el fundamento erróneo, pernicioso y condenado por la Iglesia de la soberanía nacional rousseauniana. No lo impide, porque el origen ilegítimo no excluye que un régimen se legitime eventualmente por causas justas distintas a su origen vicioso, como ya señalaba Gil Robles: «El hecho injusto formal y materialmente no engendra derecho dominical ni soberano, pero da ocasión á que otras circunstancias adjuntas determinen la aplicación de otros derechos de título superior»47.
Una institución legítima puede terminarse con grave culpa, y sin embargo haberse disuelto realmente. Una nueva institución puede comenzarse con grave culpa, y sin embargo haberse constituido válidamente, y crear verdaderas obligaciones. A modo de ilustración, un hombre que mata a su esposa legítima, ha pecado gravísimamente, y sin embargo el matrimonio, que era legítimo, verdaderamente ha dejado de existir, porque ya no se dan todas sus causas necesarias48. Y un hombre que contra toda prudencia y decencia se casa con una fulana, ha quedado verdaderamente casado con ella, con tal de que se den todos los presupuestos del contrato matrimonial.
De la misma manera, una Revolución puede ser criminal hasta el extremo, y sin embargo habrá disuelto verdaderamente el régimen legítimo anterior si termina con sus causas necesarias, a saber, la costumbre constitucional o hábito obediencial de la población por los que se promulgan las leyes fundamentales del Reino. Asimismo, un régimen puede haberse creado violando todas las virtudes que deberían guiar la política, y sin embargo estar constituido realmente, y ser en esa medida legítimo. Con la afortunada diferencia de que, mientras que el matrimonio es indisoluble, los regímenes se pueden o incluso deben cambiar, en determinadas circunstancias. Pero ningún sentido tiene pretender que se excluyan mutuamente el origen pecaminoso y la legitimidad actual.
Sin embargo, notando quizás la debilidad de los argumentos que se quedan exclusivamente en el vicio de origen —que al fin y al cabo queda en el pasado—, Antoniano y otros autores defienden también que, en la medida en la que el liberalismo fundamentó en el error de la soberanía nacional no sólo la perversa Revolución, sino que también sigue fundamentando en ella permanentemente la existencia de los Estados liberales, ese vicio sigue siendo obstáculo de la legitimidad para estos Estados, y es por eso que mantiene frente a ellos su legitimidad el Antiguo Régimen. El argumento es simple: las modernas democracias apoyan su legitimidad sobre la soberanía nacional; la Iglesia niega que la soberanía nacional otorgue legitimidad; luego las modernas democracias no tienen legitimidad. Y, como corolario, eso significa que no ha prescrito la legitimidad del último orden legítimo de cada sociedad: en España, la Monarquía Católica.
No obstante, este argumento falla en tener en cuenta que no es lo mismo el fundamento que un sistema afirma tener y el fundamento que tiene realmente. Un orden político puede reclamar un fundamento falso y malo que no puede dar legitimidad, y sin embargo seguir teniendo el fundamento real del bien común que le dé legitimidad verdadera. Así, los Príncipes paganos siempre quisieron justificar su poder sobre sus falsos dioses, falsos dioses que no pueden justificar nada porque o no existen o son demonios. Y sin embargo, nadie niega que los Príncipes infieles tengan en principio poder legítimo a lo menos sobre los infieles, y también sobre los cristianos dependiendo de las circunstancias, como es patente por Romanos 13, la Suma Teológica II-II.10.10, y la obra del Padre Vitoria. De donde se sigue que, a pesar de sí mismos y de su intención de fundar su poder sobre bases falsas, basta con que esté presente en los hechos la base verdadera para que Dios otorgue legitimidad a una autoridad civil, como está escrito: «por mí reinan los reyes» (Proverbios 8, 15). Y ello a pesar de que en tiempos del salmista apenas podían hallarse sobre la tierra reyes que no pretendieran fundar su poder sobre falsos dioses49.
Ante lo dicho, se nos respondería que la fundamentación de los Estados liberales en la soberanía nacional no los ilegitima exclusiva o principalmente porque se trate de un error filosófico-teológico, sino porque ese cimiento maligno lleva necesariamente a que tales poderes gobiernen tiránicamente en la práctica. Al fin y al cabo, es «un poder cuya razón de ser se encuentra justamente en la conculcación de toda justicia y derecho (…) en la ejecutoria posterior a la que le compele ese susodicho espurio origen»50. Quien quisiera sostenerse sobre este argumento se estaría a lo menos acercando a la verdad, porque intenta negar la legitimidad de los regímenes actuales por su falta de capacidad real para servir al bien común. Este ataque se dirige al fundamento, y no a disquisiciones históricas en última instancia irrelevantes a la cuestión.
Sin embargo, el argumento falla por no considerar que el bien común se realiza en distintos grados, y que en cada contexto concreto lo que otorga la legitimidad a un sistema es que sea el medio por el que se alcanza el mayor bien común posible. Que un sistema apoyado en los falsos principios en los que nuestros Estados están apoyados, por necesidad moral resultará deficiente en alcanzar el bien común, y aun cometerá males activamente, es algo que sin dificultades se puede conceder. A lo menos, por necesidad casi analítica es evidente que las democracias liberales dejarán de realizar en gran medida el bien común religioso, por el hecho mismo de que no lo reconocen como tal. Pero el bien común que legitima es el bien común real, por pobre que sea.
Para rechazar este principio católico se despliega una retórica que pretende negar que tenga ninguna existencia tal consecución parcial y deficiente del bien común: «conculcación de toda justicia y derecho»51, «imposible cualquier pretensa apelación al bien común»52. Sin embargo, existe un núcleo mínimo de bienes comunes que todo gobierno tutela por el hecho mismo de ser gobierno, como el propio Antoniano reconoce, al aceptar «la existencia de un poder fáctico que genera un cierto orden externo»53. Los bienes externos, como sean la vida, las libertades concretas y los derechos sobre las cosas, son bienes comunes en cuanto estén protegidos por un poder que los tutela en general. Va de suyo que está lejos de ser perfecto un poder que, sin elevarse a alturas morales más humanas, sólo pretenda proteger esos derechos (y, en hipótesis, aun estos los defienda malamente). Pero son bienes comunes, de donde se sigue que un poder instituido para protegerlos verdaderamente —aunque deficientemente— tiene por fin propio el bien común. Como dice Antoniano, es un poder fáctico que genera un cierto orden externo. Ahora bien, donde no hay hábito obediencial hacia ningún poder con fuerza para generar un orden mejor, ese «orden externo» no es un orden, sino el orden.
La clase de defecto que vicia totalmente el fin, por el contrario, es sólo aquel que lo hace irreconocible como tal fin. Desarrollando un poco más la analogía con el matrimonio, no estaría dando un consentimiento verdaderamente matrimonial quien pretendiera casarse sólo para tener hijos sin establecer absolutamente ninguna vida ni crianza común con el cónyuge; o quienes quisieran establecer una vida común excluyendo positivamente cualquier descendencia e impidiendo activamente que la haya. Pero de ordinario, para que el matrimonio se constituya no es absolutamente necesario que ese fin sea entendido ni deseado perfecta y virtuosamente, sino que basta el conocimiento más básico y general, como muestra el Derecho Canónico54.
De la misma manera, para que el consentimiento popular expresado en la costumbre constitucional no esté dirigido al bien común y no constituya un régimen legítimo, el fin al que se dirige no debería tener absolutamente ningún elemento de bien común. Por ejemplo, un ejército enemigo que ocupe un territorio no buscando sino robar y asesinar, no hay ningún sentido remoto en el que busque o siquiera pretenda buscar un bien común, de manera que el sometimiento que a través de la violencia pueda obtener no es consentimiento político.
Ahora bien, tal situación apocalíptica lo que implicaría es que sería inmediatamente legítimo cualquier orden que pudiera poner fin a tal reinado de terror, aunque los bienes comunes que preservara fueran sólo los bienes externos más básicos, aquellos sin los que no hay gobierno en absoluto. Lo que hace, pues, legítimo a un orden frente al poder fáctico tiránico es el hecho de ser la alternativa posible, por el hecho mismo de ser el mejor medio real por el que cabe realizar el bien común. Es por eso que toda la doctrina hasta aquí expuesta no tiene el efecto práctico del conformismo ante el poder tiránico de hecho: por el principio mismo de que el poder legítimo es el mejor medio real posible por el que se realiza el bien común, una autoridad pública que realiza sus fines de forma gravemente deficiente será siempre susceptible de ser legítimamente cambiada por la mejor alternativa posible, con tal de que el quebranto del cambio sea un mal menor frente al bien del nuevo régimen55.
Que las actuales circunstancias son tiránicas no hace falta demostrarlo, es evidente. Pero esta situación en la que apenas puede decirse que el poder fáctico realice el fin que es su razón de ser, no implica que sea legítimo el último poder anterior que sirvió fielmente al bien común, sino que será legítima la alternativa posible que en el presente realice el bien común en mayor grado. Frente a esta actitud, que reconoce al poder real sólo condicionalmente y justifica la militancia para revertirlo, el verdadero conformismo se encuentra en la posición contraria: que, enfrentados a la tiranía, no sea legítimo luchar por la mejor alternativa posible, sino sólo para restaurar el último buen régimen que hubo en el país, aunque no haya ninguna potencia próxima para realizar tal restauración. Cuando tal movimiento restaurador pierde sus fuerzas, resulta en la práctica que la rebelión contra el tirano se reduce a una actitud de no reconocimiento, si acaso vociferante, pero que no emprende nada por el bien común —por el bien común real, no el sol dell’avvenire— fuera del sostenimiento y la divulgación de sus principios doctrinales, lo que llaman acción prepolítica. Y esos principios doctrinales son a la postre erróneos, con lo que de todo ello resulta un balance más bien negativo.
A todos estos argumentos, que conforman el núcleo de su tesis, Antoniano añade algunos otros a mayor abundamiento, que no merece la pena tratar más que de pasada. Así, presenta la idea de que los modernos Estados quedan ilegitimados por el clásico principio de la Cristiandad de que los súbditos quedan desligados de la obediencia a los Príncipes cristianos apóstatas, para lo cual cita los cánones del Decreto de Graciano56. Ahora bien, esta regla del Derecho Canónico requiere de la autoridad de los Papas para aplicarse, lo que tristemente dejaron de hacer hace muchos siglos por imposibilidad material57; y, por lo demás, estos cánones fueron totalmente derogados en los Códigos de 1917 y 1983, con lo que discutir sobre los efectos que puedan tener es ridículo.
Asimismo, plantea el argumento peregrino de si no supondría esta doctrina de la obediencia a los poderes constituidos que en su momento haya que someterse al reinado del Anticristo58. Eso debería haberlo pensado San Pablo antes de enseñar sin suficientes excepciones aquello de que «no hay potestad sino de Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Romanos 13, 1). En cualquier caso, el tiempo del Anticristo será en todo singular, y ninguna conclusión práctica se puede sacar de él (mucho más cuando no sabemos cómo será) respecto al comportamiento práctico que debamos tener los católicos en política59.
Por último, quiero cerrar la sección señalando una importante concesión que se le ha escapado a Antoniano en un reciente artículo; y es que sería posible la prescripción adquisitiva del poder público, si los Príncipes legítimos hubieran dejado de reclamarlo:
«Si el Papa se hubiese limitado a indicar en este párrafo que, ante la ausencia de ninguna legítima reclamación, el poder de hecho o efectivo presente pasaría automáticamente —con el transcurso de un tiempo prudencial en su ejercicio pacífico e ininterrumpido— a quedar legitimado, nada tendríamos que objetar, pues no estaría hablando de otra cosa sino de la conocida institución jurídica de la prescripción adquisitiva, título lícito de apropiación de un bien, incluso si hubiera sido —como señala el Papa— “ilegítimo en su origen”.
Pero el problema es que ése no era el caso de la mayoría de los poderes surgidos al amparo de los procesos revolucionarios occidentales. En la mayoría de las situaciones había legítimos reclamantes que denunciaban públicamente el expolio de que habían sido víctimas; denuncia que venía a ser continuada en el tiempo por sus legítimos herederos, impidiendo así toda posible pérdida por prescripción»60
¡Pero cómo! ¿Entonces los sistemas basados en la soberanía nacional sí pueden usucapir? ¿Entonces sí que puede llegar el punto en el que las leyes del Reino decaigan por imposibilidad de aplicarse? ¿Entonces el criterio de legitimación del poder es «su ejercicio pacífico e ininterrumpido»? ¡Pero si estamos de acuerdo en todo! Llegados a este punto, la única diferencia entre la tesis de Antoniano y la tesis católica es que él considera que esa prescripción se impide con tal de que los pretendientes mantengan una reclamación pública, mientras que el realismo escolástico expuesto por los Papas estima que para que las leyes decaigan por imposibles basta con que esa imposibilidad sea práctica y moral en sus causas final y eficiente, sin que tenga que ser una imposibilidad absoluta por ausencia total de pretendientes.
Para deshacer este argumento, atendamos a las distintas razones de ser de las instituciones de prescripción o usucapión en el derecho privado y público. En derecho privado, los derechos de dominio prescriben en pro del bien común de que haya estabilidad en las propiedades, pues Dios las hizo para todos en general antes de que se atribuyeran a cada uno en particular. Las condiciones de esa prescripción las pone el poder público, por el hecho mismo de que se encargue de tutelar el bien común; y, en su caso, podrá poner las condiciones en las que la reclamación enerva la prescripción. En derecho público, los derechos principescos prescriben en pro del bien común de que haya estabilidad en la soberanía, pues Dios dispuso la necesidad del mando público para todos en general antes de que su uso se atribuyera a algunos en particular. Pero en este caso, no hay nadie por encima de la propia comunidad política que tutele ese bien común, como no sea la humanidad a través del derecho de gentes y el Obispo de Roma como árbitro entre los Príncipes cristianos. Los tribunales ante los que el soberano desposeído reclama son, por tanto, la propia comunidad política a través del conflicto civil, y, sobre esta, los otros soberanos y el Papa, de suerte que a través de su reconocimiento se enerve la legitimación del poder fáctico. Pero una vez se ha perdido totalmente ante estas tres instancias, ya se ha reclamado todo lo que se podía reclamar. Y las leyes de la política pasan a aplicarse según las reglas que el mismo Antoniano reconoce: ejercicio pacífico e ininterrumpido61.
Toda esta doctrina es, además de falsa y ridícula, profundamente esterilizante. Afortunadamente, la decisión no está entre la tiranía que padecemos y este integrismo inmóvil. La falsa política y el falso patriotismo no pueden sustituirse por la indiferencia, sino por la verdadera política y el verdadero patriotismo católicos y españoles. Cuyas bases ahora trataremos de presentar.
La legitimidad de los movimientos monárquicos
Según hemos visto, no puede pretenderse que exista un deber estricto de militancia monárquica en virtud de la propia fuerza de la ley de sucesión, ilegítimamente subvertida. En la medida en la que es el bien común lo que da vigor a las leyes, aceptar como soberano al designado por la ley de sucesión sirve con necesidad moral al bien común en un contexto de continuidad monárquica, pero esa conexión deja de estar vigente en tales términos cuando se rompe totalmente esa continuidad.
¿Significa eso que a partir de tal momento no quepa ya ninguna reivindicación de la monarquía? No, como ya hemos dicho. La clave de la cuestión está en la misma realidad que nos mueve a reconocer que las antiguas leyes fundamentales ya no tienen vigor como tales leyes: el bien común. Y es que, desde el momento en el que cese plenamente la vigencia del régimen, la causa monárquica de los antiguos reyes legítimos podrá en su caso vincular no con valor de ley, sino con el deber que proviene del hecho de que la restauración legitimista sea lo más conveniente para el bien común.
En el supuesto de una constitución que subvierta la constitución política del Reino, nos encontramos con un nuevo régimen que de algún modo cumple los fines de la soberanía. De algún modo, porque si así no fuera ni siquiera existiría como régimen. Ahora bien, que circunstancialmente sea la única autoridad con la potencia próxima de cumplir los fines mínimos de la soberanía no significa que lo haga de tal manera que sea deseable su permanencia indefinida.
Que ese sea el caso, es decir, que no merezca subsistir un régimen con tal origen, es algo que hasta cierto punto puede esperarse. Así, había un antiguo régimen, en hipótesis multi-secular, que durante largo tiempo debió de responder a la naturaleza, las necesidades y los deseos del pueblo. Que tal sistema llegue a ser totalmente subvertido pasa necesariamente por el hecho de que una parte relevante del país, en número o en fuerza, se haya apartado de su antiguo carácter, entregándose ambiciosamente a una novedad que en pocos casos no será culpable en algún grado.
Aunque la Revolución llegue a tener un éxito eventual, extraño será el caso en el que el partido revolucionario se imponga de tal manera que la naturaleza de la nación se transforme integralmente, llegando al punto en el que el nuevo orden arraigue en su carácter de suerte que cualquier cambio político deseable pase necesariamente por operar dentro de sus estructuras. La Revolución proviene de una división, de una parte del pueblo que se aparta de su tradición y se impone sobre la otra. En esa medida, naturalmente deja las semillas de división que hacen posible, probable y aun conveniente que tal régimen decaiga.
Un régimen que llegue a ejercer el poder de forma pacífica e ininterrumpida supone un mínimo de adecuación con su población, aunque no necesariamente con su parte mayor o mejor. Pero allí donde el nuevo régimen surgido de la Revolución es de tal clase que se encuentra en oposición con el carácter y las necesidades del país, lo que Polo llamaba «la conciencia historicopolítica del pueblo», lo que podríamos llamar la «constitución natural o interna», fácilmente puede llegar el mal del desgobierno al punto de que exista una necesidad práctica en pro del bien común de cambiar el régimen. Este cambio, en la medida en la que suponga una reversión de la transformación introducida por el proceso revolucionario, será un proceso contrarrevolucionario. Y si se trata de una restauración pura y simple de la estructura política anterior en sus elementos esenciales, será una Contrarrevolución en su sentido estricto. La conveniencia de lo cual será mucho mayor allí donde la Revolución ha tenido un claro sentido antirreligioso, de manera que el deber de militancia por el bien común natural y el sobrenatural puedan unirse en una misma causa contrarrevolucionaria.
Pero nótese que ya no estamos hablando de una simple restauración de la justicia, sino que la opción por la monarquía, y la monarquía legítima, es una decisión de la prudencia política en pro del bien común. Las revoluciones liberales, para justificarse, se pintaron de mera aplicación de la justicia, la ejecución del derecho inalienable e imprescriptible del pueblo a la soberanía. Este seudolegitimismo desnortado querría hacer otro tanto a la inversa, convirtiendo la causa política de la monarquía en la ejecución del derecho inalienable e imprescriptible del Príncipe sobre las regalías que le otorgaban las leyes. Pero la restauración de la monarquía, que llaman Contrarrevolución, no será una Revolución en contrario, sino lo contrario de la Revolución. Por eso, frente al liberalismo que oscureció la supremacía del bien común como fin último de la política, la causa católica se realizará en la elección de la virtud pública, de los pocos o de los muchos, por los medios que mejor sirvan al bien común.
Alguno podrá decir que aquí caigo en hipocresía, pues me aparto de León XIII en Au milieu des sollicitudes, en la medida en la que allí afirma no sólo que la República sea legítima, sino, en particular que
«todos están obligados a aceptar esos gobiernos, y no intentar nada para derribarlos o cambiar su forma»62
Y, en la carta explicativa que envió a los Cardenales franceses, que
«uno de esos medios [para lograr la unidad política de los católicos] es aceptar sin segundas intenciones, con la lealtad perfecta que conviene a los cristianos, el poder civil en la forma en la que existe de hecho»63
Esto parecería refutar lo hasta aquí dicho. Sin embargo, la clave de la cuestión se encuentra en el propio texto de León XIII, donde también indica que
«En consecuencia, cuando los nuevos gobiernos que representan ese poder inmutable son constituidos, aceptarlos no es sólo lícito, sino debido, impuesto por la necesidad del bien social que los ha hecho y los mantiene (…) Y ese gran deber de respeto y dependencia continuará, mientras las exigencias del bien según lo demanden»64
La obediencia que pone León XIII no es, por tanto, una obediencia absoluta, sino que, por el hecho mismo de ser dependiente del bien común, está abierta al cambio de régimen. Lo que difícilmente podría negar sin contradicción, siendo que también afirma que
«Sea cual sea la forma de los poderes civiles en una nación, no podemos considerarla como definitiva hasta tal punto que deba permanecer infalible, aunque fuera la intención de quienes en origen la determinaron»65
De suerte que el desacuerdo con León XIII, si es que hay alguno, será en el juicio prudencial contingente sobre si los actuales sistemas por sus mismos elementos esenciales no ponen en peligro el bien común de forma lo suficientemente grave como para que sea lícito preparar activamente las condiciones que hagan eventualmente posible lo que se estima políticamente necesario, a saber, un cambio de régimen. Pero aquí ya no hablamos de si peca mortalmente quien no obedece al supuesto monarca, o si es legítimo o aun debido salir a la calle a asesinar gendarmes de la République como rebeldes contra Su Majestad Cristianísima. Lo que planteamos más bien es sí, en una situación en la que el nuevo régimen falle seriamente respecto a sus deberes más básicos, es lícito militar para crear las circunstancias por las que, si eventualmente se verifica una crisis constitucional, pueda realizarse legítimamente un cambio político en sentido contrarrevolucionario. Y la respuesta es sí, lo que León XIII no rechaza por principio y magisterialmente, sin perjuicio de que como opción política prudencial fuera favorable al abandono de tales proyectos.
Sentado todo lo anterior, entendemos lo suficientemente demostrado que cabe una defensa de la monarquía sobre los fundamentos tradicionales y escolásticos. Si entendemos que la monarquía es el mejor régimen en general y sobre todo para este país en particular, es legítima tal militancia allí donde sea patente la incapacidad del nuevo régimen para servir al bien común en sus aspectos más básicos66. Asimismo, la causa de la monarquía necesariamente levanta la cuestión de quién deba ser la persona —rectius, la familia— que encabece el Reino, cuestión que debe responderse con el mismo criterio del bien común. Si el partido por la monarquía surge como respuesta a la pregunta «¿qué puede mejor realizar el bien común del país?», el partido por el pretendiente debe surgir como respuesta a la pregunta «¿quién puede mejor realizar la monarquía?».
Lo cual no implica el indiferentismo dinástico, porque es un principio natural que quien mejor realice la causa monárquica sea el designado según las antiguas leyes para reinar, por los mismos motivos por los que tales leyes preservaban el bien común en la sucesión de la soberanía. La causa monárquica está, en principio, mejor servida en su encarnación como pretendiente en la persona a quien las antiguas leyes habrían designado como rey, por la misma razón de estabilidad que hace deseable la monarquía hereditaria en primer lugar. Y, asimismo, la disciplina de partido de los monárquicos respecto al pretendiente es lo óptimo en cuanto organiza eficazmente su acción política, por la misma razón de unidad que hace deseable la monarquía en primer lugar.
Pero yendo al caso concreto, que es el único caso real, todo esto son cuestiones que deberán en su caso demostrarse en sede de prudencia política. Aquí viene presentada toda una serie de principios por los que puede ser óptima la militancia por la causa monárquica y legitimista. Ahora bien, estos principios generales pueden no haberse realizado en el supuesto concreto, en cuyo caso habrá que hacer frente a la realidad con los medios que Dios nos ha dado. Por todo lo cual quien defienda una determinada causa monárquica y dinástica tiene la carga de demostrar a sus compatriotas —al menos, si va a conminarles a unirse al movimiento— que tal causa es idónea para servir a España.
No puede, así, dejarse como cosa menor, por ejemplo, la incertidumbre sobre la sucesión, apelando al deber de obedecer las leyes del Reino independientemente de que no haya sucesor conocido. La existencia o no de una sucesión segura en la línea dinástica determina todo el futuro de un movimiento monárquico como proyecto viable, es decir, como proyecto que sirva —siquiera hipotética o potencialmente— el bien común antes que el ego de sus integrantes. Ridículo resulta agarrarse, tal y como Infante lo hacía en aquella conferencia de 2010, a las virtudes de la ley de 1713 para determinar un sucesor67. La situación en la que la norma se pensó, de una monarquía realmente existente, hacía seguro en todo caso que el trono sería provisto eventualmente. Quizás en esas circunstancias la preocupación no fuera tan acuciante, incluso en el supuesto de que durante un tiempo hubiera incertidumbre68.
Pero es evidente que nuestras circunstancias no son aquellas para las que se pensó la norma, y la principal amenaza actual para los movimientos legitimistas-tradicionalistas es la ausencia completa de pretendientes, ya sea por falta de interés, porque las familias principescas han dejado de cumplir las antiguas leyes de morganatismo, o porque quienes guardan alguna pretensión legitimista han divorciado sus derechos folclórico-familiares de la verdadera causa católica. En tales circunstancias, pone en cuestión el sentido de todo un movimiento el hecho de que no tenga sucesor conocido, y haya serias dudas para creer que tal sucesor exista en absoluto, o tenga las cualidades que debe tener.
Asimismo, tampoco puede dejarse como cosa menor el rigor doctrinal y la calidad personal de los líderes del proyecto, en un tiempo como el nuestro en el que las causas dinásticas se encuentran en tan débil situación. Las críticas que hasta ahora hemos presentado son, por tanto, pertinentes en extremo.
A lo que hasta ahora digo podría echársele en cara que incurre en los errores de la llamada «Monarquía instrumental o funcional», o «Monarquía-fórmula”», que decía Rafael Gambra, una visión de la monarquía que la reduce a «mera técnica de gobierno apropiada a las necesidades de una situación». Frente a esta visión, propia en España especialmente del entorno de Acción Española, Gambra defendía la monarquía como «gobierno unitario de los pueblos religiosos (…) santificado por su permanencia y lo remoto de su origen (…) [que] no puede reivindicar otro título que el orden natural y la tradición histórica»69. Esto tiene mucha verdad: la genuina monarquía siempre lleva un sentido de orden sagrado, y sin esa nota decae rápidamente y avanza hacia su disolución. Los llamados «reyes-ciudadanos», primeros magistrados del Estado en un orden racionalista, terminan a menudo muertos o en el exilio por gracia de sus conciudadanos.
Ahora bien, este rechazo de la monarquía como «mera técnica» poco o nada tiene que ver con la supremacía del bien común, entre otros motivos porque ese orden sagrado forma también parte del bien de la comunidad. Esa sacralidad de la familia real lleva una buena parte de la fuerza de la monarquía, y se añade a los motivos ya aducidos por los que, incluso después de la usurpación, resulta natural que el esfuerzo monárquico esté encabezado no por cualquiera, sino por esa misma familia principesca. Dice Gambra que «el verdadero motivo del monarquismo (…) [es] la lealtad histórica: allá donde ésta no se sienta, ni hay monárquicos ni existe posibilidad de restaurar una Monarquía»70. Lo cual mayormente se puede conceder, en la medida en la que no choca con la tesis principal de este artículo: lealtad histórica que, verificada plenamente la usurpación, será como descendientes de los reyes, como reclamantes en la guerra, como pretendientes, como aquellos que encarnan el orden sagrado a cuya restauración se aspira; pero no lealtad como soberanos a los que todos les deban en conciencia la obediencia de la ley, más allá de que uno libremente decida por esas causas antedichas tratarles como si fueran tales.
La crítica que no podemos compartir es la que rechaza en bloque todas las justificaciones de la monarquía que no lleven la inexorabilidad de la ley, que rechaza los «juicios promonárquicos de tipo racional, histórico o instrumental» como motivaciones impuras de la causa monárquica71. El neomonarquismo de la Acción Francesa y de Maurras, que tienen una conexión relevante con esa «Monarquía-fórmula» de la que hablaba Gambra, quizás tenga —sin perjuicio de que Maurras haya sido el mejor apologista de la monarquía del pasado siglo— algún punto en el que afinar. Lo cual por cierto no quita que, aunque quizás no quiera reconocerlo, ese mismo Maurras sea el padre y la madre del líder del movimiento. A través de la Acción Española, por Eugenio Vegas Latapié; y a través de la Ciudad Católica, por Jean Ousset. Pero divago. Tuviera los defectos que tuviera maurrasismo, si lo que se pretende rechazar son, como hace Antoniano, los juicios de tipo «racional, histórico o instrumental», yo me quedo con ellos en la buena compañía de Maurras, antes que con la única alternativa posible en buena lógica, que son los juicios irracionales, ahistóricos y categóricos.
Pero lo categórico no se puede demostrar, sólo suponer. De ahí que este movimiento, que tantos elementos positivos tuvo y que se halla sin embargo en franco colapso, no se pueda defender ni se haya defendido hasta ahora en sede de razón72, sino que cada uno decide por un acto de fe si quiere suponer la verdad de sus falsas doctrinas, según le hayan seducido el ingenio de sus conferencistas y el entusiasmo de creerse un bravo requeté o un distinguido aristócrata. Pero eso nada tiene que ver con la prudencia, que es reina en política.
Todo lo cual viene afirmado, para el caso francés, por el propio Don Sixto, en un texto que ya tuvimos la ocasión de citar y que vale la pena traer de nuevo, en el que suscribe esencialmente mi tesis:
«Todas las leyes fundamentales que rigen la sucesión dinástica están subordinadas a la principal, según la cual «el Rey no muere en Francia», lo que significa que la legitimidad del Soberano reside en la continuidad del poder reinante. Si bien en su momento el concepto de la primogenitura a todo precio era un principio estabilizador en el cuadro de una monarquía efectivamente reinante, no puede ser más que un principio desestabilizador por acrobático cuando se aplica fuera de toda continuidad del poder real, como es el caso desde hace más de un siglo. He ahí por qué hoy ningún príncipe puede argüir una legitimidad exclusiva en su favor. Que gane el mejor.
Sixte-Henri de Bourbon-Parme
L’Événement du jeudi no 245. 13-19 juillet 1989»73
No hay ningún motivo por el que esto no debiera aplicarse igualmente al caso español. Que gane el mejor. Que nadie se ofenda, pues, si le piden que demuestre que su pretendiente es el mejor, y si, en particular, como prueba de ese hecho hacen especial hincapié en el futuro sucesorio.
Esto, por lo demás, es lo que todos creen. Salvo quizás Antoniano, y es posible que también Infante en su momento, los líderes y liderados de la Comunión Tradicionalista no quieren otra cosa, tal y como admiten en privado, que un Príncipe que dé una cobertura jurídica de legitimidad a la causa político-doctrinal tradicionalista. Como sabiamente decía Infante,
«Primero vamos a encontrar a un posible sucesor que, según mi opinión, tenga unas condiciones que debe reunir, y a continuación intentaremos hacerlo entroncar con la dinastía para quedar bien»74.
Doctores tiene la Comunión para justificar la indudabilísima legitimidad de cualquier Príncipe que se preste a poner su nombre y firma para encabezar el proyecto sedicente legitimista. A Felipe V no le faltan descendientes. Eso buscan, y seguramente no tendrán ni eso: así es el rigor de los tiempos. Por todo lo cual deberían darme las gracias porque rompa sus cadenas. El legitimismo de la estricta observancia, este espantoso seudolegitimismo integrista que afortunadamente jamás existió hasta que en mala hora algunos españoles quisieron inventarlo, pone unos márgenes tan estrechos a la actividad política de los tradicionalistas, que ni ellos mismos se han acercado remotamente a cumplir sus propias reglas. De modo que, abandonadas esas falsas reglas, se abren anchos campos para la actividad política católica, monárquica y tradicionalista, con la única dificultad de que esto les exigirá ejercer su prudencia. Demostremos ahora este último punto.
La falsa continuidad de la Comunión Tradicionalista
En el fundamento de la ideología de la Comunión se encuentra, como hemos venido sentando hasta ahora, lo que podemos llamar la «tesis de la continuidad». En la medida en la que lo que sostienen no es un proyecto político de restauración, sino la pretensión de que desde la usurpación de 1833 hayan seguido operando con plena validez y vigencia en el plano moral las reglas de la monarquía española, resulta central la idea de que no haya habido interrupción en la aplicación de tales leyes y la constante reclamación del derecho monárquico. Así, la Comunión no es un partido, ni un anti-partido, «sino el conjunto de españoles que mantienen todos los principios del tradicionalismo y la legitimidad dinástica según las leyes de sucesión española»75; «esencialmente y primariamente es un ente moral, que es el pueblo español organizado, familiarmente radicado en torno a los legítimos reyes»76. La Comunión es España, es la continuidad de la monarquía española en el exilio, la Christianitas mínima.
Que aspiracionalmente pueda ser o querer ser todas cosas en espíritu yo no lo niego. De lo que aquí me ocuparé es de una cuestión más concreta, a saber, si ha continuado como tal monarquía sin solución de continuidad en la aplicación de las leyes de la Novísima. Tiene esto una importancia capital, pues, según las palabras de José Miguel Gambra, «Quien desee saber quién es el rey deberá recorrer, sin hiatos, la transmisión del poder monárquico según las leyes de sucesión»77. ¿Y qué pasa si hay hiatos? Gambra no deja espacio para la duda: «Sin la figura de Don Sixto, como regente, cualquier derecho sucesorio, a falta de legítimos reclamantes, habría periclitado durante los últimos decenios»78. Lo mismo decía Antoniano, como ya hemos citado antes, al señalar que «ante la ausencia de ninguna legítima reclamación, el poder de hecho o efectivo presente pasaría automáticamente (…) a quedar legitimado»79. Presentada, pues, la postura de la Comunión, pasemos al análisis de los hechos.
1. Problemas históricos
En primer lugar, encontramos varias dificultades históricas, gran parte de las cuales ya hemos venido mencionando. Antes que nada, nos encontramos con la primera traición de los Parma, que nunca ha constado que fuera sanada según las reglas que exige la Novísima y que exponía Fernando Polo.
Como ya hemos dicho, a la hora de justificar su tesis dinástica el principal posicionamiento oficial de la Comunión Tradicionalista ha sido apelar al ensayo de Polo, sin ninguna directriz definitiva que vaya más allá en la interpretación y justificación de las cuestiones disputadas80. Eso de por sí levanta varias preguntas, porque parece disparatado un movimiento legitimista que no haya producido una sola monografía dedicada a demostrar los derechos dinásticos de su pretendiente. Es posible que, entre tanto libro colectivo, el antiguo secretario no tuviera tiempo para esa cuestión secundaria. También es posible que no quisieran atarse públicamente a ninguna interpretación en materia sucesoria que en el futuro pudiera dificultar la justificación a posteriori de un pretendiente.
En cualquier caso, Polo afirma que para la restauración de los derechos en sí propio y en los herederos después de una traición, es necesaria la retractación pública y una carta de perdón real que cambie el castigo por una pena simbólica81. Que esto no se cumplió —al menos no con todos esos requisitos— tras la primera traición de los Parma es notorio82.
Asimismo, hay una segunda traición de los Parma, ya establecida, en la que tampoco se cumplen los criterios que pone Polo para la restauración de los derechos83. En este caso, además el orden sucesorio habría quedado modificado incluso después de una reparación, porque había Borbones agnados que habrían precedido a Don Javier incluso después de una carta de perdón84. Siendo estrictos, uno tendría que decir que al proclamarse rey (de iure) en 1952, Don Javier estaba siendo rebelde contra el Rey legítimo, su hermano menor Cayetano, que, por no haber nunca traicionado a los Reyes legítimos, debía preceder a Don Javier en la línea sucesoria.
Asimismo, se ha alegado, y hasta donde sé nunca se ha contestado suficientemente, que el matrimonio de Don Javier fue morganático, por el conocido origen bastardo de los Borbón-Busset. El hecho de que Elías de Tejada defendiera esta tesis y nunca se desdijera de ella, siendo como es el principal maestro ideológico de la actual Comunión Tradicionalista, es razón suficiente para que sea absolutamente necesaria una refutación que a la presente no existe85. Por lo demás, alguno ha propuesto la idea de que el hecho de que Don Jaime hiciera de padrino de bodas llevaba una dispensa implícita, lo cual es un argumento manifiestamente pobre. Si yo tuviera que defender que los Busset son una familia principesca dinástica, intentaría apoyarme, si es que ahí puede encontrarse apoyo, en la práctica francesa, suponiendo que la práctica de la Corte con el correr de los siglos reparara esa bastardía original.
Por lo demás, en cualquier caso encontramos un importante hiato en la reivindicación de esa siempre vigente monarquía legítima, porque, a lo menos durante una buena parte del franquismo, Don Javier adoptó manifiestamente la doctrina de —por así decirlo— la doble legitimidad. Él mismo sólo se declaraba «Rey de derecho (…) Rey de los Carlistas, Rey de la representación ideal de España, Rey de la Monarquía ideal», al mismo tiempo que reconocía la legitimidad del régimen en cuanto aceptaba que «la victoria inicia rutas de superación»86. Expresión cuyo significado no deja espacio para dudas, si se tiene en cuenta que llamó a votar a favor en el referéndum de la Ley Orgánica del Estado de 1967, donde se incluía la Ley de Sucesión de Franco, lo que en la práctica suponía disponer de sus derechos sucesorios.
E incluso que tuviera seguridad sobre tener esos derechos teóricos y abstractos de los que las instituciones de la Victoria habrían de disponer es una cosa dudosa, si se atiende al reconocimiento que hizo de Don Juan como Jefe de Familia que hizo en 1955, y que ya hemos tratado87. Si a esa reclamación declinante se le suma el hiato ideológico de los años del tardojavierismo, la tesis de la perfecta continuidad termina de venirse abajo. Si todo lo expresado en nombre de Don Javier en sus últimos diez años de vida respondía a lo más profundo de su conciencia, sólo Dios lo sabe. Pero lo cierto es que de forma constante dejó hacer a su hijo, como señala Galarreta88, y no encontramos más retractación que aquella entrevista final con Don Sixto de signo tradicionalista, en la que, sin embargo, no encontramos ninguna declaración sobre la Regencia de Don Sixto ni condenando por nombre a su hijo Carlos Hugo89. Frente a esta entrevista, es digno de notarse que los del Partido Carlista cuentan con una grabación de Don Javier del año 77 en la que reitera su confianza en Carlos Hugo para continuar la causa90. Lo que no sé hasta qué punto exprimía su verdadero pensamiento, pero es prueba mucho mayor de la mente del Príncipe que cualquier cosa que hayamos visto en público en España de Don Sixto desde el año 2019.
Por lo demás, para la línea ideológica de la Comunión Tradicionalista debería haber sido suficiente para la pérdida completa de la legitimidad de ejercicio —como lo fue, según lo afirma expresamente, para Galarreta— el hecho de haber aceptado, aunque fuera a regañadientes, la libertad religiosa91. Ahora bien, si por ilegitimación de ejercicio en 1967 debería haber dejado de ser Rey, y no hubo nadie que quisiera entonces tomar la sucesión (ni que supiera que debía tomarla), parecería resultar que el Trono quedó vacante por un tiempo prolongado.
2. El Abanderado y la legitimidad de ejercicio
En el tradicionalismo se suele hablar de dos legitimidades, la de origen y la de ejercicio, dos legitimidades que no son en realidad más que una, pues el (mal) ejercicio es más bien una causa de ilegitimación de quien por origen es legítimo. Esto es lógico y ha sido generalmente aceptado, como lo hace Antoniano refiriéndose a Álvaro d’Ors92. Por lo que respecta a la aplicación de esta llamada ilegitimación de ejercicio en el contexto de una monarquía en el exilio, este mismo Antoniano dice que
«En el caso de un Rey que sólo la posee de iure al haber sido ya expulsado del poder fáctico por la Usurpación, los leales quedarían lícitamente libres de su deber de obediencia si dicho Rey incurriera en una incoherencia religiosa y/o jurídica, contradictorias con los fundamentos de su legitimidad. Ha de ser una causa objetiva y continuada, y no cualquier error momentáneo, desviación puntual o desliz coyuntural»93
Hasta qué punto sea esto compatible con el legitimismo estricto se lo dejo ponderar a cada uno. Lo cierto es que en el Antiguo Régimen nunca hubo claridad entre los doctores, y menos en la práctica legal o la letra de la ley, sobre el modo en el que cupiera deponer a un Rey legítimo, si es que tal posibilidad se aceptaba en absoluto. No sabiendo cómo y cuándo cabe abstenerse de tal obediencia, dos veces imposible resulta aplicar esas reglas analógicamente al caso de la monarquía de iure, por lo que en la práctica la llamada legitimidad de ejercicio supone que cada uno hace lo que quiera. Por lo demás, dentro de esa notoria falta de claridad no sería incoherente quien negara que proceda tal ilegitimación sin que medie una excomunión o una renuncia expresa y total a los derechos sucesorios.
En cualquier caso, en el ámbito de la Comunión Tradicionalista se ha utilizado una doctrina estricta de la ilegitimación, blandida contra los posibles rivales dinásticos de Don Sixto. Estas críticas que se les hacen, quizás acertadas, llevan el problema principal de que resulta difícil sostener que, aplicando la misma vara de medir, no debiera el propio Don Sixto haber perdido la legitimidad en el marco de la estricta observancia en el que opera la Comunión. En el marco de la estricta observancia, que quizás no en otro.
Antes que nada deben señalarse las dos visitas que hizo a Juan Carlos, en el 74 y en el 75, y en las que le mostró acatamiento, aunque no sabemos en qué términos94. Don Alfonso Carlos creía que haber pasado por el palacio de Madrid era en principio motivo suficiente para considerar completa la traición de los dinastas, y no parece claro por qué debiera este caso ser distinto95. Por lo demás, que existiera tal acatamiento no puede dudarse, si se atiende a gestos posteriores como el de recibir en lugar de honor a un representante de Juan Carlos96.
Asimismo, es notorio que colaboró permanentemente con el mundo fascista, lo que, para los que ponen el fascismo como la más perfecta antítesis de la ortodoxia católica en general y del tradicionalismo en particular, debería suponer una pérdida de legitimidad tan fulminante como la de Carlos Hugo. Como ya hemos dicho, organizó la coalición de la Eurodextra en Lignières97, financió a la escisión neofascista del Frente Nacional98, apoyó públicamente a su candidato99, y fundó y financió una revista neofascista100, que probablemente era, más que una revista, una tapadera para organizar el fascismo europeo101. Su alineación general con la Eurodextra no era ningún secreto, como puede verse atendiendo a las palabras de Galarreta:
«Lo curioso, y lamentable, es que años después, su otro hermano, Don Sixto, no repitiera estos conceptos del patrimonio de su Dinastía, y se incorporara a la Eurodextra, tan antitética de la Cristiandad como pudiera serlo de la Monarquía Tradicional Española la República demócrata-cristiana, soñada por Gil Robles»102.
Lo que sí era un secreto es su tradicionalismo observante y su Regencia siempre vigente aunque a veces discreta (y muy discreta). Asimismo, le vemos apoyar la candidatura de Jean-Marie Le Pen en 2002103, y organizar en Lignières reuniones de los identitarios en 2013 y 2014. Es difícil de entender que la Majestad Católica de Don Sixto condene el mito europrotestante de la raza a este lado de los Pirineos, al mismo tiempo que la Majestad Cristianísima de Msgr. Sixte-Henri favorece en el otro lado «una comunidad que defiende la identidad de los pueblos blancos, las identidades regionales, nacionales y europeas»104.
En cualquier caso, mucho más que esa actividad política, si hay algo que le pudiera quitar pretensiones de legitimidad es su alejamiento práctico de España, y la falta de ejercicio por veinte años del Abanderamiento que había prometido llevar a cabo. Este abandono ya ha sido lo suficientemente tratado105. Son testimonios suficientes el de Galarreta más arriba, que pone a Don Sixto totalmente fuera de la actividad política tradicionalista española; el de Rafael Gambra, ya citado, que pensaba en 1995 que «la legitimidad monárquica (…) por desgracia, no tiene hoy persona ni estirpe que la reivindique»106. En cualquier caso, nada más claro que el hecho de que el propio Don Sixto se apartara de tales pretensiones, como ya hemos citado107. Es evidente: una Regencia cuyo débil fundamento de derecho está en su ejercicio de hecho, si deja de ejercitarse, deja de tener cualquier pretensión de derecho que pudiera tener. Y dejó de ejercitarse. Ergo etc.
Por último, también en materia religiosa ha mantenido una distancia permanente con lo que en la Comunión Tradicionalista se presenta como la estricta ortodoxia católica. Así, hablaba en 2002 del «esplendor del wahabismo»108; iba en 2007 a las ordenaciones del Instituto Buen Pastor109, lo que algunos podrían interpretar como traición en aquel que (risum teneatis) «nunca ha vacilado en su apoyo a la Tradición y a Mons. Lefebvre»110; defendía a Enrique IV de Borbón en perjuicio de la unidad católica111, defendía el principio de autodeterminación (y a de Gaulle) en una carta por la independencia del Quebec112, defendía una doble monarquía parlamentaria para Bélgica113.
Yendo a algunos de los puntos más sensibles, es muy llamativa su relación con los musulmanes (fundada, principalmente, en el común aborrecimiento del sionismo y de los Estados Unidos), que llega hasta el punto de que colaborara con asociaciones de «musulmanes patrióticos» de Francia, que lo llamaban su padrino y se gloriaban del hecho de que «el Príncipe Sixte-Henri, a través de los matrimonios de su ascendencia real, desciende siete veces del Profeta del Islam»114. Más gravedad tiene el hecho de que estas relaciones con nuestros hermanos musulmanes le llevaran a flojear, siquiera un poco, en la cuestión migratoria, que es la que de forma inmediata más gravemente amenaza el bien común de nuestro tiempo. Cierto que sería una exageración pintarle de colaboracionista con la sustitución étnica, a la que en principio siempre se ha opuesto, pero es pública la entrevista de 2017 en la que contemporizaba sobre el asunto, diciendo que
«Para terminar, no obstante, quiero advertir a Marine Le Pen contra una estigmatización torpe e irrazonable de los musulmanes de Francia, lo cual no puede tener para ella más que un efecto contraproducente.
Querámoslo o no, es para empezar un legado histórico: hoy existe una fuerte minoría musulmana inicialmente inmigrada, francesa de segunda o tercera generación, que no se puede descuidar y menos aún ignorar.
Entiendo que el discurso antiinmigración y el discurso securitario estigmaticen al islamismo radical. Entiendo menos que Marine Le Pen olvide destacar que, precisamente, este adoctrinamiento salafista, wahabí, es hoy rechazado clara y definitivamente por el mundo suní del que proviene»115
Espero que sus leales súbditos (si es que los hay) de la Comunión Tradicionalista tomen apuntes y procuren evitar una estimagtización torpe e irrazonable de los musulmanes de España.
Pero estas relaciones van si cabe más allá, si atendemos al hecho de que haya llegado a organizar reuniones ecuménicas con sufíes, públicas y grabadas, en las que alababa sus «valores espirituales». Dejo aquí la transcripción y el vídeo, para que cada uno estime lo que le parezca:
«Vous maintenez cet esprit, cette spiritualité qui manque tellement à notre génération et à notre pays en général. Vous êtes l'élite que je souhaite toujours reconnaître et contacter pour étudier avec cette élite que vous représentez tous les espérances de notre pays et ceux de notre civilisation. Vous êtes l'élite d'une civilisation qui dépasse les autres vies et qui rejoint tout esprit de l'humain, de l'homme et des espérances dans la foi, dans l'avenir, dans la foi, dans la pensée, dans la valeur. Non pas les valeurs que l'on entend pratiquer dans le cadre républicain, les valeurs républicaines, ça n'existe pas les valeurs républicaines. Les valeurs de la spiritualité que vous représentez sont infiniment plus importantes.
Je vous félicite d'être tous ensemble ici, je vous remercie de tout coeur de me recevoir de façon si chargée aujourd'hui. Merci à tous.
Je suis très heureux de rencontrer l'élite la spiritualité, de l'enseignement de la spiritualité, des valeurs spirituelles, des valeurs spirituelles que notre pays manque tellement»116
Asimismo, celebraba la apertura de iglesias cismáticas en países católicos117, y fue Gran Maestre de una Orden de Caballería ecuménica, con cuyo hábito se encuentra en la foto que preside este artículo118. Todo lo que se refiere a esta escisión de la Orden de San Lázaro resulta particularmente llamativo. En su página oficial nos encontramos afirmaciones tales como que «La lignée maternelle du Prince Sixte-Henry, bien qu'elle ne soit pas considérée comme “dynastique”, est la plus ancienne lignée mâle des Capétiens»119. Lo cual parece que respondería a una de las cuestiones que hemos presentado más arriba: a confesión de parte, etc. Si bien en otros lugares dice lo contrario120, así que quizás sea mejor no esperar una coherencia excesiva.
En cualquier caso, lo más llamativo es que se declare «la única orden ecuménica, que acoge como miembros a practicantes de las grandes iglesias cristianas: Católicos, Protestantes, Ortodoxos y Anglicanos»121. Uno llega a sospechar que S.A.R., siendo recibida por el clero cismático122, no llegó a cumplir en todo punto la estricta disciplina preconciliar. Pero dejemos hablar a la propia Orden, describiendo la gloriosa ceremonia de instalación del Gran Maestre:
«The 200 members and guests present for the liturgy formed an astonishing ecumenical array, including Catholic and Orthodox bishops and priests of the Armenian, Melkite, Coptic, Russian, Ethiopian, Roman and several Protestant Churches, led by the president of Tantur Ecumenical Institute, with a Dominican of the École Biblique to preach the gospel. Besides diplomats from various countries, there were also a number of Muslim and Jewish friends of the Order in the congregation»123
A mí, personalmente, me tranquiliza saber que S.A.R. acepte sin reservas el Magisterio del Segundo Concilio Vaticano sobre el ecumenismo124. Sin embargo, esto crea una complicación, pues tales palabras y acciones son herejía para una buena parte de los seguidores de la Comunión Tradicionalista, y un hereje no puede ser Rey.
Cerrando la sección. Entre todas estas cosas, unas cuantas quizás puedan relativizarse o tengan explicación. Varias de entre ellas, a mí no me desagradan particularmente, o entiendo que entran dentro de la perfecta libertad de Don Sixto. Pero está claro que, en conjunto, para cualquier otro sería más que suficiente para que los Doctores le quiten la legitimidad de ejercicio. Y no cabe decir que haya sido «error momentáneo, desviación puntual o desliz coyuntural»125. La asociación con el neofascismo ha sido más o menos permanente durante cuarenta años; la falta de ejercicio de la supuesta Regencia, duró al menos veinte; sus extraños posicionamientos en materia ecuménica vienen ocurriendo desde hace más de diez años. Todo ello ha sido público y nada ha sido explicado.
Lo cual sería incomprensible si Don Sixto fuera verdadera cabeza de la Comunión, pero ese no es el caso. El Don Sixto real nunca ha tenido parte en la Comunión para su augusto secretario; lo único que importa es la imagen de Don Sixto como cobertura jurídica de legitimidad, objeto ideal y trascendente de lealtad, que permita al proyecto seguir operando o fingiendo que opera. Objeto ideal y trascendente, de suerte que con plena coherencia se le puede exaltar como Rey legitimísimo al tiempo que se le abandona y traiciona en lo real e inmanente. Para que el Enrique V de la fe cumpla su papel, no es necesario que el Sixte-Henri de la historia ni comparta ideario, ni se mantenga en sus cabales.
3. Regencia ilegal y otras dificultades
Para terminar, voy a tratar una cuestión verdaderamente trascendente, que por muchos años ha sido incomprensiblemente ignorada, y es la cuestión de la Regencia. La legitimidad de Don Sixto y de su Comunión Tradicionalista se ha puesto en la Regencia que Don Sixto supuestamente ejerce desde 1975, y, por mucho que tantos hayan negado esta tesis, no se ha considerado lo suficiente que esta supuesta Regencia es imposible ante todo porque ni es Regencia (no se corresponde a su naturaleza jurídica), ni es acorde a las leyes españolas.
Vayamos a Antoniano, ancla segura de la buena doctrina. Dice nuestro autor:
«Es importante resaltar que el Regente no ejerce las regalías de la Corona en nombre propio, sino que, partiendo de la base de que constantemente hay un Rey legítimo (es decir, legal), las ejerce durante un tiempo en nombre de ese susodicho Rey legítimo continuamente existente, el cual, por razones que sean (ya forzosas, ya voluntarias) no se encuentra temporalmente en estado de poder hacer uso normal en sus Dominios de la potestad que jurídica o titularmente le corresponde»126
La Regencia no se ejerce, por tanto, en nombre del Rey eventual, en ausencia completa de Rey a la espera de que este aparezca (la regencia gondoriana), sino en nombre de el Rey único y real, en principio siempre conocido, pero que temporalmente no puede ejercer él mismo sus facultades regias. Es un principio fundamental de las monarquías cristianas del Antiguo Régimen que la sucesión se realiza automáticamente, de suerte que jamás hay un solo instante en el que no haya Rey. Esto lo formulaban los franceses con mucha elegancia en aquel dicho de que «le Roi ne meurt pas en France» o «le Roi ne meurt jamais». Esa sucesión automática de las personas naturales determinadas por la ley en un mismo cuerpo místico del Rey es lo que se expresaba en la célebre costumbre de encadenar, a la muerte del monarca, los gritos de «¡El Rey ha muerto!» y «¡Viva el Rey!». Lo cual también se contiene en el dicho español, un tanto menos refinado que el de nuestros hermanos ultrapirenaicos, de que «a Rey muerto, Rey puesto».
Es por ello también que el legitimismo debió mantener la ficción jurídica de una continua operación de las leyes de la monarquía, porque de otro modo se seguiría la conclusión que Don Sixto expreso en 1989 y que hemos citado más arriba127. Y, siguiendo estos principios, hay una absoluta incoherencia en el modo en el que se ha pretendido que Don Sixto ejerciera su Regencia, pues no lo hacía en nombre de un Rey determinado continuamente existente, sino en nombre de un eventual Rey legítimo que podría luego ser una u otra persona concreta retroactivamente según aceptara o no los principios de la legitimidad.
Me explico. Si consideramos que Carlos Hugo hubiera perdido totalmente sus derechos sucesorios para los 70 y que la abdicación de Don Javier fue nula (a saber por qué), en ese caso no cabe duda razonable sobre quién era el sucesor en 1977, a la muerte de Don Javier: Carlos Javier, el hijo primogénito de Carlos Hugo, nacido antes de su último viraje socialista. En la monarquía española, el Rey niño siempre ha sido Rey desde el momento mismo en que muriera su antecesor, como señala la ley de sucesión la ley de 1713: «Que por fin de mis días suceda en esta Corona el Príncipe de Asturias»128. ¿Y quién era el Príncipe de Asturias en ese momento? Ningún sixtino podrá negar que Carlos Javier. De modo que Don Sixto sólo podría haber ejercido la Regencia en nombre de su sobrino, es decir, ejerciendo los derechos de la Corona que su sobrino tenía y que mantenía mientras no se ilegitimara; pero ciertamente no guardando la Corona para ofrecérsela a su sobrino si quisiera aceptar los principios de la legitimidad.
La reyecía no requiere de aceptación, sino que se da de forma automática y sólo puede perderse eventualmente por ilegitimación de ejercicio. Por tanto, aplicando criterios estrictos de legitimismo, y excluyendo a Carlos Hugo, después de Don Javier debería haber ido Carlos Javier como verdadero y pleno rey desde 1977 (o 1795, si se acepta la abdicación) por lo menos hasta estar en situación de ilegitimarse, y después a su hermano Jaime. Lo que es insostenible es pensar que en el año de, por ejemplo, 1980, dependiendo de lo que ocurriera en el futuro (que Carlos Javier aceptara o no los principios tradicionalistas), el Rey en ese momento sería o Carlos Javier o Don Sixto, pero sin que esté realmente determinado ninguno de los dos hasta que llegue definitivamente un momento de aceptación, en lo que podríamos llamar la monarquía de Schrödinger.
Lo cual es, por cierto, distinto del caso de la Regencia de Don Javier, aunque ya en aquel entonces se tuvo que interpretar la institución de la Regencia extensivamente. La Regencia se ejerce en nombre de un Rey, que en cada momento es siempre uno y el mismo, real y determinado, pero que no está en situación de ejercer sus poderes. Esta incapacidad siempre se ha entendido como incapacidad de hecho, pero podría defenderse la Regencia de Don Javier si entendemos que en ese momento, aunque sólo pudiera haber un solo Rey legítimo, que era Don Javier desde 1936, había una duda de derecho que le impedía ejercer sus poderes como Rey. Aquí nos encontramos, por tanto, con una interpretación extensiva y analógica: de 1936 hasta 1952 Don Javier gobernaría como regente en nombre de sí mismo, en la medida en la que una duda de derecho le impedía ejercer legítimamente sus poderes regios como tales poderes regios. Pero su reyecía proviene de la aplicación automática de la ley en 1936, no de la aceptación (parcial, pero bueno) de 1952. En 1952 se termina la Regencia porque termina la duda de derecho, y Don Javier puede liderar el partido directamente como tal Rey (de derecho de la monarquía ideal).
Ahora bien, en contraposición a esto, no nos encontramos que en los últimos tiempos haya habido una aplicación analógica, que ya es un tanto forzada, sino una transformación de la naturaleza de la Regencia. Así, Gambra se aleja de cualquier aplicación de la ley tradicional cuando dice que Carlos Javier
«no puede suceder a su padre, que dejó de ser príncipe hace cuarenta años, sino al Rey Don Javier. Y podría sucederle si recibe la corona de manos del regente, Don Sixto Enrique, caso de que cumpla las demás condiciones de la legitimidad»129
¡Si recibe la corona de las manos del regente! ¿No es evidente la contradicción? Volvamos a las palabras de Antoniano: «en nombre de ese susodicho Rey legítimo continuamente existente»; es decir, en nombre del Rey que ya tiene la Corona, no en nombre del potencial Rey retroactivo para quien se guarda la Corona, que puede, «caso de que cumpla las demás condiciones de la legitimidad» suceder o no suceder hoy a un Rey que murió hace cuarenta años.
Mucho más coherente habría sido hacer los requerimientos a los sobrinos en 2001, declararles ilegitimados, y proclamar entonces Rey a Don Sixto, sin necesidad de mantener una Regencia perpetua. En su lugar, probablemente con la esperanza de que fuera el mejor medio para llevar eventualmente a los sobrinos a su lado (si se tiene en cuenta que difícilmente tendría Don Sixto descendencia), se quiso inventar una falsa Regencia retroactiva. Peor que un crimen, fue un error.
Por tanto, en primer lugar nos encontramos con que se ha falseado en lo esencial la institución de la Regencia. Sin embargo, el problema va más allá, y es que la Regencia de Don Sixto no tiene ningún remoto fundamento jurídico en las leyes de la monarquía española.
Lo repito: la Regencia de Don Sixto no tiene ningún remoto fundamento jurídico en las leyes de la monarquía española. Esto alguien podrá o no querer oírlo, pero es la verdad. Vamos a los hechos. Según Antoniano,
«En los Corpus jurídico civiles de la Monarquía Católica, encontramos, como disposición básica reguladora para estos casos excepcionales, la conocida Ley 3, Título XV, de la Partida 2»130
Ley de Partidas, II, XV, 3. Bien, vayamos:
«Quando el rey fuese niño, si el padre hobiese dexado homes señalados que le guardasen mandándolo por palabra ó por carta, que aquellos hobiesen la guarda dél, et todos los del regno fuesen tenidos de los obedescer en la manera quel rey lo hobiese mandado; mas si el rey finado desto non hobiese fecho mandamiento ninguno, estonce débense ayuntar allí do el rey fuere todos los mayores del regno, así como los perlados, et los ricoshomes et otros homes buenos et honrados de las villas (...) la primera que teman á Dios, la segunda que amen al rey, la tercera que vengan de buen linage, la quarta que sean sus naturales, la quinta sus vasallos (…) la ochava que sean tales que non codicien de heredar lo suyo cuidando que han derecho en ello despues de su muerte. Et estos guardadores deben ser uno, ó tres ó cinco et non más (...) que lo tengan en paz et en justicia fasta quel rey sea de edat de veinte años, et si fuere fija la que lo hobiere de heredar, fasta que sea casada (...) Et todas estas cosas sobredichas decimos que deben guardar et facer si acaesciese que el rey perdiese el seso fasta que tornase en su memoria ó finase; pero si aveniese que al rey niño fincase madre, ella ha de seer el primero et el mayoral guardador sobre todos los otros (...) en quanto non casare et quisiere estar con el niño (...) Onde los del pueblo que non quisiesen estos guardadores escoger asi como sobredicho es farien traycion conoscida, porque darien á entender que non amaban guardar al rey nin al regno: et por ende deben haber tal pena, que si fueren homes honrados han de seer echados de la tierra para siempre; et si otros fueren, deben morir por ello»131
Aquí se prevén TRES CASOS, y sólo tres casos, por este orden subsidiario:
Quien determine el Rey.
La madre viuda del Rey, mientras no entre en segundas nupcias.
Una, tres o cinco personas que determinen las Cortes, con varias exclusiones legales.
Y ni un supuesto más. Jamás, jamás se ha presumido ningún supuesto derecho o deber a la Regencia por parte del dinasta más cercano. Durante años se ha repetido como una obviedad que, siendo Don Sixto el único varón de la familia real que quiso levantar la Bandera de la Tradición después de la defección de su hermano Carlos Hugo, eso implicaba una Regencia legítima. Si el benjamín puede legítimamente abanderar la Tradición, yo no lo juzgo. Pero ser regente, lo niego porque lo niega la ley. Dice Gambra, confundiéndose:
«Tras la defección de Carlos Hugo, como tal reconocida por la sedicente Comunión y en tanto que sus hijos no fueran mayores de edad, según las leyes sucesorias la responsabilidad de la corona recayó, como regente, sobre S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, único varón restante, hijo del Rey Don Javier»132
¡Según las leyes sucesorias! ¿Qué leyes? ¿Dónde se regula la Regencia sobre las partidas, y dónde se presume que el regente deba ser el «único varón restante»? En ningún lugar. Y lo que no está determinado expresamente, en cuestión tan grave debe presumirse prohibida. Pero va a más, porque la Regencia de Don Sixto está prohibida expresamente por la Ley de Partidas.
En efecto. Ya hemos sentado que hay tres causas de la Regencia: la determinación del Rey, la maternidad y la determinación de las Cortes. Ahora bien, en este último caso hay varias exclusiones legales:
«que teman á Dios, la segunda que amen al rey, la tercera que vengan de buen linage, la quarta que sean sus naturales, la quinta sus vasallos, la sexta que sean de buen seso, la setena que hayan buena fama, la ochava que sean tales que non codicien de heredar lo suyo cuidando que han derecho en ello despues de su muerte»
Ocho condiciones, a varias de las cuales es difícil darles un contenido objetivo. Debemos asumir, a lo menos, que los regentes sean católicos sin excomulgar, que no hayan cometido traición, sean nobles y españoles, y que no sean incapaces mentales. Pero hay una de mucha mayor importancia para el caso: «que non codicien de heredar lo suyo cuidando que han derecho en ello despues de su muerte». Es decir, que, no sólo no están dispuestos automáticamente, sino que EL SUCESOR DINÁSTICO DIRECTO ESTÁ EXPRESAMENTE EXCLUIDO DE LA REGENCIA.
Más de veinte años llevamos, pues, tragando sin responder debidamente una gran mentira. Don Sixto no tenía, por suceder a sus sobrinos, derecho a ser Regente, sino que precisamente por ello estaba excluido de la Regencia. Si hubiera asumido la Regencia de verdad y todo esto fuera más que una pantomima, habría incluso que decir que esa ilegalidad constituye traición y le excluía de la sucesión.
Si en el 77, o en 2001, se hubiera querido mantener una apariencia de legalidad monárquica, mucho más coherente habría sido reunirse en congreso carlista que pueda análogamente considerarse como Cortes, y, en tal reunión de los homes buenos del Regno, elegir a una, tres o cinco personas según indican las Partidas. Pero ya es tarde para recurrir a esas ficciones.
Un último punto me gustaría resaltar de esta ley, para cerrar el asunto, es que, según las Partidas, abstenerse de proclamar la Regencia es un acto de traición castigado con el exilio o la muerte:
«Onde los del pueblo que non quisiesen estos guardadores escoger asi como sobredicho es farien traycion conoscida, porque darien á entender que non amaban guardar al rey nin al regno: et por ende deben haber tal pena, que si fueren homes honrados han de seer echados de la tierra para siempre; et si otros fueren, deben morir por ello»
Habiendo llegado, pues, al punto de que S.A.R. Don Sixto, que algunos mentirosamente pretenden creer que sea Rey, está mentalmente incapacitado desde 2022, en estricta ortodoxia legitimista aquellos de sus servidores que lo supieron y debieron proclamar la Regencia, pero no lo hicieron, deberían ser exiliados o ejecutados. Dicen las Partidas que nos deberíamos conformar con el exilio si son honrados; que juzgue cada uno si no ha habido en tres años tiempo suficiente como para que decaiga la presunción de honradez. De todos modos, que no se me atribuyan aquí ningunas intenciones ni propuestas asesinas: yo sólo señalo lo que resultaría de la aplicación estricta de sus propios principios. Ellos deberían ser los primeros en alegrarse de que la soberanía de S.A.R. no sea más que un fantasma, porque si así no fuera habría que aplicarles el garrote vil.
Finalmente, y para cerrar el artículo, quiero señalar que también dentro de esta Regencia encontramos idas y venidas incomprensibles. Así, Infante afirmaba el 31 de julio de 2007 que Don Sixto es el rey133, el 1 de agosto de 2008 que seguramente [sic] es el rey, pero con toda seguridad al menos el regente134, y el 1 de agosto de 2009 decía que Don Sixto venía desempeñando la regencia y que si Carlos Javier «fuera salvable, no quedaría como regente, sino como rey: se convertiría en el verdadero Carlos VIII»135.
Igualmente, en 2009 se mandaban requerimientos a sus sobrinos conminándoles a aceptar su sucesión según los principios de la legitimidad136, e Infante decía en octubre de 2010 que, si no respondían, en cuestión de meses nos hallaríamos ante Enrique V137.
Sin embargo, pasaron esos meses y no hubo proclamación, y en 2012 José Miguel Gambra dice que «Empezando por Don Sixto Enrique, nadie niega a Carlos Javier la legitimidad de origen (…) Y podría sucederle si recibe la corona de manos del regente, Don Sixto Enrique»138.
Sólo en 2018, hasta donde he encontrado, se le trata de Rey de manera verdaderamente oficial, al acuñarse unas monedas de Don Sixto y su padre139. ¿Será acaso como Rey de España, o, como su padre, Rey de la monarquía ideal de los carlistas?
A partir de ese momento, aquí y allá se le trata de S.M.C. Enrique V, si bien el título preferencial ha seguido siendo de S.A.R. Don Sixto Enrique, el Abanderado de la Tradición. Abanderado, que Galarreta no en vano decía que era un eufemismo para no hablar de Rey. Pero en 2019 se da la única vez que inequívocamente la Secretaría Política le llame rey, en el artículo «Y ordeno que alguien haga algo»140. Artículo cuyo estilo, por lo demás, es totalmente impropio de una Secretaría Política.
Sin embargo, incluso después de 2018 se encuentran en La Esperanza artículos en los que se le parece considerar todavía regente, particularmente de Antoniano. Es posible que haya detrás alguna opinión particular suya según la cual la proclamación real es necesaria, y hasta entonces él le sigue tratando de regente. Pero sería bastante incomprensible que en una misma Comunión unos y otros no sepan siquiera si el Abanderado es o deja de ser Rey.
«Tras la muerte del Rey en 1977, D. Sixto Enrique continuó desempeñando la Regencia, creyendo hacerlo en nombre de alguno de sus dos sobrinos Carlos Javier y Jaime. Pero, dado que éstos han seguido los inhabilitantes pasos de su padre, nos preguntamos si –al igual que ocurrió con D. Javier– no habrá estado ejerciendo realmente D. Sixto Enrique la Regencia todas estas décadas en nombre… de sí mismo»141 (2022)
«Se puede aducir también el ejemplo del Duque de Aranjuez, quien ha venido ejerciéndola desde 1975, tras rechazar Carlos Hugo (y luego sus hijos) asumir dichos fundamentos»142 (2023)
«Aunque, puestos a celebrar este año algo que sí interese de verdad a todos los españoles [risum teneatis], sería más bien el quincuagésimo aniversario de la Regencia iniciada en septiembre de 1975 por el hijo fiel y heredero del Rey Javier I, D. Sixto Enrique de Borbón, actual titular de la legitimidad político-monárquica española»143 (2024)
«Su Regencia salvó la continuidad jurídica monárquica española, siendo reconocida no sólo por sus padres los Reyes D. Javier y Dña. Magdalena, que le dieron su bendición, sino también por prácticamente toda la comunión javierista, es decir, carlista»144 (2025)
Es totalmente incomprensible que dentro de una misma Comunión no haya ni siquiera acuerdo si al abanderado al que pretendidamente se sigue sin seguir, se le sigue como Rey o como Regente. Todo lo cual vindica lo hasta aquí dicho: si tampoco dentro de la Comunión se aclaran sobre su Regencia, es evidente que hay graves problemas de hecho y de derecho.
Por lo demás, parece razonable pensar que detrás de estas idas y venidas hay conflictos internos que no conocemos. Es posible que algunos dentro de la Comunión no quisieran proclamar abiertamente a Don Sixto como Rey, por los problemas que les podría crear o por la imagen, quizás ridícula, que podría dar. Esto último lo reconocen en privado notorios líderes. Pero lo que yo me pregunto es cuál habrá sido en todo esto el deseo de Don Sixto. Es posible que parte de estas resistencias y constantes retrasos en la proclamación, que al final nunca se ha dado solemnemente, provinieran de algún modo de su voluntad.
Difícilmente lo llegaremos a saber. Pero lo que sí podemos saber es que este circo no tiene, como pretende, exclusivo derecho a representar España o a la Tradición, ni mucho menos que exista una pretendida obligación moral a militar en sus filas. En la medida en la que supone participar en una mentira contra los españoles y contra un anciano tristemente instrumentalizado, habría que hablar más bien de una obligación moral de no militar en sus filas.
Pero todo esto, en lo que aquí nos interesa, es una doctrina monárquica disparatada, que parte de una concepción errónea de la monarquía, y que también su propio sistema lo aplica torticeramente, por no ser sostenible. Ahora bien, aquello que debe falsearse para sostenerse, ¿no será más bien que tiene un problema de raíz? Si no han encontrado un solo Príncipe que verdaderamente encajara en sus esquemas, y por ello han tenido que falsear su figura, el problema puede estar en la camisa demasiado estrecha que le han querido hacer vestir. Lo cual también explica que sea difícil encontrar un sucesor, máxime viendo el trato que le han dado al Abandonado de la Tradición. Pero de eso hablaremos más adelante.
«La sucesión a la Corona, hoy», 2-10-10, minuto 55.
Suma Teológica, I-IIae, Cuestión 90, Artículo 4.
Dig. 45.1.108.1: «Nulla promissio potest consistere, quae ex voluntate promittentis statum capit».
Suma Teológica, I-IIae, Cuestión 90, Artículo 3.
Suma Teológica, I-IIae, Cuestión 97, Artículo 3.
He ahí la causa —que su esencia está en la costumbre— por la que esos fundamentos políticos de la comunidad se prestan tan poco a ponerse por escrito. Joseph de Maistre tiene comentarios muy interesantes al respecto en su Étude sur la souveraineté.
Digno de notarse que Don Sixto sostiene la ilegitimidad de la conquista de Navarra en la p. 94 de Une double monarchie sauverait la Belgique, Godefroy de Bouillon, 2011.
El javierista Fernando Polo se aparta de la tesis católica, defendiendo que «un príncipe ilegítimo de origen, pero que gobierne según la conciencia historicopolítica de su pueblo (…) no es Rey legítimo ni pueden serlo sus sucesores, a menos que falte totalmente la rama legítima de origen». Para lo cual alega por motivo que «aun cuando el gobierno del advenedizo fuera bueno, (…) siempre habría razones bastantes para suponer mejor el de los príncipes legítimos». Polo, F., ¿Quién es el Rey?, Editorial Tradicionalista, Sevilla, 1968, p. 74. Ahora bien, esta afirmación es manifiestamente gratuita. ¿Siempre? Quizás podría afirmarse del usurpador, pero por ningún motivo in aeternum de sus sucesores. A lo menos, debería probarse, lo que nunca se ha hecho ni se hará. Podrán ponerse muchas y muy elocuentes razones por las que la usurpación hace daño a la patria, y podrá imaginarse una legítima familia real en el exilio que indefinidamente mantenga las cualidades ideales que la hagan apta para retomar el poder. Pero es imposible poner como un principio necesario que nunca podría llegar la ocasión en la que el trastorno de una restauración —que casi en cualquier caso requerirá de un cierto grado de violencia— hiciera más daño que el bien que hace el gobierno pacífico de la dinastía de origen ilegítimo. Bastan en contra las palabras de Gil Robles.
Taparelli S.J., L., Ensayo teórico de derecho natural apoyado en los hechos, T. I, traducción de J.M. Orti y Lara, Imp. de Tejado, Madrid, 1886, pp. 392-400.
La opinión de Meyer está expuesta en Raúl Castaño, S., «Un hito en la historia del pensamiento político: La refutación neoescolástica de la tesis del pueblo como sujeto originario del poder», Derecho Público Iberoamericano, nº 3, 2013, pp. 125-138.
Véase Castaño, «Un hito en la historia del pensamiento político», pp. 138-149. Castaño se remite al Tractatus De Ecclesia Christi, sive continuatio theologiae de Verbo Incarnato, T. I: «De credibilitate Ecclesiae, et de intima ejus constitutione», capítulo III, cuestión XII, & 1: «De originibus et formis politici principatus», pp 489-516.
Gil Robles, E., Tratado de Derecho Político, T. II, Imp. Salmanticense, Salamanca, 1902, pp. 379-388, 401-410.
Gil Robles, Tratado de Derecho Político, T. II, pp. 381.
Scriptum Super Sententiis Líber II, Disputatio 44, Questio 2, Artículus 2.
Súarez S.J., F., Tratado de las leyes y de Dios legislador, T.III, traducción de J. Torrubiano Ripoll, Editorial Reus, Madrid, 1918, p. 38.
Gil Robles, Tratado de Derecho Político, T. II, pp. 387-388.
Y nada valdría contra esto alegar que, en la medida en la que para estos autores el poder se traslada o designa en lugar de delegarse, la autoridad legítima lo tiene como cosa propia sin que el pueblo guarde libertad de revocar sus decisiones ad nutum, como querría Rousseau. Que la opinión escolástica tradicional no se confunde con la soberanía nacional es indudablemente cierto. Pero eso no quita que los escolásticos, con Santo Tomás a la cabeza, creyeran en la prescripción y usucapión de la legitimidad por consenso de los súbditos, lo que es una tesis muy distinta y que nadie puede dudar que defendieran, como es evidente por las citas arriba presentadas.
De Maistre, D., «Ley Natural y Soberanía II», 2022.
Gil Robles, E., Tratado de Derecho Político, vol. II, libro IV.
Lo cita Santo Tomás en Suma Teológica, I-IIae, Cuestión 97, Artículo 3, refiriéndolo al libro I De lib. arb. Para el caso español, merece ser meditado en relación a nuestra guerra civil y posterior dictadura.
Suárez, Tratado de las leyes, T. III, pp. 38-39.
Para que un país pueda ser sometido en guerra justa debe haberse logrado el consentimiento a lo menos pasivo de la generalidad de la población, pues de otra manera no estaría todavía conquistado, y la guerra seguiría su curso. Y, si el gobierno así instituido es verdaderamente justo y acorde al bien común del pueblo —pueblo que, en hipótesis, necesitase tal dominación, lo que se habría hecho patente por las causas que hicieron justa la guerra—, habrá un cierto consentimiento hipotético de la totalidad de la población, en cuanto deberían someterse. El cual consentimiento potencial será actual en los mejores, que, si tal gobierno es verdaderamente justo, lo aceptarán.
León XIII, Au milieu des sollicitudes, 1892.
Pío IX, Syllabus errorum, 1864: «XXII. La obligación de los maestros y de los escritores católicos se refiere sólo a aquellas materias que por el juicio infalible de la Iglesia son propuestas a todos como dogma de fe para que todos los crean».
Pío IX, Tuas libenter, 1863: «Los estudiosos católicos no basta que acojan con veneración los dogmas de la Iglesia, sino que es necesario también que se adhieran tanto a las decisiones que en materia doctrinal son tomadas por las Congregaciones Pontificias, como a aquellos puntos de doctrina que, por el común consenso de los católicos, son tenidos por verdades teológicas y conclusiones ciertas, hasta el punto de que las opiniones contrarias a ellas, aunque no puedan definirse como heréticas, son sin embargo teológicamente censurables».
San Pío X, Lamentabili, VII, 1907: «Cuando la Iglesia condena errores, no puede exigir a los fieles un asentimiento interno, por el que se adhieran a los juicios por ella emitidos».
Pío XII, Humani generis, 1950: «Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio. Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a mí me oye; y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos».
Gambra, J.M., «El legitimismo de Martín Antoniano», 7-12-22, La Esperanza.
Véase, Martín Antoniano, F.M., «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (I)», 30-10-22; «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (II)», 31-10-22; «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (III)», 1-11-22; «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar (IV)», 3-11-22; «Juicios promonárquicos de tipo racional, histórico o instrumental (I)», 6-11-22; «Juicios promonárquicos de tipo racional, histórico o instrumental (y II)», 7-11-22; «El alcance de los anatemas contra el liberalismo en la Iglesia preconciliar», 9-2-25; «¿Qué significa ser monárquico español? (I)», 9-3-25; «¿Qué significa ser monárquico español? (y II)», 16-3-25; «La quintaesencia de la herejía liberal moderna», 27-4-25, La Esperanza.
Sacra Theologiae Summa, Th. 15, nº 675-676.
Antoniano, «Breve examen (II)», 31-10-22, La Esperanza.
Antoniano, «La quintaesencia», 27-4-25, La Esperanza.
Antoniano, «Breve examen (II)», 31-10-22, La Esperanza.
Antoniano, «Breve examen (III)», 1-11-22, La Esperanza.
Antoniano, «La quintaesencia», 27-4-25, La Esperanza.
Antoniano, «El alcance de los anatemas», 9-2-25, La Esperanza.
Antoniano, «Breve examen (IV)», 3-11-22, La Esperanza.
Antoniano, «Juicios promonárquicos (II)», 7-11-22, La Esperanza.
Antoniano, «¿Qué significa ser monárquico español? (y II)», 16-3-25, La Esperanza.
Antoniano, «El alcance de los anatemas», 9-2-25, La Esperanza.
Antoniano, «La quintaesencia», 27-4-25, La Esperanza.
Ídem.
Antoniano, «Juicios promonárquicos (II)», 7-11-22, La Esperanza. La primera frase merecería ser grabada en piedra como monumento a la necedad humana.
Summa contra gentiles, 2, 28. Este principio ha sido especialmente subrayado por la escuela del realismo jurídico de Michel Villey y sus herederos, cuyo pensamiento fue recibido en España con entusiasmo a través de Vallet de Goytisolo en la Revista Verbo. Para referir este punto podría citarse una cantidad innumerable de textos. Véanse, a título ejemplar, «El retorno a la genuina definición aristotélico-romano-tomista del derecho por Michel Villey», de Juan Vallet de Goytisolo, 363-364, 1998; 7 «El derecho en Juan Vallet de Goytisolo y Michel Villey», de Gonzalo Ibáñez, 497-498, 2011, en Verbo. Así como la reciente edición castellana de Villey, M., El derecho y los derechos del hombre, Madrid, Marcial Pons, 2019; y Cantero, E., El realismo jurídico de Juan Vallet de Goytisolo, Madrid, Marcial Pons, 2023. En el entorno de la Universidad de Navarra, Villey fue recibido por Javier Hervada, de entre cuyos discípulos destacan actualmente Alfredo Cruz Prados y Fernando Simón Yarza. Véase la Introducción crítica al derecho natural, entre muchos otros. Este principio lo recuerda también Josef Pieper en Las virtudes fundamentales, 2ª ed., Madrid, RIALP, 2017, pp. 59-60. Para ilustrar este asunto, considérese que la fidelidad mutua entre los cónyuges es un acto de justicia; pero el acto por el que un hombre y una mujer contraen matrimonio no es un acto de justicia, sino de prudencia (¡o falta de ella!) y otras varias virtudes. Asimismo, Dios por su justicia premia a los santos, pero el acto por el que les da la gracia para que sean santos no es de justicia, sino de misericordia, de suerte que «corona sus propios dones», como decía San Agustín.
Antoniano, «Breve examen (IV)», 3-11-22, La Esperanza.
Antoniano, «La quintaesencia», 27-4-25, La Esperanza.
Gil Robles, Tratado de Derecho Político, T. II, p. 381.
La analogía con el matrimonio puede llevarse más allá, pero —como toda analogía— tiene sus límites. Quien quisiera darle la vuelta a esta comparación, podría equiparar la Revolución con los impedimentos de uxoricidio adulterino de los cc. 1075 CiC 1917 y 1090 CiC 1983 . Ahora bien, ese impedimento está puesto no porque una necesidad natural excluya en esos casos la validez del segundo contrato matrimonial, sino porque el derecho eclesiástico positivo ha puesto libremente esos impedimentos en ejercicio de la autoridad de la Iglesia para tutelar el bien del matrimonio. Pero el bien de la legitimidad política no hay nadie por encima de la comunidad que lo tutele, como no sea la humanidad entera a través del derecho de gentes, y la Iglesia Católica en defensa de la Cristiandad. De donde no puede sostenerse que el impedimento del origen ilegítimo siga siendo eficaz una vez hay un reconocimiento tanto del resto de soberanías como de la Santa Iglesia. Para quien quisiera, por su lado, hacer una analogía con el impedimento de vínculo (cc. 1069 CiC 1917, 1085 CiC 1983) mientras permanezca una línea de pretendientes legítimos, el principio no se aplica porque la voluntad que hace al matrimonio es la propia de un contrato en el que basta el consentimiento inicial para dar al vínculo firmeza permanente, mientras que la voluntad que hace a la autoridad es la propia de la ley, en la que el cosentimiento debe ser constante para seguir creando efectos, pues «la costumbre tiene fuerza de ley, deroga la ley e interpreta la ley».
Lo cual también puede ilustrarse con otros ejemplos del mundo jurídico. Pongamos un liberal que está convencido de que los deberes mutuos en las compraventas traen por causa la autonomía de la voluntad entendida según la filosofía kantiana. ¿Significa eso que cuando hace una compra, el contrato es nulo y no se le debe la cosa por el precio? ¿Debemos los católicos asegurarnos de que, para causar un derecho, se den no sólo las causas objetivas del título, sino también una correcta fundamentación doctrinal en la mente de todas las partes? La idea es ridícula.
Antoniano, «Breve examen (II)», 31-10-22, La Esperanza.
Ídem.
Antoniano, «La quintaesencia», 27-4-25, La Esperanza.
Antoniano, «Breve examen (II)», 31-10-22, La Esperanza.
Véase el c. 1082 § 1 del CiC de 1917: «Ut matrimonialis consensus haberi possit, necesse est ut contrahentes saltem non ignorent matrimonium esse societatem permanentem inter virum et mulierem ad filios procreandos». Asimismo, véanse cc. 1084, CiC 1917; 1096 § 1, 1099, CiC. 1099. Es digno de notarse el hecho de que por sí solo el error acerca de la unidad, la indisolubilidad o la dignidad sacramental del matrimonio no vicie el consentimiento matrimonial.
De lo que se ve, por cierto, que el mal menor no es un concepto de suyo vinculado al derrotismo. El mal menor es una realidad, que se debe tener en cuenta constantemente: también lanzándose a un golpe de Estado o una guerra civil se está eligiendo lo que se entiende como el mal menor del conflicto frente al bien mayor de la victoria. Otro tanto puede decirse sobre el asunto del bien posible: si se toma alguna de estas acciones, es porque se cree que el éxito es posible. Estas son realidades inescapables, cuyas consecuencias prácticas deben extraerse según el caso atendiendo a la prudencia política. Que algunos prefieran encerrarse en esquemas ideológicos de uno y otro signo antes que usar de su prudencia, es otro asunto.
Antoniano, «La ilegitimación», 1-6-25, La Esperanza.
Al respecto, véase aquella carta de 1805 del Papa Pío VII, que se lamentaba de la imposibilidad de aplicar esos cánones: «En relación a los principados y feudos, es una regla del derecho canónico (…) que los súbditos de un príncipe herético quedan libres de todo deber hacia él (…) En verdad, estamos en tiempos tan calamitosos, y de una tan grande humillación para la esposa de Jesucristo, que no le es posible practicar, ni siquiera oportuno recordar, unas máximas tan santas, y se ve forzada a interrumpir sus justos rigores contra los enemigos de la fe». Daunou, P.C.F., Essai historique sur la puissance temporelle des papes. Vol. 2., 1818, pp. 318–320. Asimismo, Pío IX, el último Papa Rey, ponía en sus alocuciones el uso legítimo del poder de deposición en el contexto del régimen de Cristiandad, con las siguientes palabras: «Aunque ciertos Papas hayan ejercido en ocasiones su poder de deposición en casos extremos, lo hicieron conforme al derecho público entonces vigente y con el acuerdo de las naciones cristianas, que veneraban en el Papa al Juez Supremo de Cristo, extendido incluso a juzgar civiliter a príncipes y Estados particulares. Pero completamente distinta es la condición actual de las cosas, y solo la malicia puede confundir situaciones y tiempos tan diferentes». En «Papal Deposing Power», New Catholic Dictionary, 1910. Todo lo cual no es principalmente culpa de los Papas, sino de los Príncipes que dejaron de obedecerles, y de la herejía y la apostasía que han terminado con el régimen de Cristiandad; lo que debemos llorar, pero no podemos negar.
Antoniano, «La quintaesencia», 27-4-25, La Esperanza.
A estos extremos llega la filosofía política asfixiada por la ideología: vencida en sede de razón natural y de teología, sólo le queda agarrarse a argumentos seudoteológicos de una falsa piedad integrista.
Antoniano, «Breve examen (III)», 1-11-22, La Esperanza.
Por lo demás, debe notarse que esta doctrina es un arma de doble filo, pues parece probable que en cuestión de meses o años no quede ningún reclamante del gusto de la CT, con lo que la prescripción se realizaría definitivamente. También habrá que discutir hasta qué punto ha reclamado realmente el actual pretendido pretendiente, y desde hace cuántos años que no es capaz de reclamar nada.
León XIII, Au milieu des sollicitudes, 1892.
León XIII, Notre consolation, 1892.
León XIII, Au milieu des sollicitudes, 1892.
Ídem.
En «Ley natural y soberanía III» escribí una lista de las causas graves que justifican un estado de excepción o un cambio de régimen, que creo que sigue teniendo vigencia.
Si bien entonces la incertidumbre tenía quizás más peligro, por llevar de suyo la virtud de provocar un exceso de sucesores, trayendo consigo la guerra civil.
Citado por Antoniano en «Juicios promonárquicos (I)», 6-11-22, La Esperanza.
Citado por Antoniano, en «Juicios promonárquicos (II)», 7-11-22, La Esperanza.
Antoniano, «Juicios promonárquicos (I)» y «Juicios promonárquicos (II)», 6-11-22 y 7-11-22, La Esperanza.
Véase el discurso preliminar de Maistre en Du Pape: «Todo escritor que se mantiene en el círculo de la severa lógica no comete falta contra nadie. Hay una sola venganza honorable que lanzar contra él: razonar contra él, mejor que él». Hasta ahora nadie se ha molestado en hacer tal, pese a que esta serie de artículos haya levantado suficiente interés como para inspirar una escapada de fin de semana al Berry.
Pérol, H./Borbón, S., Secrets de Princes: un capétien au coeur de la France, Nouvelles Editions Latines, París, 2009, p. 143.
«La sucesión a la Corona», minuto 16.
«Del carlismo tardosocialista al neocarlismo parroquial», en carlismo.es.
Ayuso, M., discurso de 2018, sin publicar.
«Del carlismo tardosocialista», en carlismo.es.
Ídem.
Antoniano, «Breve examen (III)», 1-11-22, La Esperanza.
Infante se apoya principalmente en Polo en «La sucesión a la Corona, hoy». El 22 de noviembre de 2011 se publicó de forma oficial en carlismo.es el texto digitalizado de ¿Quién es el Rey? como principal guía en materia sucesoria: «Fernando Polo, ¿Quién es el Rey? Inauguramos la Biblioteca Tradicionalista digital de Carlismo.es».
Polo, F., ¿Quién es el Rey?, Editorial Tradicionalista, Sevilla, 1968, pp. 135-139.
Los detalles de esa primera traición ya los hemos explicado en el segundo artículo. Véanse Balansó, J., La familia rival, Planeta, Madrid, 1994, p. 110; y Sagrera de, A., La duquesa de Madrid, Mossèn Alcover, Palma de Mallorca, 1969, p. 163.
Cortés Cavanillas, J., Alfonso XIII: vida, confesiones y muerte, Editorial Juventud, Barcelona, 1966, pp. 149, 321. Asimismo, la Carta de Alfonso de Borbón y Austria Este a Jaime de Borbón, 6 de julio de 1931, Puccheim. Archivo Histórico Nacional, DIVERSOS-ARCHIVO_CARLISTA, 134, Exp.1.
Polo, ¿Quién es el Rey?, p. 137.
Ruiz de Galarreta, A., Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español, 1939-1966, Tomo XXIV, pp. 80-86.
Galarreta, Historia del tradicionalismo español, Tomo XIV, p. 33.
Galarreta, Historia del tradicionalismo español, Tomo XVII, pp. 113-116.
Galarreta, Historia del tradicionalismo español, Tomo XXVI, p. 40.
Galarreta, Historia del tradicionalismo español, Tomo XXVI, pp. 5-6.
Antoniano, «Legitimidad de ejercicio y posibilidad de deponer al monarca legítimo», 2-3-2023, La Esperanza.
Antoniano, «Legitimidad de ejercicio», 2-3-2023, La Esperanza.
Pérol, H./Borbón, S., Secrets de Princes: un capétien au coeur de la France, Nouvelles Editions Latines, París, 2009, p. 47. Ese «total acatamiento» se menciona en el documento desclasificado que citamos en el tercer artículo.
Carta de Alfonso de Borbón y Austria Este a Jaime de Borbón. 6 de julio de 1931. Puccheim. Archivo Histórico Nacional, DIVERSOS-ARCHIVO_CARLISTA, 134, Exp.1.
El País, 26-6-77, «Sixto de Borbón asistió ayer en Madrid a un funeral por su padre, don Javier».
Picco, P., Liaisons dangereuses: Les extrêmes droites en France et en Italie (1960-1984), Presses universitaires de Rennes, Rennes, 2018, chap. IX, § 37
Le Monde, 25-7-1979, «Le P.F.N. rend public le budget de sa campagne européenne».
Le Monde, 13-11-1979, «Le P.F.N. pose la candidature de M. Pascal Gauchon à l’élection présidentielle de 1981». Asimismo, véase aquí.
Galarreta, Historia del tradicionalismo español, Tomo XXIII, pp. 36.
«Comunicado de la Secretaría Política de Don Sixto Enrique ante las elecciones francesas», 27-5-2002, en carlismo.es.
Gambra, Rafael, «Alianza por la Unidad Nacional», Siempre p’alante, 1 de abril de 1995.
Enquête sur l’histoire, nº 11, 1994, pp. 12-13.
En esta entrevista de 10 de octubre de 2002.
De Villiers, H., «Ordination de cinq nouveaux prêtres samedi dernier», 24 de septiembre de 2007, en Schola Sainte Cecile.
Herrera de Novella, J., «Cartas a un peregrino (III): Lefebvre vive…», 17 de agosto de 2022, La Esperanza.
Pérol, Secrets de Princes, pp. 88-90.
«Lettre de SAR Sixte-Henri de Bourbon», de 2 de octubre de 2011, en Coordination Défense de Versailles. Lo de De Gaulle lo hacía evidentemente contra su verdadero pensamiento; pero en política hay que cabalgar contradicciones.
Bourbon, Sixte-Henri de, Une double monarchie sauverait la Belgique, Godefroy de Bouillon, passim.
«Camel Bechikh, président de Fils de France, répond aux questions de L’Action Française», 19-4-2012, en Résistance & Réinformation.
«La confiscation du “politique” par les partis», 4-5-2017, en Médias-Presse-Info.
«Allocution de S.A.R. le prince Sixte Henri de Bourbon Parme. Réception soufi. Visie du Cheikh Nazim», subido el 30-3-2015 por eliehatem65.
«Grand dîner du fala au negresco a Nice le 9 Juin 2016», 25-2-2016, Pierre de Fermor; y «Salon royal de l’hotel “le negresco”: celebration de la cathedrale russe de Nice», 12-6-2016. El enlace de la noticia original, que al menos a mí no me funciona, es https://www.info-mediterranee.com/fr/celebration-de-cathedrale-russe-de-nice-jeudi-9-juin-2016-jour-de-lascension-salon-royal-de-lhotel-negresco/
Véase su página oficial.
«Nouveau chef de l'Ordre de Saint-Lazare de Jérusalem», en saint-lazare.org.
Pérol/Borbón, Secrets de Princes, p. 86, donde describe la preterición de los Busset frente a Enrique IV como «salto acrobático poco conforme a las leyes fundamentales del Reino».
«Installation in Jerusalem». Por alguna razón, esta página en particular sólo está en inglés.
Con la importante excepción de los judíos. Al fin y al cabo, notre honneur s’appelle fidélité. Aunque la página inicial de la Orden de San Lázaro tiene versión en hebreo. ¡Oh, dolor!
Antoniano, «Legitimidad de ejercicio», 2-3-2023, La Esperanza.
Antoniano, «La institución monárquica de la Regencia», 5-5-22, La Esperanza.
Pérol/Borbón, Secrets de Princes, p. 143.
«Del carlismo tardosocialista», en carlismo.es.
Antoniano, «La institución monárquica de la Regencia», 5-5-22, La Esperanza.
«Del carlismo tardosocialista», en carlismo.es.
«Et cum impiis non sedebo», comentario del cetaceo del 31-07-07 a las 2:59 a.m.
«Suam cuique sponsam», comentario del cetaceo del 01-08-08 a la 1:33 p.m.
«Quosque tandem?», comentario del cetaceo del 1-08-09 a las 2:02 p.m.
https://carlismo.es/ante-la-muerte-de-carlos-hugo-de-borbon-parma/
«La sucesión a la Corona, hoy», 2-10-10.
«Del carlismo tardosocialista», en carlismo.es.
«Medalla en el 40 aniversario de la muerte del Rey Don Javier», en carlismo.es.
«Y ordeno que alguien haga algo», en carlismo.es.
Antoniano, «La institución monárquica de la Regencia», 5-5-22, La Esperanza.
Antoniano, «Posibilidad de deponer», 2-3-2023, La Esperanza.
Antoniano, «Seguimos en pleno franquismo, Sr. Sánchez (y II)»
Antoniano, «Luis Infante: ortodoxia católica y lealtad monárquica (I)», 16-4-24, La Esperanza.
Muchísimas gracias por este titánico trabajo, que llevo siguiendo desde el origen.
Tal como se indicaba en su II entrega, previamente a las causas por las que don Sixto no sería el Rey, ni el regente, están las causas por las que tampoco debió considerarse jamás a su padre. Si la regencia retroactiva de don Sixto fue un error, siguiendo los principios aquí expuestos, no menos error fue hacer a don Javier rebasar los límites de una eventual regencia, y acaso aceptar que don Alfonso Carlos pudiera instituirla a voluntad.